«Uno a nadie le puede negar la salud»

Un médico que –como todos– juró prestar su servicio a quien lo necesitará pasó 14 meses en la cárcel. ¿Cómo un reconocido ortopedista colombiano a sus 48 años terminó acusado de rebelión?

por

Laura Pedraza Rodríguez


09.06.2015

Foto: Taringa.net

Luis Alfredo Moreno García es médico ortopedista. Se graduó de la Universidad del Rosario en 1985. Al terminar su pregrado en medicina el doctor Moreno hizo su rural en Puerto Boyacá, en el corazón del Magdalena Medio. Allí vivió cerca de dos años. Allí, participó en varias brigadas de salud en áreas rurales, monte adentro. Actualmente Luis Alfredo trabaja en la Clínica Reina Sofía en Bogotá y es miembro de la Sociedad Colombiana de Ortopedia, docente de la Universidad del Bosque y también de la Universidad de Sanitas. Aunque su trabajo en el Magdalena Medio fue definitivo en su formación como médico, nunca imaginó que trabajar en una zona de conflicto le marcaría la vida.

¿Por qué decidió estudiar medicina?

Tal vez por herencia, mi papá es médico cirujano y eso me llamó mucho la atención durante mi juventud. Quizá el ver lo que él hacía me motivó cuando yo estaba finalizando el bachillerato. La idea de continuar en mí lo que yo veía en él me llevó a presentarme a estudiar medicina.

Cuando estaba estudiando medicina ¿pensó que alguna vez se iba a encontrar de frente con el conflicto armado colombiano?

No… yo creo que esa es una cuestión que a uno ni se la muestran en la universidad, ni uno mismo la palpa. Cuando estaba terminando la carrera de medicina, me correspondía trabajar durante un tiempo en el área rural. Parte de mi internado durante ese rural lo hice en una institución cercana a Bogotá, en el Hospital de Faca. Seguramente en ese entonces uno no visualizaba el conflicto como algo cercano, ni pensaba que lo pudiera afectar directamente. Uno como recién graduado nunca piensa que el conflicto lo va a afectar en el ejercicio profesional. Cuando estaba en el área rural del Magdalena Medio empecé a ver algunas cosas que me llamaron la atención, como la cantidad de niños que llegaban a los hospitales. Pero uno no se imagina qué tan grave pueda llegar a ser el conflicto. Seguramente llegaban muchos heridos de parte y parte de los bandos del conflicto… pero no, nunca pensé que eso llegara a afectarme a mí.

¿Cuál fue su primera experiencia cercana con el conflicto?

En el año 2005, un médico que trabajaba en brigadas de salud me contactó porque estaban necesitando un ortopedista, supuestamente para ayudar en brigadas por la zona de los llanos orientales. Yo había participado en brigadas durante mi tiempo en el área rural y no había tenido ningún inconveniente, entonces estuve dispuesto a ayudar. Lo que sucedió fue algo muy sorpresivo, cuando ya íbamos a llegar a nuestro destino –supuestamente una zona específica de los llanos–, llegamos fue a un campamento de uno de los actores del conflicto. Era un campamento de la guerrilla.

¿Cómo era ese sitio?

Al principio todo surgió como algo normal, había una persona encargada del tema (de la organización de la brigada). Había una enfermera, había un odontólogo, todos eran civiles. Pero ya cuando llegamos a la zona de destino –después de habernos trasladado en lancha– nos recibió gente con uniformes de uno de los grupos armados. Ellos se presentaron y nos llevaron a un lugar muy adentro de los llanos orientales, seguramente a uno de los campamentos de ellos. Y ahí nos dijeron: “tenemos una cantidad de gente que necesita atención médica, para nosotros es muy difícil salir, agradecemos que ustedes puedan acercarse acá”. Obviamente yo estaba muy impactado porque no era a lo que yo iba. Pero la única forma de pasar ese “mal rato” fue asumir mi profesión como tal y olvidarme de que estaba dándole una atención a personas que estaban al margen de la ley. Fue la única forma, fueron tres días en donde dormimos con toda la gente de ese grupo. Pero nos dedicamos a hacer lo único que uno sabe hacer, que es tratar de curar gente.

Al verlos a ellos –a los guerrilleros– ¿de qué forma cambió su percepción del conflicto?

