Sobre Beatriz Caballero (Bogotá, 27 de septiembre de 1948 – Bogotá, 12 de febrero de 2025) En esta entrada de 070, compartimos cuatro textos breves publicados en redes y un archivo con un texto más extenso, escritos y recordados a partir de la vida —y ahora la ausencia— de Beatriz Caballero.
En esta entrada de 070, compartimos cuatro textos breves publicados en redes y un archivo con un texto más extenso, escritos y recordados a partir de la vida —y ahora la ausencia— de Beatriz Caballero.


Con la partida de Beatriz Caballero, se desvanece también un siglo, o al menos aquel en el que transcurrieron su infancia, juventud y plena madurez. Se apaga, una vez más, “el mundo del ayer”, como tituló Stefan Zweig sus memorias de finales del siglo XIX.
Ya nadie en Bogotá tendrá un apartamento como el suyo, ni ese perfil singular de «titiritera y guionista». Nadie más será el puente que conectaba a tantas generaciones de Caballeros, Mayolos, Luises, Sandros, Franks y otros tantos nombres en plural con quienes compartió vida y obra. Siempre joven y curiosa, Beatriz se acercaba tanto a lo nuevo como a lo viejo, esforzándose por mantenerse presente, incluso cuando la tecnología le jugaba en contra.

Hace unos meses, sin que nadie supiera bien si por un hackeo o un error de digitación, desde su número se creó un grupo de WhatsApp donde figuraba como administradora. Nadie entendió el motivo. Ella no participó, y quienes preguntaban solo encontraban en la lista de participantes a todos sus contactos: un salpicón de la inmensa minoría del arte y la cultura de la villa cultural. Entre risas, se preguntaban por el enigma, aprovechaban el encuentro virtual para esquivar el vacío y, entre una cosa y otra, alguien convocaba algo presencial: una rumba imaginaria que celebraba la amistad y a Beatriz. Porque en el universo en el que ella tenía un lugar, su gravitación no respondía al poder ni a la estrategia, sino al puro placer de jugar con lo que tenía y brillar con sus chispazos de ingenio, con su forma de hablar, con el humor de una Bogotá que ya se nos va.

De aquella ciudad solo parecen quedar unos pocos monumentos que ella habitó: dos parques, las tres torres de ladrillo, los senderos sinuosos de la triada Bosque Izquierdo-Macarena-Perseverancia, la protección de Monserrate, mientras el resto cambia, volviéndose cada vez más genérico, desangelado en su novedad, craso en su desmesura.
Beatriz Caballero era una bisagra entre siglos, un lazo con el XIX tardío y un refugio en este primer cuarto del XXI. En una vida sin centro, muchos recurríamos a ella, a la certeza de saberla en su apartamento con vista al centro, para entender mejor esta Bogotá en la que seguimos viviendo sin remedio y donde, sin ella, sin esa batería de amor y humor, de pronto olvidamos que es posible envejecer sin perder la lucidez, y que para vencer el añejamiento del rencor basta con una risotada suya y uno de sus platos especiales.
Sin Beatriz por ahí andando, uno se siente más vulnerable.
En esta entrada de 070, compartimos cuatro textos breves publicados en redes y un archivo con un texto más extenso, escritos y recordados a partir de la vida —y ahora la ausencia— de Beatriz Caballero.



