Dimensiones desconocidas

En la clínica Retornar suenan voces que solo oyen los pacientes y aterrizan ovnis que solo ellos ven. Recorrido por un lugar donde se define la tenue frontera entre realidad e ilusión.

por

Daniel Medina


14.11.2013

Ilustración: Juan Camilo Chaves

-Mi nombre es Pablo**– me dijo luego de darme las buenas tardes, –soy conductor profesional y manejo un biarticulado de Trasmilenio.

Pablo es un hombre de tez morena y ojos tiznados. Mientras conversábamos daba sorbos de una sopa de color rojo bermejo que contrastaba con el mantel de flores azules sobre la mesa.

–Yo soy casi psicópata– comentó con total sinceridad– estoy aquí por querer matar a mis hijos y a mi esposa.

Junto a Pablo, en la Clínica de salud mental Retornar, conviven abuelos desmemoriados, hombres que perciben individuos que realmente no se encuentran alrededor de la mesa de flores y jóvenes maltrechos y desgastados por toda una vida de bazuco y coca. Las posibilidades y las personalidades que se desprenden de un desorden mental son casi infinitas.

La clínica es una pequeña construcción de ladrillos ­sobre la autopista norte, en la agitada Bogotá. Tras atravesar un amplio marco de vidrio, una mujer de 1.60 metros de estatura, pelo castaño hasta los hombros, bufanda de azules claros y bata blanca, me recibe en el pequeño pero ruidoso vestíbulo de la clínica. Allí, donde familiares de los pacientes esperan escuchar su nombre en un disminuido parlante que se encuentra en el techo sobre dos secretarias abrumadas.

La doctora Pilar Jaime, directora de la Clínica Retornar, me preguntó si estaba listo:

–¿Quieres ver a los pacientes?

Salimos del vestíbulo hacia un oscuro corredor. Llegamos a una escalera que termina en una puerta cerrada. La doctora sacó del bolsillo derecho de su impecable bata blanca un colosal llavero con más de diez llaves de colores y abrió la puerta. Un fuerte destello de luz iluminó las oscuras escalinatas y por unos segundos quede enceguecido.

Cuando mis ojos se acostumbraron a la luz, descubrí una especie de recepción rodeada de habitaciones, en donde enfermeras caminaban de aquí para allá sin advertir la presencia de un viejo que apenas llevaba puesta una bata azul pálido y sobre la cabeza un par de cabellos todavía pigmentados. La doctora Pilar con entusiasmo le dijo:

–Ernesto ¿cómo estás hoy?

Con la mirada perdida el abuelo sonrió, y dejo ver unas encarnizadas encías solitarias. Luego, haciendo círculos con la mano señaló el piso.

-¿Qué ves? – siguió la doctora.

El hombre no respondió. Tras repetirle la pregunta, Ernesto, todavía con la sonrisa en la boca dijo:

-Ovnis, ovnis.

La doctora me dirigió una mirada cómplice.

–Ernesto sufre de demencia, ya no se acuerda de cómo se llama, no se acuerda de cómo comer, apenas puede caminar.

Cada puerta entreabierta daba lugar a una escena diferente. Entramos a la primera habitación. Allí dormían cuatro o cinco mujeres, a excepción de Beatriz, una mujer de cabello lacio y negro que tenía un seno al descubierto, intentando lactar a un hijo imaginario. En la esquina opuesta de la habitación, Magda –una morena de contextura gruesa y cabello rizado– se abalanzó hacia una ventana con rejas, y ocultó su rostro.

–Estuviste muy brava la semana pasada, ¿no Magda? ¿Por qué no nos dejas verte?–preguntó la doctora Pilar.

La mujer de espaldas solo asintió con la cabeza y continuó mirando por la ventana.

Volvimos a salir al vestíbulo. Ernesto seguía ahí en la mitad de la sala, tal cual lo dejamos, con su mirada perdida, sin foco, señalando Ovnis.

-Este paciente que vas a ver fue hospitalizado hace poco,– me dijo la doctora Jaime, –sufre de esquizofrenia y aunque ha mejorado todavía sigue muy malito.

Al abrir la puerta me encontré en una habitación en la que a diferencia de las demás solo había un joven. Sentado sobre su cama, sus ojos verdes miraban hacia la pared, como si pudiera distinguir algo más allá del granito. Sus brazos estaban extendidos y apuntaban hacia adelante, como un superman en pleno vuelo. No dijo una palabra. Su tremendo cabello negro que caía, y su piel pálida como las sabanas que lo arropaban tenían un extraño brillo en medio de la lúgubre habitación.

-¡Hola Tomás! ¿Cómo amaneciste?

El joven todavía con la mirada fija en la pared respondió con un tono seco.

-Normal.

-¿Por qué no bajas los brazos?

Nuevamente sin ninguna expresión en su cara dijo:

-Medito.

