[Suicidio indígena] La otra cara de los suicidios en el Vaupés

Aunque las comunidades del Vaupés han cargado con el sello de vivir en el departamento con la tasa más alta de suicidios de Colombia, hay esfuerzos por cambiar esa situación. En una comunidad, los pactos sobre el consumo de alcohol y brigadas lideradas por los mayores ayudaron a reducir las muertes. Ahora tienen el reto de atender lo que parece imposible: la erosión de su cultura.

por

Sergio Silva Numa


18.09.2023

Editor: Lorenzo Morales Fotografía: Miguel Winograd Producción general y video: Pedro Samper Producción de campo: Javier Gómez

Empecemos esta historia con un mapa. Basta un vistazo para entenderlo. 

Los triángulos verdes simbolizan casas de familias. Los círculos amarillos que están sobre esos hogares indican que allí hubo miembros que intentaron suicidarse. Los azules, que hubo personas con ideaciones suicidas, y los rojos, que alguien se quitó la vida. Eso quiere decir que de las 34 casas que formaban este “vecindario”, el suicidio ha rondado en la mitad. 

Gráfica de El Espectador.

El mapa es de una comunidad de indígenas llamada Murutinga, a unas dos horas por trocha de Mitú, la capital de Vaupés. Cuando Camila Rodríguez y varios de sus colegas lo elaboraron en 2013, junto a los habitantes de aquel lugar, quedó en shock. “No podíamos creer lo que estábamos viendo”, recuerda. “Era fuertísimo. No teníamos muy claro lo que teníamos que hacer y era la primera vez que Murutinga se enfrentaba a esa situación”. 

Como médica e integrante de la ONG Sinergias, Rodríguez, máster en Salud Pública de la U. de Washington y especialista en atención en contextos interculturales, ha recorrido el Vaupés desde hace unos 10 años. Conoce bien sus caminos de ríos y los vericuetos de la selva. Cuando llegó esa vez a Murutinga para hacer otra campaña de salud materna, los líderes la sorprendieron. La epidemia de suicidios que, creían, bajó desde Yavaraté, en la frontera con Brasil, había tocado sus puertas y necesitaban ayuda porque no entendían lo que estaba sucediendo. El suicidio ya era un tema de conversación frecuente en ese departamento, pero en Murutinga se les estaba saliendo de las manos. 

“Y no teníamos ni idea de qué hacer”, dice ahora, en un español pausado, Gregorio López, de 58 años y uno de los pocos sabedores de la comunidad, mientras fuma un cigarrillo pierlroja. 

Murutinga es un sitio aislado al que no llega casi nadie que no tenga algún arraigo.  Aún hoy es un caserío atravesado por una carretera polvorienta que unos kilómetros más adelante desemboca en la tupida selva. Las 58 familias de sirianos, desanos, guananos, cubeos, barás, barasanos, makunas, tuyucas y tukanos, por mencionar algunas de las etnias que se han mezclado allí desde hace cinco décadas, no tienen agua potable. Recogen agua lluvia en tanques de 500 litros.  Solo un par de casas tienen luz de la red pública. Para cocinar usan leña. 

A diferencia de lo que está sucediendo en varias comunidades del Vaupés, que cargan con el sello de estar en el departamento con la tasa más alta de suicidios de Colombia, lograron  frenar esas muertes. “Después de años tan difíciles, por fin, estamos descansando”, añade López.  

¿Cómo un cacerío en el que casi en cada casa había alguien ideando, intentando  o cometiendo un suicidio, logra pausar la llamada “epidemia de las cuerdas”, como empezaron a llamarla en el departamento? ¿Por qué, cuando preguntan por un caso de éxito, en medio de la tragedia, quienes trabajan en el Vaupés mencionan a Murutinga?

Para comprender esa historia es inevitable asomarse a la tragedia. Un par de gráficas la resumen mejor. La primera es la tasa de suicidios ocurridos en Vaupés en los últimos siete años. Es notable la diferencia con la de Colombia (los datos de 2020 y 2021 están distorsionados por la pandemia).

