El deseo de venganza es una emoción muy fácil de desatar; casi tan poderosa como la compasión. Basta motivar la imaginación lo suficiente para que un ciudadano urbano, televidente y cibernauta libere su cólera punitiva contra aquello que considera lo radicalmente otro. O motivar su indignación en otra dirección, hacia la rabia por la injusticia cometida contra un semejante, contra aquel que lo representa: aquel que quiere llegar a ser. A un ciudadano en tal estado de vulnerabilidad emocional es muy fácil sacarlo a votar aterrorizado o “verraco”. Esta es la esencia del populismo punitivo: una estrategia electoral para que las clases medias reclamen castigo contra los diferentes e indeseables, contra los que los medios masivos de comunicación y los algoritmos de las redes sociales les dicen que afectan su estilo de vida y sus estándares morales. Una estrategia para que voten por el político que ofrezca castigo para los otros: para los narcotraficantes, ladrones y violadores, para los pobres que roban, para los disidentes, para los desagradables damnificados de un sistema social desigual. Una argucia política para que se reclame castigo contra aquello que los “ciudadanos de bien” no quieren ser, aquello que si juzgan, los reafirma y les permite hallar su identidad (de la mano con el partido político indicado).
Imaginemos, por ejemplo, a alias Jesús Santrich viviendo cómodamente en Venezuela después de burlar a tres altas cortes de la República: la Jurisdicción especial para la paz (JEP), la Corte suprema de justicia y el Concejo de Estado. Imaginemos ahora a Andrés Felipe Arias, a su familia destruida por el drama que supone la privación de la libertad en cualquier ser humano. Obviemos que el exministro se encuentra ahora en una escuela de caballería en Bogotá, pensemos en el drama de sus hijos y su esposa durante los últimos años en los que fue prófugo. Pensemos ahora en los violadores de niños: ¿por qué no los condenan a cadena perpetua? ¡¿por qué?!
¿Cuál es la diferencia entre Santrich y Arias para nuestra imaginación? ¿Qué hay de satisfactorio en el reclamo inconstitucional de pedir cadena perpetua o muerte para violadores de niños? ¿Sentido común? ¿La necesidad de un Estado de opinión? Quizá la respuesta está en la información que poseemos, la manera en que nos llega. Santrich es el radicalmente otro: el guerrillero que respondió “quizás, quizás, quizás” cuando le preguntaron si pediría perdón a sus víctimas, “el narco”, “secuestrador”, “terrorista” “violador de niños”. Arias, en cambio, es el protegido de Uribe, “perseguido políticamente”, “el que no se robo ni un peso”. Estas matrices narrativas, estos mensajes que sentimos tan propios, no son más que juegos punitivos alrededor de las emociones de la compasión y la venganza. Mensajes que creemos nuestros, que alojamos junto con nuestras más íntimas convicciones, pero que no nos pertenecen. El deseo de castigo y los sujetos hacia los cuales se dirige son tan maleables como los intereses políticos de turno.
En un escenario de violencia generalizada y de atrocidades masivas cometidas en el marco de un conflicto armado degradado y de múltiples responsables, los relatos sobre el castigo son vehículos para provocar la emoción de la venganza y la identificación de un solo enemigo: de un solo culpable que debe retribuir a la sociedad.
Es en la venganza donde reside un pasado simplificado: un deseo de compensación para que las monstruosidades de la alteridad sean eliminadas. No hay interés razonable en un futuro compartido cuando la venganza moldea al castigo. Solo un anclaje a la retribución, a la negación de un pasado complejo.
En Colombia, el sofisticado sistema de justicia transicional, concebido en el quinto punto del Acuerdo final de paz entre el gobierno y la guerrilla de las FARC-EP, entendió los fines del castigo en un sentido híbrido: tiene objetivos retributivos con penas de prisión de hasta veinte años para quienes no reconozcan su responsabilidad en crímenes graves, y contempla sanciones propias, que restauren y reparen a las víctimas en las comunidades más afectadas por el conflicto. A este último tipo de sanciones solo pueden acceder aquellos que reconozcan su responsabilidad en los crímenes y cumplan condiciones de restricción de derechos y libertades y contribución a la verdad, a la reparación y a la no repetición.
