Parece un palo de escoba pero nadie lo usa para barrer.
Ledys Sanjuán Mejía lo pasa de mano en mano, de arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba, sin detenerse: sin equivocarse. Lo persigue con la mirada todo el tiempo. Practica diez movimientos distintos, todos los que conoce. Cada movimiento es un golpe en potencia, un ataque potencial.
El palo de escoba es en realidad un arma de combate de las artes marciales y puede infligir daño con cada extremo. Se llama bastón largo y es tan eficaz que sirve, al mismo tiempo, para bloquear, contraatacar o protegerse de un posible agresor.
Agresor, en este contexto es un sustantivo masculino.
Ledys con gafas y el cabello teñido de azul parece cómoda. Es claro que lleva dos años entrenando. Tiene 29 años y es una sobreviviente de violencia sexual. Además del bastón domina armas como los nunchaku, la sombrilla y la bufanda y es experta en llaves, puños, patadas y escapes.
“Me da seguridad. Nunca he tenido una pelea, pero he utilizado mi fuerza y mi voz”, dice, sin dejar de mover el bastón. Se refiere a que en la calle no le da pena llamar las cosas por su nombre cuando se siente agredida: “Me estás acosando”. “Me estás cogiendo el culo”. “Estás invadiendo mi espacio personal”.
No siempre fue tan directa; la defensa personal le quitó el miedo. Junto a otras siete chicas aprende artes marciales en La Escuela de la profesora Catalina Carmona en Teusaquillo. Entrenan dos técnicas diferentes: hapkido y kung fu. Dicen que validan la violencia como un mecanismo de autocuidado ante situaciones de acoso y agresión sexual.
Las clases comienzan con un ejercicio de catarsis. Mientras calientan los músculos, las chicas conversan sobre su estado de ánimo y sus días. Todas escuchan, aconsejan y ríen como amigas.
“Es importante saber cómo están. Por ejemplo, alguna llega estresada y no quiere que la toquen. Entonces se respeta su espacio”, explica la instructora.
Luego de “vomitar las emociones” arranca el entrenamiento individual de 60 minutos. La lección de hoy es aprender a usar los nunchaku: dos palos de espuma unidos por una cadena corta, una versión inofensiva de los que utilizaba Bruce Lee en sus películas. Lo lanzan y atrapan. Se enredan cuando lo sostienen por la punta. Cada extremo mide entre 30 y 38 centímetros. Tratan de agarrarlo por el centro. Lo suben y bajan. El codo está a la altura del hombro y la mano, lo más cerca posible a la axila. Repiten movimientos circulares; solo se escuchan eslabones metálicos.
Aunque los nunchaku no son un arma de fuego ni un arma cortopunzante, tiene el poder de la intimidación. Permite hacer llaves y hasta estrangulamientos. Un golpe en la clavícula o en los genitales te puede dejar en el suelo.
Paula Linares tiene 21 años y apenas ha cursado cuatro clases. Esta es la primera vez que lanza un nunchaku. Es integrante en La Escuela desde que realiza una práctica laboral en la Casa de Igualdad de Oportunidades en la Secretaría de la Mujer de Bogotá.
“Me motivó ver que la violencia es más común de lo que una piensa. Está invisibilizada y el riesgo es permanente, cualquier persona puede ser víctima. […] En espacios como estos una empieza a conectar con el cuerpo, que siento que es muy difícil porque no estamos acostumbradas”, dice la estudiante de psicología, que describe la defensa personal como una exploración física y emocional.
Las mujeres han configurado estrategias para evitar ser violentadas. Es una rutina diaria que restringe su propia libertad: piensan por dónde van a caminar, cómo se van a vestir y a qué hora regresarán.
Si en alguna ocasión las chicas dijeran que no pueden hacer un movimiento del arte marcial, Carmona asegura que entonces deberían hacer 10 flexiones de pecho como castigo. Durante las sesiones está prohibido que digan este pensamiento porque es la excusa perfecta para no intentarlo. La profesora con 10 años de experiencia sugiere que pueden decir: “No lo he logrado, no he podido, se me dificulta, no entiendo. La idea es sacarnos de la cabeza la frase que todo el mundo nos ha dicho. Muchas veces cuando dicen ‘no puedo’, en los próximos dos intentos lo logran”.
La crianza de Natalia Torres Castro fue distinta porque su papá siempre le repitió que era capaz de hacer todo lo que quisiera. A sus siete años quería ser karateca y la complacieron. Desde ese momento se convirtió en una niña atlética y fuerte. Un día en el colegio uno de sus compañeros la retó:
—¡Las niñas no hacen karate! ¡Tú no eres fuerte!