La divina comedia de Beatriz Caballero
Si exceptúo a mis familiares, creo que la amiga más antigua que tenía en Bogotá era Beatriz Caballero. La conocí en el Teatro del Parque Nacional, cuando yo era un niño y venía por estas tierras con el grupo infantil de jóvenes intérpretes de la escena a presentarnos en la capital colombiana. Beatriz era la hermosa y adorable directora que nos cuidaba y nos hacía reír con su simpatía desbordante. Pasaron los años con su rapidez característica y recuperé a la Caballero en el Festival de Cine de Cartagena en 1979. Bailamos y sellamos un pacto de amistad en La Escollera, el cual duró hasta hoy, cuando recibí la noticia de su muerte.
A lo largo de la década del ochenta, mi segundo hogar era su garaje-apartamento en el Bosque Izquierdo bogotano. Yo le hacía bromas: “esto se debe llamar el Bosque Izquierdo porque este barrio es un nido de comunistas”. Ella me hacía las explicaciones históricas y me ayudaba a entender esta ciudad fascinante, llena de rumbas, de excesos y de gente hermosísima, a la cual empecé a querer con tanta vehemencia, que me hizo ponerle los cachos a Cali para instalarme en sus entrañas, quizás para siempre. Venía a Bogotá cada vez con más frecuencia, me quedaba a dormir con Beatriz en su cama y me tocaba pasarme al sofá cuando llegaban sus frenéticos novios de madrugada.
Eran otros tiempos, en los que nadie celaba a nadie, nadie acosaba a nadie, nadie sufría por nadie. En un país tan desesperante como Colombia era fundamental hacer pandillas, protegernos entre los amigos, enrumbarnos para no desfallecer y poder seguir creando, todos los que habíamos tomado el arte como un destino.
Creo que ella y yo vivimos juntos el tercer renacimiento del cine nacional y ambos fuimos guionistas, casi al mismo tiempo. Ella me ayudó a publicar mis primeros cuentos y me llevó a conocer a su padre, don Eduardo Caballero Calderón, porque le encantaba que yo me hubiese leído muchos de sus libros. En esa época, Beatriz me empezó a regalar las ediciones y las rediciones de las novelas de “la gloria de las letras nacionales”, como solía llamarlo con su hermosa sonrisa de felicidad eterna. Aún conservo todos los libros de su familia, no solo los de don Eduardo, sino los de su hermano Antonio, los de su hermano Luis y, por supuesto, los de ella misma. Ella escribió muchos libros para niños, porque siempre se consideró militante de la infancia, a pesar de que no tuvo hijos ni hacía proselitismo con sus filias.
Creo que tengo todas sus publicaciones, desde “Pégale duro, Joey” hasta el “Bolívar para colorear”, incluido el “Codazzi, el señor que dibujaba mapas” hasta una de sus obras maestras: el “Cuaderno de novios”, donde cuenta sus historias de amor infantiles y juveniles, con la descarnada ternura de su estilo. Debo confesar que nunca vi sus espectáculos para títeres, pero ella siempre se definió como “titiritera y guionista”. Guardo, eso sí, el libro que publicó con su adaptación de “Don Quijote” para teatro de muñecos, quizás haciéndole un homenaje a su papá, quien escribió hermosos libros sobre España, como “Ancha es Castilla” y, sí, el “Breviario del Quijote” que gocé tanto como leer a Cervantes.

La obra de Beatriz fue impredecible y feliz como su vida. Escribía guiones que nunca se filmaron (guardo uno que se llama “Roni Rodando”) y colaboró estrechamente con los largometrajes de Camila Loboguerrero que sí vieron la luz (“Con su música a otra parte”, “María Cano”) que son el testimonio de una época, de una manera de rasguñar el cine, la cual ya no existe. Al mismo tiempo, de repente se le salía su vena literaria con vehemencia y escribía libros larguísimos como “Las siete vidas de Agustín Codazzi” que yo admiraba con desconcierto. Quizás su obra no sea tan conocida, porque Beatriz se dedicó a cuidar la memoria de sus muertos con mucho más amor que el que se dedicaba a ella misma. Sin Beatriz, el destino de don Eduardo, de Antonio, de Luis y, luego, el de “nuestro” Carlos Mayolo hubiera sido muy distinto. Pero no quiero pensar en sus hombres sino en ella. Yo guardo la imagen de una Beatriz de minifalda y ternura implacable, que me llevaba a bares de rock y a “La teja corrida”; a la que le regalé el “Primitive Cool” de Mick Jagger y que me llamaba a las tres de la mañana a dedicarme sus canciones. Me encantaba oírle sus historias de adolescencia, su prehistoria en Madrid, en París y Londres, la ordalía con sus novios, el triunfo de su eterna juventud. Para completar esta desordenada antología, puedo decir que, en su apartamento grabamos, en compañía de Elsa V Vasquez, mi primer dramatizado para televisión, en el cual conocería a Rosario Jaramillo, alma gemela (Luis Ospina les dedicaría a Rosario y a Beatriz su inmenso documental titulado «Nuestra película»).
Pero la frescura de los años siempre pasa la cuenta. Para sorpresa de todos, Beatriz terminó siendo la novia final de Carlos Mayolo, cuando este colgó las cámaras y se dedicó a escribir poemas, a leer a Cicerón y a beberse todo el vodka de La colina de la deshonra. Directores de cine como Roberto Triana y Luis Ospina dejaron hermosos registros del encierro final de Mayolo y Beatriz, ebrios y felices en un apartamento adornado por todos los libros de la biblioteca infinita de los Caballero.