Obviamente uno empieza a entender un poco qué es lo que pasa más allá de las ciudades. Un impacto grande era ver gente joven que uno veía que, o les tocaba irse a este bando o les tocaba a irse a ese bando, porque no podían escoger. O los reclutan de un lado o los reclutan de otro lado. Ahí empecé a entender un poco qué era lo que pasaba; ese es otro país, es definitivamente otro país el que uno vive y el que uno ve, el que uno tiene en su vivencia diaria, es otra cosa totalmente diferente. Uno empieza a ver todo lo que se mueve a través del conflicto. Pudimos salir de allá, nos trataron muy bien y me llamó mucho la atención el respeto muy grande hacia la profesión médica, siempre estuvieron muy preocupados por la integridad de nosotros. Ya vino después todo el tema de lo que fueron las consecuencias de haber estado allá.

¿Estuvo en el campamento guerrillero una sola vez?

Estuve una primera vez, y una segunda vez, obligado. Obligado por amenazas que me hicieron llegar; que si no volvía, iba a tener represalias con mi familia. Sabían todo de mi familia: cuántos éramos, quienes éramos, dónde vivíamos, etc. Entonces yo en ese momento nunca lo comenté ni con mi familia ni con ninguna autoridad. No sé si fue un error o si no lo fue. Mucha gente de aquí trata de protegerse y bueno, a veces no recibe la protección que necesita. Era la percepción de uno estando tan alejado de ese tema. Lo que yo pensé en ese momento fue “o no voy…o, por esa coacción o presión y por proteger a mi familia, lo hago” y lo hice y fue la segunda vez. Nuevamente con la misma mentalidad, pensando que eran personas que seguramente necesitaban ser atendidos, no tengo la menor duda de que lo necesitaban. Pensé “Salgo de eso y ya”. Nunca más pasó porque yo les dije “es la última vez que vengo acá, y yo quiero que me respeten ese derecho” y hasta ahí llegó el tema.

¿Qué pasó cuando regresó a Bogotá?

Eso fue como en el año 2005. Lo primero que se generó después de esas idas allá, fue que en el año 2006 me llegó una carta de la embajada de los Estados Unidos en donde decían que me suspendían la visa. No decía las causas pero había unos parágrafos que decían que me acercara a la embajada o a los consulados. Yo fui, me presenté y me dijeron “mire, por una orden del Departamento de Estado, debemos retirarle su visa, no le podemos decir más. Ahí en los parágrafos de la carta dice muy claramente que usted puede remitirse a un sitio en donde le digan más detalles, porque aquí solo le podemos decir que su visa queda cancelada”. Eso fue lo primero que pasó. Luego yo estuve averiguando y cuando busqué en donde me mandaron a buscar –en internet– decía que yo podía ser un peligro para la seguridad nacional de los Estados Unidos. Yo no volví a hacer nada en ese sentido, mi visa quedó suspendida. Alguna vez volví a la embajada y me dijeron que seguía suspendida y que no había nada que hacer.

Después, ya en el año 2008, me llegan las autoridades al apartamento donde yo vivía. Mi hijo tenía un mes de nacido –había nacido en diciembre 22– y en enero llegaron a hacer un allanamiento en mi apartamento, diciéndome que tenían una orden de captura por hacer parte de un grupo al margen de la ley. A partir de ese año 2008 quedé detenido. Me acusaban de un delito que en Colombia se llama “rebelión”, que se define como alzarse en armas en contra de un gobierno establecido democráticamente. Todo eso generó una detención en un establecimiento carcelario por 14 meses sin haber sido llevado a un juicio. Solamente por presumir que hacía parte de un grupo guerrillero.

¿Cómo fue su llegada a la cárcel, qué fue lo que más lo marcó?

Yo creo que estuve en uno de los sitios más difíciles de la cárcel, estuve en la cárcel La Picota en un espacio en el que estaban seguramente los delincuentes más peligrosos de este país. Dormía en un pabellón de la guerrilla, dormía en el piso, en un colchón con tres personas en un cuarto que no medía más de 3×3. Empecé esa vivencia terrible, muy complicada en el sentido de que lo primero que me dicen allá cuando llego es “tranquilo que acá está en un lugar seguro”. A mí me pareció una paradoja porque era un pabellón en el que sólo había gente de la guerrilla. Todo fue una vivencia nueva: la comida, el baño, el encierro, el impacto.

¿En algún momento hubo interacción cercana con los convictos?

