El 7 de octubre llegó el último panfleto amenazante dirigido a las autoridades indígenas del Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC). Circuló por WhatsApp. Con nombre propio, les acusan de “haber perdido su rumbo” y de “hacer propaganda a favor del ‘enemigo’”, es decir, el Estado. Lo firman las disidencias de las FARC (específicamente el Comando Coordinador de Occidente, que se compone por la columna móvil Jaime Martínez y la Dagoberto Ramos), que actualmente se disputan el control del norte del Cauca.
Como ésta, son cientos las amenazas que circulan en las redes sociales en contra de líderes sociales y étnicos en los territorios. Casi siempre les dan pocas horas para salir del territorio, so pena de sufrir atentados y asesinatos. Y casi siempre, llegan por números desconocidos a través de Whatsapp cuando están dirigidas a nombres específicos o por perfiles anónimos de Facebook.
“Circulan constantemente. Casi que todos los días tenemos una amenaza nueva”, dice Yoani Yule, líder indígena de Caloto, Cauca y uno de los integrantes del equipo político del CRIC. “No sólo por redes, también son llamadas y panfletos de papel. A mí me han llegado a llamar en varias ocasiones para amenazarme. Pero en el último tiempo, las redes se han convertido en la forma más fuerte en que mandan todo esto”, asegura.
Son amenazas que buscan extender el control de los grupos armados ilegales en distintas regiones de Colombia, y que logran difundir terror y causar profundas afectaciones a la salud mental de quienes las enfrentan de manera directa.
Yule dice que “como pueblo hemos aprendido a convivir con ellos, con la guerra y la ocupación de nuestros territorios”, aunque esto implique sobrevivir bajo un régimen de terror que modifica todas las conductas cotidianas: “A movernos sólo de día para evitar que nos maten y a andar siempre acompañados. Pero vernos siempre rodeados por amenazas es algo que nos afecta profundamente”.
Los armados y las redes
Kyle Johnson, co-fundador e investigador de la fundación Conflict Responses (CORE), considera que el uso de redes sociales ha permitido que los grupos armados tengan un impacto más amplio en los territorios, que permeen más espacios y afiancen su poder local.
Aunque no es un fenómeno nuevo, con las redes “los mensajes se están moviendo con mucha mayor efectividad, lo que permite que cuando un actor quiere imponer una nueva orden, o dar un nuevo comando, las acciones serán mucho más rápidas”, asegura.
Ocurre con las disidencias de las Farc en el Norte del Cauca, en el Catatumbo y Arauca, y con el ELN en Chocó. Sin embargo, según Johnson, el uso de las redes por parte del ELN ha disminuido tras la muerte de alias Uriel, quién era el rostro más visible de la organización hacia afuera.
“Uriel era clave para mandar ciertos mensajes. El ELN tiene una revista semanal, tiene Telegram, tiene muchos medios de comunicación en todo el país. Sin embargo, él como figura mediática era clave para hacer visibles varios asuntos de la organización, aunque muchas veces dijo cosas desacertadas, sobre las que no debía comentar, él sí tenía una entrada a medios que el ELN aún no ha logrado recuperar en su totalidad”, dice el experto.
Difundir amenazas para instaurar una imagen de poder sobre el territorio que ocupan, dice Johnson, no es el único uso que les dan estos grupos ilegales a las redes. También las emplean para enviar “mensajes positivos” sobre la organización cuando ingresan a un territorio, como hace el Semanario Insurrección del ELN, en la que por medio de caricaturas y ensayos comunican acciones comunitarias.
Así mismo, tienen grupos de Facebook, de Telegram, e incluso, Core ha documentado el uso de podcasts en los que narran sus incursiones en nuevos territorios y las acciones que adelantarán en cada lugar: “los grupos han abierto espacios que les permiten acercarse de distintas maneras a las comunidades para mostrar que su presencia puede ser beneficiosa. Estos ejercicios los hacen, principalmente, grupos de las disidencias y frentes del ELN. Es un fenómeno que estamos estudiando constantemente para entender bien sus alcances”.
A Yule, mayor indígena del CRIC, le preocupa, además de las amenazas, que las redes se han vuelto un mecanismo para reclutar jóvenes. Dice que hoy es común ver que muchos se marchan de los territorios influenciados por mensajes que reciben por redes y que muestran a los grupos como opciones de vida viables.
De hecho, la Fundación Pares aseguró que desde el año 2020 se ha registrado el reclutamiento de más de 100 menores de edad en el Norte del Cauca, principalmente, indígenas y campesinos que han partido a formar parte de la Columna Móvil Dagoberto Ramos.