—¡Obvio que sí!
La respuesta incluyó un puño en el estómago y le sacó el aire. Demostró su fuerza, pero una maestra la regañó: “Pareces un niño”. Un niño, le dijo.
Natalia todavía se acuerda de ese momento a pesar de que han pasado 17 años. “Me puse a llorar y desde ahí nunca más usé mi fuerza”. Aunque continuó entrenando lucha japonesa hasta su adolescencia, reprimió su poder físico. “Me daba miedo usar mi fuerza porque sabía que podía hacer daño. También, porque si era fuerte no era tan femenina”, asegura.
Hace un año conoce La Escuela. Ha participado en tres sesiones, las suficientes para comprender que siempre ha sido fuerte. Ya reconoce que las patadas o los golpes no son necesariamente para lastimar a alguien, sino para defenderse o defender a otras. Para la politóloga, “la fuerza es bonita. Ser fuerte está bien”.
Castigan cuerpos femeninos
Leydi Timarán Chavarro estaba de pie en el Transmilenio en una ruta hacia el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación, cuando un hombre se tapó la mano con una bolsa y le agarró las nalgas. “Yo hice el escándalo. Lo empujé y le grité: no me toque, me está manoseando. Pero, él se hizo el loco”, cuenta la psicóloga de 28 años.
Natalia también estaba de pie en el Transmilenio, cerca de la Universidad Nacional, cuando sintió que un hombre le metió la mano debajo del vestido y le tocó la vulva. “Le dije ´hijo de puta´ y le saqué el brazo”, dice, aún indignada por el recuerdo de este evento que ocurrió hace un año. Se bajó en la próxima estación, tomó un taxi y regresó a su casa. “Tenía cero ganas de estar en la calle”, asegura.
Ambas chicas —que han tomado clases de defensa personal en La Escuela— coinciden en rechazar cualquier acto violento. Les parece que reaccionando envían un mensaje y una sanción social. Acostumbran ser muy vocales, aunque Natalia admite que después de los acosos siempre llora y a veces hasta vomita.
En Bogotá, como en otras ciudades de América Latina, está normalizada la violencia que sufren las mujeres. Escuchan silbidos y comentarios sobre su aspecto físico. Reciben miradas lascivas, gestos obscenos y actos de exhibicionismo. Son perseguidas e intimidadas. Estas prácticas sexualizadas y de transgresión al espacio personal muestran que muchos hombres sienten autoridad sobre el cuerpo de las mujeres, a quienes ni siquiera conocen.
“Los hombres con una construcción de masculinidad hegemónica son el prototipo del acosador”, explica Natalia Giraldo Castro, socióloga e integrante en el colectivo No Me Calle, una organización feminista y bogotana contra el acoso callejero.
“El otro día un señor en la calle me cogió por el cuello y me atracó. Quedé harta de pánico y pensando que cualquier hombre puede agarrarme. Mi sensación fue que soy un cuerpo tomable, y que en realidad todos los hombres son dueños. Las mujeres no solo somos cuerpos violables y matables, sino también agarrables”, cuenta Emilia Márquez, antropóloga en la organización de derechos humanos Temblores.
Cuando transitan la ciudad son dominadas y castigadas. Ante esta situación las mujeres han configurado estrategias para evitar ser violentadas. Es una rutina diaria que restringe su propia libertad: piensan por dónde van a caminar, cómo se van a vestir y a qué hora regresarán. Si será un lugar seguro e iluminado. Si estarán solas o acompañadas.
Un 65 % de las mujeres mayores de 15 años se siente insegura en la ciudad, según la Encuesta de Convivencia y Seguridad Ciudadana realizada en el 2016 por el DANE. Mientras, 64 % de las personas entrevistadas en 28 ciudades, informó sentirse insegura en el transporte público, incluyendo paraderos y estaciones.
“El espacio público reproduce la ideología masculina y, por lo tanto, dificulta el desplazamiento de los cuerpos femeninos”, explica Juliana Toro Jiménez, antropóloga y productora en el 2015 del documental Mujeres, a la calle sobre el acoso callejero en Medellín.
Reaccionan hacia al acosador de distintas formas. Lo ignoran, bajan la mirada, apresuran el paso. Se protegen con gas pimienta. No existe una forma adecuada o incorrecta de responder porque, en palabras de la activista Giraldo Castro, “no es tan sencillo expresar la rabia. Lo primordial es cuidar la seguridad propia”.