Al principio obviamente ninguna. Todo el mundo era extrañado de verme a mí allá. Preguntaban cosas como “¿Qué hace usted aquí?” “¿Quién es usted?” “¿Por qué lo mandaron aquí?” “Nosotros no lo conocemos”. Al principio no hablé con nadie, estaba en un estado de negación completa. No sabía con quién está hablando. En la medida en que va pasando el tiempo me di cuenta de que es una convivencia permanente e inevitable con ellos. Era un sitio en el que o estaba con ellos o me aislaba, y si me aislaba seguramente no iba a “pasar bien”. Empecé a tratar de buscar qué hacer durante todo ese tiempo, mientras se iban resolviendo las cosas. La gente me hablaba pero yo hablaba muy poco con la gente. Todo el mundo me daba ánimo, me decían cosas como “Usted va a salir, usted no tiene por qué estar acá”, “Nosotros sí hemos hechos cosas malas.”

¿Hubo detalles en cuanto a eso? ¿Le contaron cosas que ellos habían hecho?

Sí, a medida que va pasando el tiempo sí. Ellos van diciendo cosas como “Yo tuve que entrar a esto porque me mataron a mi papá y nos amenazaron y nos robaron las tierras y me dijeron que si no me metía al grupo iba a tener más problemas”. Eso les pasa mucho desde muy pequeños, cuando son adolescentes. Y sí, le cuentan a uno. Algunos más abiertos y otros menos abiertos, algunos decían: “Yo pertenezco a esto”, otros “Yo pertenezco a aquello”.

Yo hice un juramento de atender a la gente, independientemente de a quién y en dónde

¿Qué más le llamó la atención sobre esas personas?

Me llamó mucho la atención el analfabetismo. Yo diría que más del 85% de las personas de allá no saben ni leer ni escribir, o escriben básicamente cosas que les han enseñado a escribir. Muchas veces me tocó redactarles algunas cosas que ellos necesitaban para la directora del penal, para el servicio de salud, y cosas así. Ese fue un primer impacto. Me impactó mucho también el orden de esas personas, específicamente en la zona de la guerrilla. La cárcel se divide en: guerrilla, paramilitares, delincuentes comunes y personas que han cometido delitos menores; pero lo grande es el paramilitarismo, la guerrilla y el narcotráfico, y cada uno es muy diferente.

¿Cómo vio usted esas diferencias?

La gran diferencia que yo veía era que había unas personas muy poderosas en la cárcel, que eran definitivamente los grupos paramilitares. Era gente que había tenido algún tipo de formación, gente con dinero. Y por otro lado había gente que no había tenido ninguna educación ni ninguna posibilidad de tener medios para financiarse. Me impactaba que esa gente, la que menos recursos había tenido para acceder a una educación –que eran los grupos guerrilleros– eran los más ordenados, tenían mucho más respeto, limpieza; increíblemente un gran respeto hacia sus superiores y hacia las demás personas. A pesar de estar en un lugar de mucho hacinamiento, los pabellones en donde había mayoría de gente de la guerrilla se caracterizaban por el orden. Allá no se perdía nada, si se perdía algo era un lío. No te robaban ni nada por el estilo, cosa que seguramente en otros lugares de la cárcel sí ocurría. La guerrilla tiene unos códigos y los respeta, son gente muy organizada.

¿Siempre estuvo en el mismo lugar?

A mí me tienen en ese primer pabellón durante un mes, después me pasan a un pabellón que se llama “de alta seguridad”. Paradójicamente, en ese pabellón era más tranquilo estar porque era menos gente, era más limpio, mucho más encerrado pero con menos gente. Ahí vivo el resto de mis días en la cárcel: los 12 meses siguientes. Yo viví todo el tiempo en el segundo piso, siempre con gente de la guerrilla. En el piso de abajo era gente del paramilitarismo y narcotráfico.

¿Esos dos bandos se enfrentaban entre sí?

Nunca. Fue una paradoja porque salían –a un espacio del tamaño de una cancha de microfútbol– siempre a diferentes horas del día. Salían a una hora los del piso de arriba y a otra hora los del piso de abajo, entonces nunca se mezclaban en el patio. Pero veía uno cómo el poder del dinero en la cárcel –que lo tenían obviamente los grupos paramilitares– hacía que se perdiera todo concepto de “ideal” de cada grupo por hacer algo. Entonces por ejemplo uno veía gente de la guerrilla lavándoles la ropa a jefes paramilitares para conseguirse 5.000 ó 10.000 pesos. Era como ver una realidad que “no es”; entre ellos se hablaban a través de la reja, se colaboraban en muchas cosas. Nunca hubo una pelea como tal entre los dos “bandos” que había ahí. Ese fue otro impacto: ver que la gente, para poder sobrevivir, ayudaba a personas que tenían totalmente en contra de sus pensamientos o ideales. Yo no vi una rivalidad directa entre los bandos.