Gráfica de El Espectador adaptada por Cerosetenta.

La segunda muestra los grupos donde más han ocurrido casos de suicidio. La mayoría son jóvenes entre los 19 y 26 años; también hay un buen porcentaje de menores de edad. 

Gráfica de El Espectador adaptada por Cerosetenta.

En Murutinga el tiempo pasa diferente y nadie lleva las fechas exactas de las cosas. Pero el caso de Miguel Betancur —para algunos, el primero en suicidarse— ocurrió el 25 de diciembre de 2011. A eso de las 3 a.m. se ahorcó.  Su hermana lo encontró en “un tronquito; completamente tieso”. Estaba ebrio. Después, lo siguieron Moisés y Raimundo Gómez, de 22 años. Ambos eran hermanos de Javier, el actual capitán, algo así como el alcalde de una “ciudad”.

Tiempo después, Javier, un hombre menudo, lampiño y de bozo fino, también intentó quitarse la vida. Ese día se había coronado campeón de fútbol en la comunidad vecina de Villa Fátima. La celebración terminó en una borrachera con Corote, una cachaza brasilera. Ebrio, se puso un guindo al cuello y se colgó de un palo. Dice que vio a un demonio de 2,5 metros y a la virgen María. “Ella me dio un cetro para quitarme la soga del cuello, pero no pude por falta de fe”. Era 13 de mayo de 2013; lo descolgaron a tiempo.

Detener el suicidio

Cuenta Gregorio López que cuando la epidemia de las cuerdas se les empezó a salir de las manos, una de las recomendaciones que le dio el equipo de Sinergias fue crear un equipo de vigilancia comunitaria para monitorear la situación y descubrir qué podía estar causando esa tragedia. Lo integraba una mujer, el profesor de la escuela, el líder de juventud, el capitán (Javier) y Gregorio, el sabedor. 

Su tarea era muy sencilla: debían identificar casa por casa a las personas con ideas suicidas o con intenciones de autolesionarse. “Si veía a alguien triste”, recuerda Gregorio, “me sentaba y le hablaba con cariño; lo escuchaba y lo aconsejaba. ¿Cómo se siente? ¿En qué piensa? ¿Cómo está la familia?”. 

Algunos de los más jóvenes, que venían de estudiar en uno de los internados de Mitú, le manifestaban su profunda tristeza por no tener útiles escolares. Gregorio dice que intentaba buscarlos como fuera. Cuando sospechaba que las cosas iban mal, les “hacía prevención” con tabaco en polvo, usado como medicina tradicional por sus abuelos. 

La especialista en Salud Familiar y Comunita, Adelia Prada, y Camila Rodríguez, ambas integrantes de Sinergias, también los entrenaron en primeros auxilios psicológicos y les enseñaron la ruta para notificar un intento de suicidio ante la Secretaría de Salud. En un departamento selvático y remoto, donde el 95% de sus habitantes no tienen acceso a internet, el camino para comunicarse con el hospital era ㅡy esㅡ un radioteléfono y armarse de paciencia. 

La otra estrategia fue aún más simple. Los líderes de Murutinga empezaron a establecer acuerdos antes de cada fiesta. “Vamos a compartir; no queremos que se emborrachen ni piensen en los guindos”, les decía Javier. Porque los suicidios, como dice Gregorio, siempre ocurren en una borrachera. “Ahí es donde nos toca entrar a controlar porque se exceden con la chicha”. 

Usada como bebida ritual por las viejas generaciones, es difícil encontrar en el Vaupés a una comunidad indígena que no haga chicha, un licor fermentado, de yuca brava (o Manihot esculenta, su nombre científico). Algunos antropólogos sospechan que este tubérculo se ha cultivado en esas tierras desde el año 1000 antes de Cristo. Javier, el capitán de Murutinga, tiene una buena analogía para explicar su valor: “Aquí es como la plata. El que no tiene yuca brava, no come”. 

Pero su uso como bebida ritual por las viejas generaciones se ha perdido y ahora se consume de forma recreativa. Es un trago hecho en casa, barato y siempre disponible. Como cuenta Pablo Montoya, médico y director de Sinergias, pasó de ser uno de los elementos con los que los payés se comunicaban con los “dueños de la naturaleza” ㅡjunto a la coca y el tabacoㅡ a ser una bebida que está causando estragos en la vida de las comunidades.

No hay nadie que al hablar sobre la chicha, servida en cuyas de más 300 mililitros, trate de ser precavido. No quieren estigmatizarla porque es un camino para transmitir conocimientos y fortalecer lazos de amistad, pero saben que algo no está bien con su consumo excesivo como tampoco con el abuso de otras bebidas alcohólicas que han ganado  popularidad, como el guarapo o el guarapo macho, otro destilado casero, hecho a partir de caña.

A la par que las 256 comunidades del Vaupés estrecharon su contacto con quienes llaman los “blancos”, se expandió su fabricación. El guarapo macho es tan fuerte, dicen, que en diez minutos un mal bebedor puede estar completamente perturbado. Para Reynel Ortega, un payé -es decir, un “gran sabedor”- que vive en Mitú, pero hace curaciones en la región del Pirá, más cerca de Brasil que de Colombia, el efecto se puede sintetizar en una frase: “corta la sangre y duerme el cerebro”. 

El abuso del alcohol se ha convertido en un asunto tan preocupante que algunas mujeres lideresas de Vaupés se unieron para crear un “instructivo” en el que advierten qué pasa cuando se desborda la toma de chicha. En el “chichómetro”, como lo llamaron, muestran cómo afecta los diferentes órganos del cuerpo y establecen una escala de riesgo. En todos los “niveles” de riesgo siempre sale a flote el suicidio (ver imagen). 

Gráfica de El Espectador adaptada por Cerosetenta.

Por eso, si había un acuerdo que podía cambiar el rumbo de aquellas muertes en Murutinga, tenía que ver, primero, con hacer pactos en torno al alcohol. Lo difícil ahora es rescatar algo que se les está diluyendo con el paso del tiempo y que no saben cómo resolver: su cultura. 

“Ya no nos quedan payés”, señala Gregorio. “No hay un solo joven que quiera ser payé, que es el más sabio; quien protege y previene las enfermedades. Es el único que puede curarlas. Yo sé hacer danzas, toco el carrizo, pero ni eso quieren aprender. Aquí tenemos solo uno, Tomás, pero los jóvenes ‘civilizados’ que llegan del colegio están más preocupados por el celular y la televisión. Se nos acabaron los payés. Y eso está destruyendo todo”. 

Carlos Rodgríguez, PhD en Ciencias Naturales de la Universidad de Ámsterdam y quien durante unas cuatro décadas ha tratado de divulgar y promover los saberes tradicionales de las comunidades de la Amazonía, cree que perder ese conocimiento significa una verdadera tragedia para todos. “Hay que hacer todos los esfuerzos por fortalecer la transmisión de esa cultura entre las generaciones; no podemos perderla”, dice desde la sede en Bogotá de Tropenbos, la ONG que dirige. 

Como escribió él hace un tiempo en El Espectador, “las ancianas y ancianos son fundamentales en las comunidades indígenas. Cuando perdemos a un anciano perdemos una biblioteca, se pierde una maestría, una tradición y una cultura”. 

Si desaparece esa figura, añade Montoya, la sociedad queda coja.

Otra rareza del Vaupés

A la primera llamada, el psiquiatra Juan David Páramo, especialista en Salud Mental Comunitaria y profesor de la Universidad Javeriana en Bogotá, se niega a dar entrevistas. No todos quieren a los periodistas en Mitú. Después de que se popularizara la idea del departamento con la tasa más alta de suicidios, varios han ido a recopilar historias. Para algunos de sus habitantes, la sensación es que quedaron varios titulares que los rotulaba como el departamento con más suicidios del país, pero muy pocos ayudaban a entender las razones daban luces sobre cómo enfrentarlo. 

Pero Páramo cede. Quiere explicar que la realidad de Vaupés, aunque sigue siendo inquietante, ha mejorado. Mientras hace diez años, el único hospital del departamento ㅡel Hospital San Antonio de Mitúㅡ tenía apenas un psicólogo para sus más de 51 mil kilómetros cuadrados, un tamaño equivalente a 31 “bogotás”, hoy hay tres psicólogas clínicas, dos psicólogos comunitarios, y servicios de psiquiatría casi de tiempo completo. Páramo, contratado luego de la sentencia de la Corte Constitucional (la T 357 de 2017) que ordenó a todo el departamento mejorar la atención en salud (y en salud mental), se rota con un colega para atender pacientes 20 días del mes en Mitú. 

“Revise qué otro departamento de la Amazonía tiene un servicio similar”, sugiere. “No lo va a encontrar”. Basta un vistazo a la base de datos del Ministerio de Salud para confirmar su diagnóstico.

En 2014, cuando visité Mitú para investigar las primeras alertas por los suicidios, también había una Gobernación que, con dos personas encargadas de asuntos de “Convivencia social y salud mental”, chapaleaba para poder entender lo que sucedía. Hoy hay cuatro y una de ellas tiene un cargo llamativo: “referente para suicidio”. Luego de la pandemia, crearon un “equipo de respuesta inmediata” para reaccionar ante eventos de salud mental. Claro, “inmediato” en un departamento donde un vuelo a una comunidad lejana puede valer $2,5 millones, depende de en qué tan buenas condiciones esté el bolsillo de la Secretaría de Salud. El pasado 21 de julio, por ejemplo, les llegó la alerta por  seis casos de intento de suicidio en Tapurucuara, a unos siete minutos en avioneta, pero fue imposible viajar. No pudieron, por el momento, atenderlos.

La pregunta, en este punto, es ¿por qué, pese a esfuerzos institucionales, continúa existiendo una alta tasa de suicidios? Una parte de la respuesta, aseguran desde el equipo de Sinergias, está en que los actores que juegan un papel en la salud mental están tratando de hallar soluciones por separado en vez de encontrar una salida conjunta. 

Otra parte, responde Johana Guevara, gerente del hospital de Mitú, tiene que ver con el trabajo que nos cuesta a los periodistas leer las cifras: “¿No será que tenemos más casos porque hacemos más presencia en la zona rural y eso nos ha ayudado a entender mejor lo que está sucediendo?”

La mala noticia es que en la ecuación, dice la doctora Rodríguez, hay cada vez más variables. Una de ellas, el creciente urbanismo. Otra, un poco más preocupante: el consumo de sustancias psicoactivas. 

Llegó el narcotráfico

A Rocío Gómez, líder del grupo de salud mental de la Gobernación, hay varias cosas que le quitan el sueño cuando le preguntan por los suicidios. La más reciente tiene que ver con los casos de adolescentes que consumen marihuana, bazuco o cocaína. Si bien, añade, han detectado más en la parte urbana de Mitú, ya han registrado casos en las comunidades rurales. Al ser el Vaupés una vía para llevar drogas ilícitas de Colombia hasta Brasil, en la Gobernación sospechan que los traficantes están pagando a los más jóvenes con droga. Así, intuyen, los “enganchan” y  alimentan el microtráfico.

La situación la expuso el Secretario de Salud ante el Ministerio de Defensa y las Fuerzas Armadas en febrero de este año, inquieto por lo grave de la situación en la frontera con Brasil. En su respuestas, el Ejército reconocía la “inexistencia” de tropas en ese lugar por, entre otras razones, “las condiciones topográficas y climáticas” y la estrechez de la pista de aterrizaje. Para la Armada también era imposible llegar debido a los “raudales”. 

“El error en Vaupés es que siempre le achacan los temas de suicidio a la salud pública, pero la salud aquí es lo de menos”, apunta Pablo Montoya. “Podemos volcarnos a robustecerla, pero continuarán los problemas de base”. Dicho en términos de Páramo, si los desafíos del departamento fueran un iceberg, el suicidio apenas sería la punta. 

¿Qué hay más abajo? Un artículo que publicó la Revista Colombiana de Psiquiatría en 2021 daba algunas pistas. Encabezado por el médico y antropólogo Pablo Martínez, hacían una lista de sus hallazgos tras entrevistar a autoridades tradicionales, pobladores y funcionarios de Vaupés. Entre ellos, mencionaban un “profundo proceso de aculturación” que estaba causando mayor interés por residir en el casco urbano, mayor consumo de alcohol destilado, deterioro de redes familiares y violencia intrafamiliar. Escasez de oportunidades y dificultades para subsistir en esos contextos foráneos eran otros de los factores que mencionaban. La combinación parecía “remover” la identidad y, en parte, por eso, recomendaban trabajar más con las autoridades tradicionales.

En términos un poco más académicos, podía leerse como “la anomía social” que Émile Durkheim, uno de los padres de la Sociología, popularizó en 1897 en uno de sus libros más célebres: El suicidio. Se trata, dijo, de “un estado donde los valores tradicionales han dejado de tener autoridad, mientras que los nuevos ideales, objetivos y normas todavía carecen de fuerza (…) Cada individuo o cada grupo buscan por sí solos su camino, sin un orden que lo conecte con los demás”. 

La “muerte cultural” lo había llamado otro grupo de psiquiatras de la Universidad Javeriana en un artículo en el que hicieron una revisión de los estudios sobre suicidios en indígenas de América Latina. El equipo liderado por la psiquiatra Zulma Urrego Mendoza, profesora de la facultad de Medicina de la Universidad Nacional, hizo un ejercicio similar. Luego de examinar todas las publicaciones entre 1993 y 2013 relacionadas con suicidios indígenas, concluyó en 2018 que los jóvenes en territorios con pocos recursos y escasas oportunidades, “suelen entrar en conflicto con la construcción de su identidad, alteran su balance y armonía, y pueden enfermar, o morir por suicidio”. 

En su ecuación, el problema no tenía mucho que ver con la salud. Había procesos económicos, como la producción agroindustrial, la deforestación y la contaminación; y procesos políticos y culturales como “la imposición de nuevas formas de concebir el mundo”. También mencionaba otro que no podía apartar de la fórmula: la educación. 

Para ella y el resto de autores, los internados (o “residencias escolares”, como se llaman oficialmente) que aún existen en comunidades amazónicas como las del Vaupés han implicado un “proceso destructivo” relacionado con los suicidios. “Es un mito que estigmatiza a estos lugares”, aseguran desde el Ministerio de Educación. 

En el grupo de estudiantes de uno de las dos residencias que hay en Mitú, llamado la Escuela Normal Superior Indígena María Reina (Enosimar), el suicidio más reciente se presentó el semestre pasado (aunque no fue dentro de las instalaciones). Plinio Restrepo, su rector, recuerda que fue una joven de unos 20 años, que tenía una hija. La coordinadora académica recuerda otro: el de una niña de 12 años. 

Luis Peña Pérez, director del Internado Rural de Murutinga, no olvida uno más: un estudiante de 14 años, al que quería como si fuera de su familia. “No estoy preparado para estas situaciones”, dice. 

Se para; hace calor. Es hora de volver a clase con los hijos de Javier, el capitán. Esta noche pasarán en familia horas frente al televisor para repetir, por enésima vez, la película animada La era del hielo 3.

*Este es el segundo capítulo de una serie sobre suicidio, medicina tradicional y salud mental en las comunidades indígenas de la amazonía colombiana.

Una Colaboración de:

Cerosetenta

La Silla Vacía

El Espectador

El País América Colombia

Con el apoyo del Rainforest Journalism Fund (RJF) en alianza con el Pulitzer Center

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Sergio Silva Numa


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