“Nuestros jóvenes ven sus territorios invadidos por mensajes de estos grupos. Su presencia está en todos los lugares y eso lleva a que nos sintamos siempre acorralados por una guerra de la que no queremos hacer parte”, asegura Yule.
Los impactos en la salud mental
Hace un mes, el 19 de septiembre, fue asesinado el comunero José Lisandro Cayapu en Caldono, Cauca. Durante días circuló por Whatsapp la foto de su cadáver, tumbado en el suelo y rodeado de sangre con un tiro en la cabeza, al lado de la moto en la que se movilizaba. Fue el comunero número 43 en ser asesinado en Colombia durante 2021, según lo denunció la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC).
Imágenes como ésta se han vuelto reiterativas en otros lugares del país como el bajo Cauca antioqueño. El efecto es adverso: para quienes no viven en esos territorios, la consecuencia de verlas suele ser la naturalización de la violencia y la indiferencia. Se construye un efecto de deshumanización, como lo reportamos en esta entrevista, que nos anestesia ante la violencia.
“En los últimos años la exhibición de contenido violento (no ficticio y muchas veces en tiempo real), ha aumentado tanto que alcanzamos niveles sustanciales de desensibilización: ya no aterra como antes ver a otro ser humano sufrir”, dice Juliana Puerta, psicóloga encargada del área de salud mental para Médicos Sin Fronteras en Colombia.
Pero, no ocurre lo mismo cuando esas imágenes que circulan involucran a conocidos de la víctima o personas cercanas a los territorios donde suceden estos hechos. La persona que se ve afectada directamente no puede ignorar la amenaza, tampoco la imagen, porque el peligro es directo.
Como contamos en esta historia, el Chilling Effect ocurre cuando el miedo a hablar es tan fuerte que lleva a la autocensura. Y la autocensura viene sumida en el silencio. Lo vimos en casos como el del Triángulo de Telembí, que hace unos meses sufrió el desplazamiento de más de 8000 personas y que ocurrió durante más de 4 meses antes de que la información se conociera a nivel nacional.
En este contexto de amenaza permanente que impacta la vida privada afloran los sentimientos de inseguridad e impotencia, entre otros. Ser receptores directos de amenazas constantes causa afectaciones muy fuertes tanto a la salud física como a la mental.
Ella explica, también, que estas reacciones varían de acuerdo a la cohesión social preexistente que tenga la comunidad, los recursos de apoyo institucional y el tipo de incidentes violentos que hayan experimentado: “en términos generales, las amenazas e imágenes explícitas generan reacciones de rabia, tristeza, impotencia, y una sensación de inseguridad vital que se traduce en desconfianza en el mundo, en el futuro y en las personas”.
También puede llevar efectos mucho más difíciles de sobrellevar: “cuando las imágenes y videos amenazantes circulan abiertamente, a los impactos ya mencionados se añaden la sensación de pérdida de intimidad, vergüenza y soledad. Éstos naturalmente aumentan en la medida que la circulación se amplía», pues los sujetos involucrados se sienten señalados y acorralados.
La violencia permea todo, invade la vida pública, claro, pero también la privada. Y al invadir la vida privada, los efectos para la salud física y mental pueden ser profundos y muy preocupantes: “la severidad del impacto depende de diversos factores, y para personas con exposición prolongada al conflicto, el impacto de las amenazas puede desencadenar problemas gravísimos de salud, incluso llevar a la muerte por suicidio”.
Ante esta situación, organizaciones como Médicos Sin Fronteras adelantan jornadas de primeros auxilios psicológicos que, brindandos a tiempo, permiten disminuir la afectación sobre la salud mental. Pero el efecto es momentáneo, son acciones de emergencia que dadas sus limitaciones no permiten dar un seguimiento continuo de atención al trauma. Y en territorios en los que la violencia no cesa, la eficacia de una atención a la salud mental termina siendo ineficaz, pues no se puede dar suficiente continuidad a los posibles tratamientos.
El Mayor Yule asegura que la realidad diaria de sentirse asediados por el conflicto armado, incluso dentro de sus territorios y sus hogares, los ha llevado a buscar desarrollar estrategias que les den algo de tranquilidad por medio de diálogos, entre ellos, otras comunidades del Suroccidente y actores de cooperación internacional, para desescalar la violencia que se ha tomado al Cauca.
“Tener que desarrollar estrategias para sobrevivir en el territorio propio es algo muy difícil”, dice Yule. “No tener tranquilidad ni siquiera en su hogar no es posible, porque vemos a nuestros compañeros cayendo casi todos los días. Por eso, continuamos trabajando en fortalecer mucho más el tejido social de nuestro pueblo que es lo que nos ha permitido sobrevivir todo este tiempo”.