Sin embargo, con la venganza rondando solapada los discursos políticos y las narrativas del pasado, esta doble naturaleza del Sistema integral de verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición, no ha encontrado un debate pacífico en el país. La discusión se ha banalizado hacia la identificación de un único monstruo que debe ser eliminado para satisfacer la rabia y de una instrumentalización de las víctimas que, con su dolor, deben justificar nuestra violencia contra el radicalmente otro.
En la discusión política sobre la paz en Colombia, la equivalencia entre castigo y cárcel es tan imprecisa como el uso de la impunidad en argumentos en torno a la justicia.
El debate alrededor de la impunidad que suscitó desde sus inicios el proceso de paz pone de manifiesto una preocupación sobre los fines del castigo en un escenario transicional. No obstante, aun cuando los argumentos se mueven entre la ineficiencia del sistema judicial, los deberes internacionales del Estado Colombiano, los derechos a la verdad, la justicia, la reparación y la no repetición de las víctimas, las debilidades del régimen político colombiano y su relación con la lucha armada insurgente, en ningún caso se presenta una reflexión cuidadosa sobre aquello que se entiende por impunidad.
No es que no se atribuya el carácter de “impune” a un conjunto amplio de hechos disímiles como los crímenes contra la población civil, la falta de investigación y juzgamiento frente a procesos represados de iniciativas transicionales anteriores, o aquellos vinculados con la violencia generalizada, no asociada directamente al conflicto. Desde una perspectiva no gubernamental, la impunidad se atribuye incluso a la desigualdad estructural del Estado colombiano y a los crímenes cometidos por la fuerza pública y respaldados por autoridades locales y nacionales.
La impunidad es una categoría que se usa para calificar un sinnúmero de conductas, procesos o estructuras contra las cuales distintos grupos poblacionales se manifiestan, pero su contenido, en parte debido a su empleo indiscriminado, parece vacío, susceptible de ser saturado con aquello que interese a quienes lo esgrimen en sus argumentos a favor o en contra del Acuerdo de paz. ¿Qué sucede entonces con el concepto de castigo? Esta noción, que tampoco se discute en la opinión pública con respecto a sus alcances y fundamentos, es el comodín de los discursos políticos actuales alrededor de la justica. Quienes se oponen al Acuerdo de paz advierten que la satisfacción del derecho a la justicia pasa por garantizar castigos ejemplarizantes o disuasorios a los responsables de graves violaciones a los derechos humanos.
El castigo para motivar el perdón, el castigo para disuadir y enviar un mensaje de no repetición, el castigo para dignificar a la víctima, el castigo para garantizar la democracia, son algunos de las narrativas del discurso político alrededor de la impunidad en Colombia. Y ese castigo en el Estado social de derecho colombiano encuentra su materialización en la prisión. La cárcel es el referente de discusión. Si bien se menciona la verdad y la reparación de las víctimas como elementos de la justicia transicional, el instrumento de las críticas de los opositores al Acuerdo de paz se discute con base en la posibilidad de las penas de cárcel que podrían recibir los jefes guerrilleros, los combatientes rasos y los agentes del Estado que hayan cometido graves crímenes.
En la discusión política sobre la paz en Colombia, la equivalencia entre castigo y cárcel es tan imprecisa como el uso de la impunidad en argumentos en torno a la justicia. No es claro, en las posiciones referidas, cómo es que la cárcel logra la verdad, la reparación, la no repetición, el perdón, la disuasión o la superación de aquello que se llama impunidad. Mucho menos es posible identificar una relación contundente entre el castigo y estas pretensiones.
Para evitar los riesgos populistas que supone emplear los conceptos de castigo e impunidad con base en prejuicios poco cuestionados, quizá sea útil presentar el castigo como una institución social, es decir, reconocer su naturaleza multicausal y multidimensional. Ello supondría sostener que su definición no es única y que sus significados responden a redes amplias, determinadas por fuerzas culturales e históricas, que tienen un marco institucional propio y que producen cierto rango de efectos penales y sociales. La invitación del sociólogo escocés David Garland al respecto es a no aceptar una teoría única del castigo, sino a abrir el espectro de interpretación para incluir factores sociales y culturales que determinan sus diversos significados. La sociología del castigo de Garland, cuyo análisis interdisciplinar sobre el ámbito penal incluye consideraciones sociológicas e históricas de las instituciones penales, la criminología, la teoría social y el estudio del control social, es una aproximación con respecto a los significados del castigo que es pertinente para recordar el carácter maleable que pueden tener las sanciones en un escenario transicional.
Quizás recuperar la propiedad sobre nuestros conflictos pasa por entender que el derecho penal fracasó como mediador de nuestras desigualdades y tensiones sociales.
Considerar el castigo como un instrumento retributivo es apenas una de las acepciones que puede tener la noción. Pero tal aproximación es insuficiente en un contexto de victimización masiva como el colombiano. La idea es entonces dar cuenta del castigo como un escenario de lucha y tensión en donde la atención debe estar puesta en la suma de factores y no en la determinación de una sola causa. Es así como la justicia restaurativa contemplada en el Acuerdo de paz es una alternativa a la aproximación punitivista o terapéutica (resocializadora) de la justicia penal tradicional. En lugar de la retribución y el control social formal, el paradigma de la justicia restaurativa consiste en la reparación del daño, la participación de las víctimas, el rol de la comunidad en la resolución de conflictos y el reconocimiento significativo de la responsabilidad del perpetrador para fomentar su reintegración a la sociedad. Surge como una respuesta crítica a la poca efectividad y eficiencia de la justicia penal para prevenir el crimen y para incluir al criminal y a la víctima en la construcción de soluciones con base en su contexto cultural y social.
Por supuesto, semejante aproximación exige un cambio de paradigma muy lejano al populismo punitivo que reclama cárcel para Santrich, libertad para Arias y muerte a violadores de niños. Una verdadera política criminal restaurativa no solo entiende que el castigo no es un fin en sí mismo, sino que además demanda una disposición emocional muy distinta acerca de la capacidad del Estado para resolver conflictos sociales. Quizás recuperar la propiedad sobre nuestros conflictos pasa por entender que el derecho penal fracasó como mediador de nuestras desigualdades y tensiones sociales. Quizás es esta expansión del derecho penal y su noción de castigo retributivo, defendida por políticos y medios de comunicación, causa misma del conflicto armado y su perpetuación. De la venganza que niega la diferencia y simplifica el pasado solo queda una estela de emociones punitivas poco efectivas durante una transición.
El odio, el rencor, la rabia y la indignación son los opuestos a la transición que plantea el Acuerdo de paz en Colombia. Tales emociones son semillas que se alimentan de la batalla por imponer una verdad que niega matices y responsabilidades compartidas, mientras dibuja monstruos y fabrica ángeles vengadores. La capacidad de manipulación de estas emociones reside en su ocultamiento, en su caparazón falso de justicia, de «lucha contra la impunidad». Mostrar este ocultamiento, una vez más, será el motivo de pugna política en la década que nos espera.
Pero el castigo no es una noción fija, es maleable como nuestras ideas de impunidad. De la capacidad de transformar nuestras expectativas sobre lo que busca el castigo depende gran parte de la superación del conflicto armado en Colombia. Es por allí por donde debería pasearse nuestra imaginación: no alrededor de las sensaciones pasajeras que trae la emoción de la venganza, sino sobre los valores de largo aliento que puede traer la reconciliación: la cooperación, la solidaridad, la empatía.