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Trump, los liberales y la crisis perpetua

Donald Trump, un tipo abiertamente racista, criminal condenado y probado abusador de mujeres, acaba de ganar, por segunda vez, la presidencia de Estados Unidos. Su holgada victoria, tanto en votos electorales como en voto popular, tiene atónitos a varios en el Atlántico Norte. Aquí, en el Sur, no estamos tan sorprendidos.

por

Felipe Uribe Rueda

antropólogo y analista político


09.11.2024

ilustración por Ana Sophia Ocampo

Este texto hace parte de ‘Sancocho Mundi’, nuestra columna sobre geopolítica. Si quiere ver otras entradas de la columna haga clic aquí.

***

La noche del martes, cuando el fatídico 270 se tiñó de rojo en la consola de CNN, sentí dolor por las mujeres, las personas del colectivo LGBTIQ+ y los inmigrantes en Estados Unidos. Una segunda presidencia de Trump, sin duda, significa un retroceso enorme para los derechos de esas personas. A mi lado, unos amigos con los que me reuní para ver el desenlace de las elecciones gringas también estaban preocupados por sus repercusiones en Latinoamérica. ¿Qué va a pasar con la Paz Total de Petro? ¿Será que hasta aquí llegó el cambio de postura de la política de drogas? ¿Será que los imitadores de Milei y Bukele se van a envalentonar y vamos a tener una ola de fascismo tropical?

Después de esbozar escenarios futuros bastante apocalípticos, en los que Trump echaba por la borda todos los avances de la mitigación del cambio climático y llevaba a la región a una hegemonía de ultraderecha, fue evidente que lo que estábamos vaticinando no hacía parte del futuro, sino del presente. En efecto, los latinoamericanos, los africanos y buena parte de la clase trabajadora de Europa y Asia ya vivimos en medio de una catástrofe permanente, y una segunda presidencia de Trump, si acaso, lo que haría sería acelerar el descenso al abismo hacia el que ya estamos encarrilados.

¿Acaso no fue bajo la presidencia de Biden que Milei y Bukele surgieron? ¿Acaso no son Biden, Macron, Scholz y Starmer los que están cohonestando y supliendo las armas para el genocidio de los palestinos? ¿Acaso no fue Obama, el presidente negro y carismático, el que destruyó el Medio Oriente y sentó las bases del golpe contra Dilma Rousseff y el encarcelamiento de Lula? ¿Acaso no son los “técnicos” los que están quemando carbón y haciendo fracking, a pesar de que la única alternativa viable de desarrollo sea la transición verde de la economía?

Lo que pasó el martes en Estados Unidos es una muestra de que el liberalismo es un cadáver viviente, un zombi, y que el populismo de derecha es una etapa natural de su proceso de putrefacción. Tanto en el Norte como en el Sur, los autodenominados “centristas” han tenido la oportunidad de avanzar en políticas para mejorar radicalmente las condiciones materiales de la gente, invertir seriamente en la transición verde de la economía y acabar con las guerras que afligen a medio mundo. Sin embargo, lo que han hecho es torpedear todas las opciones de viraje progresista que han surgido, porque solucionar la crisis permanente en la que está la humanidad implicaría acabar con las condiciones que posibilitan la acumulación del sacrosanto capital, que es su verdadera religión. El ejemplo más evidente es lo que pasó en EE. UU. con el Green New Deal, una ambiciosa agenda de transformación económica verde que precisamente fue propuesta por el ala izquierda del Partido Demócrata. Los republicanos –como es obvio– votaron en contra, pero cuatro demócratas se les unieron y el resto del partido ni siquiera votó a favor, sino «presente». Y, en política exterior, basta con nombrar el apoyo constante de los liberales gringos y europeos al genocidio en Gaza, Cisjordania y Jerusalén. 

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Las élites liberales del mundo, que se llenan la boca de retórica “progresista” y lenguaje inclusivo, en el fondo prefieren que la ultraderecha las suceda en el poder, porque saben que, a diferencia de la izquierda, los fascistas van a seguir garantizando las condiciones de acumulación del capital y plegándose a las grandes corporaciones, que son las verdaderas dueñas del mundo. Por eso, en 2016, bloquearon la candidatura de Bernie Sanders, un populista de izquierda, a pesar de que fuera el único capaz de enfrentarse a Donald Trump, a quien supuestamente aborrecían. Por eso, aquí en Colombia, centros de pensamiento como Fedesarrollo tildan de antitécnica toda iniciativa que le apunte a la redistribución de la riqueza e infunden miedo cada vez que se plantea una nueva reforma. Por eso, en Europa, el Partido Laborista acabó con Jeremy Corbyn, el macronismo prefirió gobernar con Le Pen que con Mélenchon, y el PSOE desarticuló todo lo que estuviera a su izquierda, mientras pactaba con el PP una pantomima de  renovación de la rama judicial.

A diferencia de lo que comienza a escucharse por ahí, no creo que el voto del martes haya sido una simple reacción límbica contra el “wokismo”, que es más un recurso retórico de Fox News que algo real. En cambio, así no sea amigo de las analogías históricas, creo que la victoria de Trump muestra similitudes con el fortalecimiento de los nazis en pleno colapso de la República de Weimar. Al igual que los demócratas gringos de hoy, los socialdemócratas alemanes de entonces, cuya preocupación principal era el advenimiento del comunismo en Alemania, le entregaron el país a alguien que prometía apaciguar al pueblo y, al mismo tiempo, garantizar las condiciones de acumulación del capital y alimentar la crisis perpetua del capitalismo. Hoy en día, como en los 30, la gente está cansada de vivir en medio de una catástrofe permanente ante la cual las élites no hacen nada, y se está decantando por locos que le ofrecen soluciones, mientras aceleran su camino al matadero. 

La izquierda debe aprender de lo que pasó el martes. No es cediéndole el terreno discursivo a los liberales, sino reapropiándonos de las agendas y las palabras y radicalizando nuestras luchas, que vamos a volver a contar con el poder de articulación del que alguna vez gozamos. Si queremos brindar soluciones a la crisis ecológica, económica y social de nuestro tiempo, no debemos mirar hacia una oficina en Wall Street o un think tank lleno de economistas uniandinos, sino hacia el ecologismo de izquierda, los feminismos y las reivindicaciones de los trabajadores. De lo contrario, nos arriesgamos a jugar un juego en el que la ultraderecha, con sus soluciones simplistas y macabras, siempre tendrá las de ganar. Nos arriesgamos al colapso de la Tierra y la civilización. 

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Felipe Uribe Rueda

antropólogo y analista político


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