Si nuestro riesgo es tan alto por qué critican que usemos la violencia como defensa. Si me van a violar y me puedo defender pues lo hago, es mi derecho
Ante la impunidad, defensa feminista
En Colombia el acoso sexual es un delito castigable con una pena máxima de tres años en cárcel desde el 2008 con la Ley 1257. Si alguna persona es víctima, puede llamar a la policía y radicar una denuncia. “La ruta siempre será detener a la persona agresora y llamar a la policía, obviamente, sin que la víctima se ponga en riesgo”, advierte la abogada Adriana Rincón Martínez de la Red Nacional de Mujeres, una alianza entre más de 50 organizaciones en el país.
Si el delito ocurre en la calle es importante que se identifique el espacio y se observe si hay cámaras de seguridad. Si es en el transporte público, se necesita el apoyo de los pasajeros para retener a la persona agresora. En ambos escenarios, la víctima debe recopilar datos personales de testigos y de la policía porque son evidencia, y debe recordar que su testimonio es una prueba.
Rincón Martínez explica que si recibiera alguna agresión física, se puede defender con su cuerpo. Pero, en los mismos términos que recibe la agresión. Porque, explica, “si le dan una nalgada y ella le parte un brazo, estaría rompiendo la proporcionalidad de la legítima defensa y, entonces, sería peor porque la podrían denunciar”. Recomienda que la víctima solamente se defienda para protegerse.
En la última década se han registrado en la ciudad de Bogotá 1,071 denuncias de acoso sexual en el espacio público y 73 durante este año hasta marzo, según datos de la Policía Nacional obtenidos vía derecho de petición. El problema es que el 98 % de los casos queda en la impunidad, señala la abogada.
“Si 100 personas son acosadas, 20 son judicializadas y solo una va a condena”, aproxima.
En este ambiente de impunidad generalizada, fueron varios casos los que ayudaron a que el tema llegara al debate público.
En el 2006, un hombre en bicicleta le tocó las nalgas a una chica que salía de su casa y fue condenado a 4 años en prisión por acto sexual abusivo, pero luego la Corte Suprema anuló dicha sentencia y lo procesó por injuria, un delito contra la integridad moral. Hace un año otro hombre tocó la pierna y las partes íntimas a una estudiante que estaba sentada en el bus y cargaba en sus brazos a una niña, siendo condenado a 12 años y 9 meses de cárcel por acceso carnal violento. A inicios de este año, en febrero, capturaron a otro hombre que intentó bajarse los pantalones y rozar con sus genitales a una joven que viajaba en el bus.
Sin embargo, estos casos son una excepción. Por eso, la defensa personal se ha convertido en una estrategia.
En septiembre del 2016 Catalina Carmona, cinturón negro en hapkido y kung fu, fundó La Escuela porque quería que las mujeres se sintieran seguras y tranquilas al transitar por la calle. Cuando comenzó a enseñar descubrió dos cosas: que muchas de las participantes eran víctimas de acoso o agresión sexual, y que todas estaban interesadas en prevenir estas formas de violencia.
En Bogotá hay otros espacios donde las mujeres aprenden autoprotección. Las Crisálidas en el barrio Samper Mendoza, por ejemplo, desarrollan estrategias desde el teatro y el hapkido. Las Policarpas en Suba desde el acondicionamiento físico y el baile, y la Escuela Rosa Elvira Cely en Teusaquillo desde el kick boxing. Su nombre es en memoria de una mujer que en 2012 fue violada brutalmente en el Parque Nacional y tras varios días hospitalizada falleció.
“Nosotras corremos riesgos en todos los contextos de la vida: en la calle, la casa, el trabajo, la fiesta. Somos absolutamente vulnerables por violencia de género. Entonces, si nuestro riesgo es tan alto por qué critican que usemos la violencia como defensa. Si me van a violar y me puedo defender pues lo hago, es mi derecho”, dice la instructora.
A Carmona le cuestionan promover esta conducta en un país que trata de construir la paz, pero ella responde con franqueza: “La agresión es cuando invaden el cuerpo con intención de dominación y la violencia es la defensa del cuerpo como territorio”.
“Yo no reproduzco la violencia en Colombia, al contrario. Doy herramientas para que las mujeres se cuiden si les pasa algo”, asegura.
***[N. de la E.: Esta nota se produjo en la clase Reportajes de la Maestría en Periodismo de la Universidad de los Andes]