“Alighieri”, me llamaba Beatriz y yo le retribuía con mis chistes, porque siempre me exigía que “la hiciera reír” a pesar de que la alegría de sus bellos años se fue empañando por el toldillo de los excesos. Una noche, quizás la última en que salimos de rumba con Vivian Newman y alguien más que no recuerdo, Beatriz caminaba con bastón y, en algún momento, lloró en mi hombro. “Estoy vieja, enferma y fea”, me dijo, como si se tratase de un personaje de Chejov. Me había pedido que la lleváramos a ver a Henry Fiol y lo gozamos sin bailar, mientras el tiempo marcaba sus propios ritmos. No me gustaba verla así, como no me gustó ver a Mayolo en los últimos años antes de su infarto final. Fue una triste coincidencia que Carlos hubiese muerto en la silla donde se sentaba don Eduardo Caballero Calderón a leer y a escribir sus artículos finales. Se trataba, de cierta manera, el cierre del círculo de los desaparecidos de Beatriz, el cual ella se dedicó a proteger, porque la vida de sus difuntos era tan importante como la fiesta pretérita de los años bebidos.
Pero insisto: no quiero recordar a mi amiga como la hija de, la hermana de o la esposa de. Beatriz dejó una obra en muchos frentes y, quizás, sus libros maestros fueron, ironías de la vida, “Papá y yo” y, sobre todo, “Luis, hermano mío”, el cual tuve el privilegio de presentar y de escribir su contratapa. Leer a Beatriz era un ejercicio de contundencia. No escondía nada. Contó los mejores secretos de su entorno con su pluma de ganso ebrio, pero con ternura, con nostalgia, con delicado desequilibrio. Los retratos de familia siempre son magistrales, cuando son escritos no por sus protagonistas, sino por sus testigos anónimos, como las memorias de la esposa de Buñuel o el libro de Céleste Albaret sobre Marcel Proust. Y hablando de Proust… cómo fue de importante Francia para los Caballero. Don Eduardo firmaba sus artículos como “Swann” y Luis vivió en París su edad de oro, en un estudio que visité muchas veces, con y sin Beatriz. París, como Cali o Bogotá, también nos unió. París nos dio de todo: desde un concierto de Guns n Roses hasta pequeñas capillas en las que rezábamos entre carcajadas.
La última vez que vi a Beatriz fue en un picnic literario en el barrio El Tunal, donde participamos Isabel Caballero y yo. Deberíamos hablar sobre los cuarenta años de la publicación de “Sin remedio”, la novela maestra de Antonio. En esa ocasión, Beatriz y Alexandra Samper, la mamá de Isabel, nos acompañaron. A Isabel yo la conocía solo por un pequeño libro titulado “Isabel en invierno” que había dibujado y escrito su papá. En esa publicación, Isabel era una pequeña niña envuelta en una bufanda y así se lo dije a la protagonista del relato: “pensé que me iba a encontrar con una niña envuelta en una bufanda” y ella sonrió en silencio. A mí me encantaba “Isabel en invierno” porque, de cierta manera, parecía un librito escrito por Beatriz. Aunque ella no pintaba. En esa ocasión, Isabel y yo hicimos nuestra charla sin mayores sorpresas y nos prometimos futuros encuentros. Me despedí de Beatriz, esa vez para siempre.
Debo confesar que nunca fui a Tipacoque, la casa de sus antepasados, a donde ella siempre me invitaba, pero que yo prefería no visitar por mis fobias campestres. “Allá los fantasmas no deben dejar dormir”, le decía. Pero ella seguía insistiendo. Ya, me imagino, nunca iré a Tipacoque, sino en los libros de don Eduardo, aunque uno nunca sabe. De repente algún domingo de espanto me da por tomar alguna flota y termine visitando a Beatriz en la casa que tanto amó. Es muy probable que me la encuentre. Ella siempre aparece en los momentos menos indicados, como cuando se coló en la Clínica del Country a medianoche, para poder ver el nacimiento de mi hijo Federico.
Estoy muy triste con la muerte de Beatriz Caballero. Pero tengo el premio de consolación de haberla celebrado durante muchos años, de haberme salvado del vértigo de estar vivo y de curarme los despechos gracias a ella, con generosas dosis de brandy y carcajadas. No, no quisiera terminar este texto. Quisiera quedarme toda la tarde evocando a mi Caballero de alegre figura, pero debo interrumpir aquí porque, como ella me enseñó, “hay que escribir rápido y corregir despacio”. Interrumpo y me pongo a trabajar, no vaya a ser que, desde el más allá, Beatriz me jale las patas con su frase demoledora: “a ese artículo le falta pulimento”.

