Sobre el nada discreto encanto del carriel y nuestra burocracia patrimonial

¿Qué hay detrás de las leyes como las que pretenden declarar el Carriel Antioqueño como patrimonio? Para dos expertos, un yacimiento político que enriquece simbólicamente a quién tramita y gestiona la iniciativa, no a la cultura.

por

Manuel Salge Ferro y Luis Gonzalo Jaramillo E.

Observatorio del Patrimonio Cultural y Arqueológico OPCA, Universidad de los Andes


24.06.2020

Hace unas semanas y ante la coyuntura de la pandemia se hizo noticia el trámite de un proyecto de ley que busca reconocer el Carriel Antioqueño como Patrimonio Cultural de la Nación. El momento en el que se sometió a votación en la Cámara de Representantes, el escenario virtual en el que se presentó y la vehemencia de las reacciones que produjo, logró cautivar la atención del público, incluyendo el hecho dentro de nuestro extenso anecdotario nacional. A lo cual debe añadirse el interés que despierta la bancada que impulsó la iniciativa, la región que se enaltece e incluso el valor simbólico del objeto en cuestión. 

En Colombia, las leyes de honores no solo celebran personas ilustres, sino que sirven para declarar un sinfín de cosas como patrimoniales. Pero esto que en principio actúa como una celebración y un reconocimiento a un conjunto de personas que por su mérito deben ser honradas públicamente en nombre de la nación, se ha convertido en un yacimiento político que enriquece simbólicamente a quién tramita y gestiona la iniciativa. En últimas, lo que se esconde tras este tipo de leyes es una transacción sutil que desplaza el beneficio de lo que se pretende declarar a quien termina incentivando la acción. 

Para entender este proceso hay tres puntos de reflexión que merecen ser expuestos. 

El primero sobre el concepto mismo del patrimonio, entendido como una práctica que conjuga un quehacer institucional y una conciencia colectiva. Es decir, un campo que por una parte ha edificado definiciones, normas y procedimientos para otorgar una condición especial a lugares, objetos y prácticas; y por la otra, ha adornado ese edificio con nuestra necesidad de llenar de valor el mundo y sus cosas en función de nuestros afectos. Pero en últimas, el patrimonio es una construcción social, de naturaleza excluyente, que autoriza ciertos discursos que se despliegan en el tiempo. 

El segundo, que el Estado colombiano a pesar de sus esfuerzos por construir un sistema de patrimonio con reglas justas de inclusión, funcionamiento y proyección, no ha podido cerrar la puerta a los intereses que subyacen a la transformación de un bien en patrimonio. Y por increíble que parezca existen dos mecanismos paralelos para otorgar dicha categoría. El primero, articulado a las convenciones de la Unesco, expresado en la Ley General de Cultura y materializado en la galaxia de normas que le derivan, erige al Consejo Nacional de Patrimonio y al Ministerio de Cultura como los encargados de otorgar esta condición luego de un proceso técnico de trabajo con las comunidades en la caracterización del bien, el cumplimiento de los criterios de valoración y la elaboración de un plan en el tiempo de protección y salvaguardia. 

El segundo camino es a través del Congreso de la República, con base precisamente, en su facultad de decretar honores. Y acá el límite de la imaginación se agota en la ambición celebratoria de los congresistas. La casa en la que nació o pernoctó un personaje. La vida, obra y milagros de algún ilustre. Un cachivache. Un gesto. Un recuerdo. Pero más allá de la huella en la memoria, lo que se compone es un acto administrativo que no cuaja en una medida de protección o manejo, sino en el agradecimiento al emisario que se atribuye los beneficios simbólicos y políticos de su gestión. 

Resulta increíblemente injusto que el patrimonio se utilice con fines políticos partidistas o individuales

El tema ha sido abordado por la Corte Constitucional, en una seguidilla de sentencias entre las que se cuenta la C-742/06, donde se establece que las declaratorias que realiza el Ministerio de Cultura en atención de la Ley General de Cultura tienen un régimen de protección especial, mientras que las que efectúa el Congreso vía Leyes de Honores no. Lo que significa que las primeras están encaminadas a garantizar la salvaguardia y la reproducción en el tiempo de las expresiones culturales mediante un plan especial de trabajo concertado con comunidades, proyectos, responsables y presupuestos, mientras que las segundas son “saludos a la bandera”, véase por ejemplo la C-766/10; que si bien reclama el trabajo conjunto con el Ministerio de Cultura o que se destinen partidas  presupuestales reales, esto no se hace operativo. Sobre el tema de los recursos se pueden consultar también las sentencias C-057 de 1993 o la C-343 de 1995.   

El tercer punto grande de reflexión que se plantea es para qué sirve el patrimonio. O específicamente, para qué puede llegar a servir una declaratoria de patrimonio. Una primera respuesta sería que esta condición celebra y exalta lugares, objetos y prácticas. Pero claramente esto no es suficiente, el patrimonio también construye símbolos y referentes, es decir que unifica un conjunto de criterios y apreciaciones sobre un bien y lo sitúa en una condición especial, es la representación de una colectividad, de un nosotros compartido. Pero esto tampoco es suficiente, el patrimonio tiene una pretensión temporal al hacer que ese símbolo se transmita y se adapte en el tiempo construyendo una continuidad de lo que hemos sido, somos y queremos ser. Pero una vez más, esto no es suficiente, las declaratorias tienen usos sociales específicos y ayudan a tramitar exigencias particulares de grupos tradicionalmente excluidos, zanjar desequilibrios históricos o reconocer las memorias de sectores olvidados.  

Es por eso que resulta increíblemente injusto que el patrimonio se utilice con fines políticos partidistas o individuales, donde los beneficios recaigan en clave de votos, favores y reconocimientos. La capitalización del patrimonio, que en principio aparece inocente y celebratoria, es un acto estratégico e interesado. Ahora bien, el carriel no es un caso excepcional, son miles las declaratorias que ha tramitado el Congreso, todos los partidos las han promovido y todos los representantes están interesados. Bajo la carta de la cultura y su conmemoración abstracta, bajo el aura de la exoticidad folclórica de nuestras tradiciones, hay un beneficio que como una valiosa veta ha sido explotada sin descanso. 

Lo que se compone es un acto administrativo que cuaja en el agradecimiento al emisario que se atribuye los beneficios simbólicos y políticos de su gestión. 

Una lectura atenta del citado proyecto de ley sobre el carriel antioqueño pone en evidencia otras cosas que deberían ser analizadas con pinzas y que describen a la perfección la idea celebratoria vinculada a la memoria y al patrimonio. Una de ellas la idea que a través de una escultura y del acuñar de una moneda, como se propone en este caso del carriel, se hace un reconocimiento efectivo a un bien, una tradición o un conjunto de personas. La monumentalidad es un recurso que desconoce las necesidades de las personas que se quiere celebrar. Es la interpretación torpe, ajena y anacrónica de un reconocimiento comunitario. Y nos recuerda cómo en muchos casos, los memoriales, por ejemplo, los erigidos para la reparación simbólica, producen todo lo contrario a lo que buscan.

Así las cosas, parecería pertinente parodiar las palabras de una legisladora, ya también célebres y parte de ese anecdotario colombiano, y a todos ellos y ellas involucrados en este debate, decirles: ¡trabajen vagos!

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Manuel Salge Ferro y Luis Gonzalo Jaramillo E.

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