Más allá del debate político sobre las irregularidades presupuestales del Brasil y de las acusaciones que se le hacen por ello a Dilma Rousseff, este es un escenario –también– para una discusión que se refrenda día con día, mientras algunas mujeres tengamos pluma, papel y un megáfono.
Con la salida de la presidenta de uno de los países más importantes de la región viene una lección: las mujeres poderosas como Russeff la tienen difícil. Ya sabemos que Rousseff y sus adeptos defienden lo sucedido con el presupuesto de 2014, asegurando que manipular ciertas cifras es una práctica común para subsanar vacíos y que, además, en el caso de la presidenta, esto se hizo sin sacrificar el bienestar de los brasileños porque luego se repararon los efectos del enredo financiero. También conocemos el otro lado de la contienda. Los detractores más radicales de Rousseff afirman que ella no sólo violó la constitución, sino que su capital electoral es el resultado de una pura corruptela y que su gobierno es en gran parte responsable del caos reciente de la política de ese país. Ambos argumentos flaquean, y eso también se sabe. Que una práctica sea común poco excusa y menos a un mandatario nacional. Y decir que la política brasileña es un desastre por el inadecuado manejo de Rousseff es desconocer la responsabilidad de congresistas y otras figuras poderosas –además del desconocimiento de la historia política brasileña, pues ha sido una de las más interesantes, precisamente por sus altibajos, rupturas y reconciliaciones desde finales del siglo xix hasta hoy.
¿Sale Rousseff del poder así, más fácil que todos los demás que también manipularon cifras, sólo por ser mujer?
Sea como sea, todo esto está en el terreno de lo político y sectario, y eso es lo que los medios más han publicitado. Pero este episodio también tiene tintes culturales. Aquí cabe una reflexión sobre los sentidos que cobra un evento como este en el terreno de las estructuras sociales que nos sostienen y que sostenemos. ¿Sale Rousseff del poder así, más fácil que todos los demás que también manipularon cifras, sólo por ser mujer? Seguramente no. Muchas veces las rencillas y oportunismos no tienen forma de pene y de vagina. Pero una cosa sí es cierta: el hecho de que sea mujer quien ha estado en problemas ha suscitado comentarios y expectativas que desaparecerían del panorama si se tratara de un hombre. O sea, Rousseff se va no porque tenga vagina, pero eso, que sea mujer, sí tiene implicaciones, así como lo tuvo el momento de su victoria presidencial y muchas brasileñas sintieron que era por fin posible una visibilidad robusta en la política. Ahora hay que andar esos pasos otra vez. Abundan los comentarios sobre cómo Rousseff se veía triste en los días pasados y cómo su rostro llama casi al llanto como únicamente una mujer lo puede hacer. Quienes la creen culpable, igual la compadecen porque la pobre mujer no logró cumplir su tarea. También está la expectativa nostálgica por una conducta femenina intachable, muy a los años 50, cuando se les exigía a las mujeres que recién tenían vida política que lucharan por defender la moral de la patria con sus acciones transparentes: ¿cómo pudo una mujer hacer esto? ¡Qué un hombre lo haga, vale! ¿Pero una mujer?
Lo que ha pasado mantiene la puerta abierta para exclusiones que se legitiman desde el lenguaje mismo, desde el uso expresiones dogmáticas sobre lo que se supone caracteriza a unas y otros. Esto no es sólo un golpe político, es uno cultural. ¡Si has de llegar a la presidencia, Hillary Clinton, haz todo lo moralmente correcto en honor a tu condición de mujer, de vagina! ¡Y si lo haces mal, llora bien, como una mujer!
* Esta columna fue publicada previamente en El Espectador.