PD: Quería ilustrar este retablo con alguna foto en la que estuviéramos juntos y no encontré ninguna. Ella las tenía todas, en la cartelera de su casa donde estábamos clavados todos sus amigos: era su cuaderno de novios. Había retratos hasta con Fidel Castro. Comparto, por lo pronto, una foto en el Festival de Cine de Cali, un año después de la muerte de Luis Ospina. En ella estamos Gerylee Polanco Uribe , Galia Ospina, Rubén Mendoza, María Vásquez, Karen Lamassonne , Liuba Hleap, SRR, Elsa Vásquez, Beatriz, Jimmy Bonilla y Lina González. Beatriz, a no dudarlo, terminó formando parte del Grupo de Cali, porque fue protagonista de nuestras peores fiestas y nuestros mejores guayabos.
Chao, Caballero. Afuera llueve como en París.


Beatriz Pilar Ignacia del Perpetuo Socorro Caballero Holguín
por: Mario Jursich
Beatriz Pilar Ignacia del Perpetuo Socorro Caballero Holguín (1948-2025) solía decirme: «Usted parece hermano mío: nunca me para bolas», pero no era cierto. De hecho, era más bien al contrario. Desde que nos conocimos en 1993, cuando me pidió que leyera el manuscrito de Las siete vidas de Agustín Codazzi, hasta hace tres semanas, cuando fui a su casa a ver unos álbumes familiares, no sólo le presté mucha atención, sino que, como tantos de sus amigos, la animé con entusiasmo en su carrera de escritora malgré elle. Uso un término en francés porque esas expresiones asomaban a sus labios sin ninguna pedantería y, además, con el acento hipercorrecto de una exalumna del Gimnasio Femenino de Bogotá.
No era fácil para ella sentirse segura. Después de todo, los escritores públicos en su casa eran su padre y su hermano Antonio, quien, con el afecto irónico típico de los Caballero, le repetía maliciosamente que escribía como «una niña de seis años». (A su hermano Luis y a Carlos Mayolo, su pareja, también podríamos incluirlos en la lista de los escritores oficiales de la familia, pero se trata de historias diferentes y no vienen al caso aquí).
Siempre me llamó la atención que, a pesar de sus persistentes dudas, Beatriz acabara volcando su pasión por la escritura en un género tan poco frecuentado en Colombia como la biografía. Todos sus libros más conocidos, así como el guion de la película María Cano, en el que tuvo más injerencia de la que se le reconoce, son perfiles de distancia corta en los que intenta explicar con enorme desenfado esa misteriosa relación entre la vida y la obra de una persona.

Quizá por eso, en la práctica, Beatriz no era (ni es) considerada una escritora. Como se sabe, en Colombia ese título se reserva, por lo general, para quienes escriben literatura. No me detendré a explicar aquí los motivos de tan curiosa superchería. Baste decir que, en el actual panorama estético, se persiste en la creencia de que sólo la ficción forma parte de la literatura, a pesar de que los géneros documentales han demostrado tener tanta (o incluso más) calidad literaria que los cuentos, la poesía o la novela, y de que la biografía de Porfirio Barba-Jacob hecha por Fernando Vallejo es una de las obras maestras indiscutibles de la literatura colombiana más reciente.
Este prejuicio resulta aún más llamativo si se considera que los libros de Beatriz son verdaderos monumentos al afecto y al cuidado, dos pilares sobre los que se ha edificado buena parte de la literatura contemporánea escrita por mujeres. Sin embargo, a ella, que los encarnó tanto en su vida como en su obra sin el menor estrépito, se le sigue negando un lugar en esa tradición. No recuerdo haberla visto en ninguna lista reciente de escritoras colombianas (un olvido que también afecta a otras autoras de biografías como Beatriz Helena Robledo o Leticia Bernal Villegas).
Para corregir estas dos distorsiones bastaría con leer sus libros de nuevo. Con ese sencillo ejercicio quedaría claro que Beatriz, aunque no escribiera cuentos, poesía o novela, merecía (y merece) no sólo el marchamo de escritora, sino también ser parte de la literatura a secas, sin adjetivos, pues no existe eso que se llama «literatura femenina».
No se me escapa que la invitación a mantener viva su memoria a través de la lectura de sus libros debe ir necesariamente acompañada de una pregunta compleja. Beatriz era la hermana menor de los Caballero Holguín. Según las reglas tácitas de la costumbre, eso quiere decir que estaba destinada a cuidar «en la salud y en la enfermedad» a los miembros varones de su círculo íntimo. Habrá quien vea en ello la marca de múltiples atavismos. Yo no sólo estoy convencido de que cuidó con amor y convicción a su padre, a sus hermanos y a su pareja, sino de que fue esa imposición ancestral la que, paradójicamente, le permitió encontrar su propia voz narrativa. Beatriz convirtió la obligación (auto)impuesta de cuidar a sus familiares en un instrumento privilegiado para descubrirse como escritora. Hizo de la supuesta carga el vehículo para disipar sus dudas, que eran un enjambre y nunca la abandonaron. Su carrera, pues, no puede verse a la luz del cliché del benjamín que sacrifica su individualidad en el altar de las costumbres, por más que la época nos tiente —e incluso nos arrastre— a considerarla una víctima.
El nombre de benjamín, que coloquialmente se aplica a los hijos menores, significa «hijo de la mano derecha». Así es porque, en la cultura bíblica, la mano derecha simboliza poder y honor: Jacob veía en su último hijo a alguien destinado a tener un papel importante en la familia. Me parece que esa metáfora es mucho más adecuada para describir a Beatriz y sus libros. Ella fue —y así lo demuestran Papá y yo y Luis, hermano mío— la poderosa mano diestra en la que, para bajar a la muerte, se apoyaron aquellos a quienes más quería.