La doctora me miró con su mirada cariñosa y se fue de la habitación.

-Ahí te lo dejo, Tomás.

Una ráfaga de angustia recorrió mi cuerpo. Tomé un banquito contiguo y me senté a su lado con la idea fija de que en cualquier momento podría abalanzarse sobre mi.

-Hola Tomás.

-Hola.

-¿Por qué meditas?

-Para lograr tranquilidad.

-¿Tranquilidad de qué?

– Es que la gente no es tranquila…

-¿Por qué estás aquí?

-Porque no como lo que mi madre me prepara. No me gusta la carne.

Tomás me decía esto sin apartar la mirada de la pared frente a él, en donde lo único que se vislumbraba además de piedra, era un plato con una pechuga de pollo solitaria. Me contó que sus padres se llamaban Cesar y Claudia y que tenía 19 años; la misma edad mía, le comenté. Al volver, la doctora sin escrúpulo alguno le dijo:

-¿Tomás, sigues escuchando voces?

Y todavía con su mirada descuidada, pero con un leve cambio en su expresión facial –como si quisiera ocultar algo– negó con la cabeza. Al despedirme, Tomás me extendió la mano.

-¿Cómo es su nombre?

– Daniel- le indiqué

-Que esté bien.

Ese fue el único momento de toda la conversación en el cual este personaje desvió la mirada de la pared, mirándome directamente a los ojos. Al salir de la habitación un enfermero me dijo:

-Sinceramente nunca había escuchado a Tomás hablar con tanta soltura y tranquilidad.

Al parecer la bata impone distancias y el hecho de no llevarla genera un lazo más fuerte entre el paciente y un sujeto, un desconocido, que en ese momento era yo.

La Clínica Retornar lleva veinte años trabajando en salud mental. Los enfermos que más atiende, son personas con depresión, ansiedad, trastorno afectivo bipolar, esquizofrenia, trastornos de alimentación y una que otra adicción a las drogas. Según la Organización Mundial de la Salud, existen cinco mil enfermedades mentales, y  la depresión será para el 2020 la principal causa de morbilidad; quitándole el primer lugar a las enfermedades cardiovasculares.

Durante estos años de labor, en la Clínica Retornar se han presentado tres suicidios, y durante el 2012 cuatro pacientes encontraron la manera de evadir vigilantes, cercas y cámaras de seguridad. Se fugaron por los techos de la institución o camuflándose entre familiares y visitantes. La directora de la clínica argumenta que si bien existen medidas de seguridad, dicha institución no es un panel penitenciario y por lo tanto las fugas, que en este caso son llamadas “evasiones” son gajes de la labor psiquiátrica. Con respecto a los suicidios, aunque nadie desea que ocurran, desde la perspectiva medica, estos escenarios son siempre una posibilidad latente, y a veces permanente, en muchos pacientes.

La doctora me explica que la clínica esta dividida en dos. Por un lado está Retornar 1 en la cual se encuentran los pacientes con trastornos agudos tales como Ernesto y Tomás. Y por otro lado se encuentra Retornar 2, en donde tratan los paciente menos psicóticos; allí me dirijo ahora. Llegamos a un patio con pacientes y familiares jugando fútbol, otros conversando. Los familiares eran reconocibles por una escarapela verde colgada al cuello. La doctora Pilar volvió a sacar su masivo llavero y abrió un candado robusto que aseguraba una reja para dividir los dos ambientes. Los pacientes y familiares nos saludaban amistosamente.

-¡Buenos días doctora! – le decían.

Los internos andaban de un lado a otro descalzos o con los zapatos sin cordones, debido a que al ingresar a la clínica todos estos elementos son retirados para disminuir el riesgo de suicidios. Allí nos encontramos con un hombre delgado y joven, de unos 25 años, con pelo corto y “chivera”.

–Yeison cuéntanos por que estás aquí – le preguntó la doctora.

–Pues yo tengo un trastorno esquizoafectivo de tipo maniaco. En mis momentos de delirio me imaginaba que era el Arcángel San Miguel salvador de la tierra. Un video re-loco, ahora estoy bien, solo estoy un poco ansioso.

La doctora Pilar soltó una risilla, y le dijo:

-Conoces muy bien tu enfermedad, que bueno Yeison, así aprendes a manejarla.

En ese momento llegó un médico bonachón, con un amplio y canoso bigote que le daba ritmo y sonido a su respirar.

-Bueno, vamos todos al comedor, es hora de la terapia ocupacional-, dijo con voz profunda, como de cantante de rancheras.

Todos los pacientes, unos 50, se pararon de inmediato y siguieron al médico tenor. Al llegar al comedor cada uno tomó una silla. El espacio era pequeño y las sillas muy juntas, dejando apenas el espacio para poder circular entre ellas. El médico me saludó con cierta familiaridad, y luego anunció:

-Como ustedes bien saben, hoy es viernes de cine.

¡Veamos El Dictador!, ¡no, Milagros inesperados es la mejor!, gritaban unos y otros, intentando decidir que ver esa tarde. Otros pacientes  no entendían lo que pasaba. En su mayoría eran viejos con sacos de lana color pastel que simplemente estaban sentados ahí por una fuerza mayor y que se dedicaban a mirar a un punto fijo sin expresión alguna.

Mientras la algarabía persistía, una enfermera llegó y dijo en voz alta tratando de imponerse :

-¡Mateo Arroyabe!

La multitud quedó en silencio, la enfermera continuó:

-¡Hay una chica esperándote afuera!

En ese momento, como si se tratara de una sincronización mental incomprensible, todos los pacientes gritaron al tiempo.

-Uuuuyyy

Un joven menudo de no más de 17 años se levantó sonrojado exponiendo una sonrisa metálica que combinaba perfectamente con el marco de sus gafas; rápidamente desapareció, tal vez en busca de un ensueño de amor.

Hubo un personaje que me causó curiosidad. Era diferente a los demás. Relegado en una esquina, no participaba de la algarabía. su calva pálida, su chaqueta de cuero, sus pantalones cafés y sus gafas Ralph Lauren lo hacían sobresalir del resto. Con cierta actitud de superioridad no atendía a lo que el médico decía, no participaba de la votación de la película, enfrascándose cada vez más en la lectura del libro La mujer del teniente francés. Después supe que era guionista de uno de los canales más prestigiosos, y fue director creativo durante 16 años de uno de los programas más emblemáticos de la televisión colombiana. Llegó a este lugar porque intentó quitarse la vida.

Mientras los pacientes veían Milagros inesperados, los enfermeros aprovechaban este espacio para limpiar las habitaciones, cambiar las sabanas y lavar los colchones. Mientras hacían esta labor, Enrique –un enfermero– me comentaba que ama lo que hace, y que al final de cuentas es imposible no encariñarse con algunos pacientes.

–Muchas veces solo hay que sentarse a escucharlos para entender que dentro de tantos trastornos la cordura permanece intacta.

Menciona que muchas veces estos personajes entienden y perciben de una manera más profunda y humana la realidad que a veces “los cuerdos” no percibimos.

-Realmente a veces uno no sabe en donde están más locos, si aquí o afuera,– comenta Enrique mientras deja una de las cuatro camas impecablemente tendida, y se distrae unos segundos al ver un pequeño cuadro de una exuberante flor roja que ameniza la habitación.

En voz baja, Enrique me comenta que hay noches en la clínica que son escalofriantes. Ha habido casos de enfermeros (incluyéndolo a el) que han escuchado una voz femenina que sale de alguna de las habitaciones durante el turno de la noche, llamándolos: “enfermero, enfermero”. Al final descubren que no es nadie. Enrique suelta una risa nerviosa y con cierta tensión menciona que cree que es una mujer que se suicidó en la habitación 6 de Retornar 1. Enrique encontró el cuerpo cuando ya era tarde. En la habitación 6 han ocurrido dos de los tres registros de suicidios en la Clínica. Enrique dice que no sabe por qué, pero que esa habitación siempre permanece fría, incluso en los días más calurosos del año. Efectivamente, cuando entré a la habitación 6 un frío penetrante transitó por mi cuerpo, era evidente el cambio de temperatura, al pasar de una antesala tibia y acogedora a una cuarto helado y turbador.

Cuando terminó la película los pacientes comentaban acerca de lo que habían visto. Los enfermeros, como si se tratará de un rebaño de ovejas, conducían a los pacientes al piso de arriba para almorzar. Llegamos nuevamente a un pequeño vestíbulo en donde las practicantes de auxiliares de enfermería, forradas en sus uniformes blancos –jóvenes de no más de 23 años que caminaban de un lado para el otro en pequeños grupos de dos o tres– miraban con curiosidad y desconfianza a cada paciente que iba llegando.

Me senté a almorzar con ellos alrededor de la mesa de flores azules. A mi lado derecho se sentó Pablo, con una camisa blanca y una pequeña mancha amarilla. Su pelo negro combinaba perfectamente con sus ojos deslustrados. Antes de extenderme la mano para saludarme, miró con desdén a Humberto, un paciente ensimismado que estaba enfrente de él. Humberto esperaba su comida en silencio. De pronto, Pablo alcanzó a tomar aire y las enfermeras se detuvieron, las auxiliares se apiñaron unas con otras, y yo deje de tomar apuntes en una pequeña libreta sobre la mesa. Pablo gritó:

-¡No me hable que a mi no me gusta que me hablen!

 

* Daniel Felipe Medina Jaime es estudiante de Ciencia Política y opción en Periodismo. Esta crónica se hizo en el marco de la clase Crónicas y Reportajes de la opción en periodismo del CEPER.

** Los nombres de los pacientes han sido cambiados para proteger su identidad.

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