Usted no sólo vivió el conflicto muy de cerca sino que tuvo la oportunidad de vivirlo en diferentes contextos y rodeado de varios actores, ¿cómo ve ahora el conflicto? ¿qué piensa sobre el proceso de paz?

Yo creo que dentro del conflicto se piensa que siempre hay unas personas que lo hacen, o que están en cierto bando porque tienen unos ideales claros, y estoy hablando de la guerrilla. Pero lo que se encuentra allá es que muchas veces esas personas no saben por qué están ahí ni en qué momento llegaron. Simplemente les tocó, esa es la vida que les tocó. Si tú les preguntas un poquito más de fondo si están de acuerdo con esto o con aquello, los desarmas ahí mismo. Lo único que ellos dicen es: “a mí me tocó esto porque no había seguridad”, “me tocó hacer esto porque el Estado no nos daba ninguna protección” o “nos tocaba defendernos de los paramilitares”; y los paramilitares dicen: “nos tocaba defendernos de los guerrilleros”. Yo creo que cuando al conflicto se le sumó el tema del narcotráfico, los ideales cambiaron por completo. Ya no había ideales, la plata lo era todo. De pronto en los grupos paramilitares hay más gente que está convencida de que el conflicto hay que acabarlo “a punta de bala y de poder”. Estoy completamente de acuerdo con el proceso de paz, este país necesita tener tranquilidad. La paz seguramente implica muchos sacrificios, hay que ceder en muchas cosas, pero así son los procesos de paz en el mundo entero: todo el mundo tiene que ceder. Ojalá se logre porque pienso que se ha avanzado mucho.

¿Qué piensa usted –como médico– del conflicto?

Yo viví el conflicto de una forma muy cercana, y lo único que digo como médico es que –recordando el momento de la graduación– uno a nadie le puede negar la salud. Cuando estábamos en el juicio, la fiscal me preguntaba que yo por qué había llegado a esa zona, y yo le respondí lo que mi abogado me dijo siempre: yo hice un juramento de atender a la gente, independientemente de a quién y en dónde. Esa fue la base de mi defensa, y así se resolvió afortunadamente.

¿Qué dijo la fiscal en cuanto a ese juramento –el juramento hipocrático–?

La fiscal decía que yo no debía, así fuera obligado, haber ido allá. Ella decía que esas personas no deberían tener el apoyo médico de nadie. La defensa de mi abogado se basó en que había que quitarles el título de guerrilleros y de paramilitares; había que pensar que eran personas a las que, independientemente de lo que hacían, yo debía atender. Sucede igual que con los curas: ellos no pueden negarle la confesión a nadie –así sea guerrillero o paramilitar– y mucho menos pueden revelar su identidad. El juramento hipocrático no permite negarle la ayuda o el servicio de salud a nadie. Desde que llegué de los campamentos, yo pensaba todos los días y todas las noches “tengo que decirle a alguien”, pero no me atrevía por el temor del daño que le pudieran hacer a mi familia.

¿Esta experiencia lo hizo pensar en abandonar su profesión de médico o lo hizo reafirmarse como prestador de salud?

Claro, yo me reafirmé en mi labor. Pero yo creo que lo que más me fortaleció fue que después de haber estado allá a raíz del conflicto, me di cuenta de que uno no debería quejarse de nada, porque uno tiene todo y tiene más de lo que uno necesitaría. Yo vi gente que no tiene nada, absolutamente nada. Entonces todo esto me hizo valorar mucho más la cotidianidad; el tener un hogar, un techo, libertad, tres comidas al día, unas vacaciones… el hecho de levantarse y saludar a la familia. La forma de sobrevivir allá en ese sitio fue dedicarme a la parte médica y a estudiar. Hice lo que mi hermana la médica me dijo “haz como si estuvieras haciendo tu rural en la cárcel”. Siempre lo pensé así, entonces con otros médicos que estaban allí –en los campamentos– ayudamos lo más que pudimos, y hasta salvamos gente.

Para finalizar, quisiera que hablara sobre una persona que lo haya marcado a lo largo de su experiencia.

La persona que siempre fue mi fortaleza fue mi mamá. Ella murió durante todo este proceso, murió cuando yo estaba en la cárcel –un mes antes de que saliera–. Seguramente toda mi experiencia la afectó mucho. Ella tenía una enfermedad que se agravó debido a todo el sufrimiento que tuvo que pasar. Ella luchó hasta el final, pero no alcanzó a verme salir de la cárcel. Hasta donde pudo, ella siempre me dijo que fuera fuerte, que no decayera. Ella me marcó mucho y en todos los sentidos, al igual que mi padre.

 

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