Sillón
Beatriz dijo que sin el sillón donde se sentaba su padre, Eduardo Caballero Calderón, la exposición que organizábamos en el vestíbulo de la Biblioteca Nacional de Colombia, no tenía sentido. Estaba realmente ofuscada. Atravesamos el puente de la 26, subimos a su apartamento en la esquina de la carrera quinta, en el barrio Bosque Izquierdo, y cuando entramos a su casa se distrajo y comenzó a hablar de todo lo que había allí. Pinturas de su hermano, Luis; libros y manuscritos de su hermano Antonio, y de su padre, Eduardo; recuerdos aún muy recientes de su compañero de vida, Carlos Mayolo.
Beatriz se sentó en la palabra. Con cariño fue tejiendo un diálogo que se mantuvo, con intermitencias, hasta hace unos años. Siempre fue generosa con sus libros para niños, y siempre se empeñó en dignificar el oficio de los títeres como un arte que nos conecta con lo mejor de nosotros mismos.
Pasada una hora nos ordenó, así, sin titubeos, que alzáramos el sillón y lo llevaramos a la biblioteca. Abrió la alacena, sacó una botella de whisky, la puso en una bolsa de tela junto a un vaso. Salimos.
Dirigió el trasteo del sillón hasta que lo pusimos en el centro del vestíbulo, junto a los libros, el tapete, y las pantuflas de su padre, el autor de “Siervo sin tierra”, “El cristo de espaldas” y “Memorias infantiles”. Luego, en una mesa auxiliar, puso la botella, la abrió, sirvió un Whisky, se sentó en el sillón y sonrió: “¡salud!”, dijo. Y se rió.
A ella, ya en otra dimensión, mi abrazo para este largo viaje que continúa en la memoria. A Isabel y a sus familiares, un abrazo enorme por su pérdida. Salud!


La dama de los Caballero
por Pedro Adrián Zuluaga (y David Franco)
Me da tristeza la muerte de Beatriz Caballero: escritora, titiritera, guionista, amiga y muchas cosas más. Una mujer llena de talento a la que le tocó lidiar con un mundo muy masculino, sin amilanarse. Hace un tiempo, le sugerí a un estudiante, también lleno de talento, que escribiera su tesis sobre ella. El resultado fue un perfil extraordinario que reposa entre las tesis de comunicación social de la Pontificia Universidad Javeriana, y que dejo aquí por si hay interesados en acercarse a la vida de Beatriz, a su obra, a su entorno, a los círculos de un poder político y cultural hoy en declive y, por lo mismo, más fascinante.
Cuando acompañé a David a su casa recuerdo que Beatriz me dijo: «usted siempre me trae muchachos bonitos». Pero quienes vimos «Al este del edén» de Elia Kazan cogidos de la mano fuimos ella y yo.
Se llama «La dama de los Caballero» y el estudiante del que hablo es David Franco:


