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Recuerdos de un sobreviviente del Palacio

Hoy se cumplen 27 años de la toma del Palacio de Justicia por parte del M-19. Hernando Tapias Rocha, uno de los tres magistrados que sobrevivieron, recuerda la sangrienta acción en la que murieron 98 personas.

por

Laura Gallo Tapias


06.11.2012

Foto tomada de Eltiempo.com

Mi abuelo Hernando Tapias Rocha habla despacio. Escoge con cuidado sus palabras; nada es impulsivo, nada fuera de lugar. Hoy tiene 78 años y una historia de la que sólo hace poco entendí la magnitud. Con libreta en mano, le pedí que recordara de nuevo ese 6 de noviembre de 1985, cuando un comando armado del M-19 se tomó a sangre y fuego el Palacio de Justicia, en pleno corazón de Bogotá. Él fue uno de los pocos rehenes que salió con vida y uno de los tres magistrados que se salvó de que lo ejecutaran de un tiro en la cabeza. Su tragedia es sólo una de las muchas que ese día enlutaron a Colombia.

En ese momento él tenía cincuenta y un años y era presidente de la Corte de Casación Civil. Estaba casado y tenía dos hijas: mi mamá, Dominique, y mi tía, Ximena. Ese día estaba en su oficina con su secretaria Amanda Leal, en el tercer piso del Palacio de Justicia, uno de los edificios que enmarcaban la Plaza de Bolívar. Eran las once y media de la mañana. Recuerda que oyó gente que desde el corredor gritaba «Somos del M!, Somos del M-19!» e iban llamando a cada magistrado de la Corte Suprema de Justicia por su nombre diciendo: “no teman, les garantizamos la vida”.

Él se escondió bajo su escritorio; sabía que a ninguno de los magistrados les podía esperar nada bueno y como no mencionaron su nombre prefirió no llamar la atención. Pasó cerca de diez horas encerrado en su oficina. Se fumó seis cigarrillos (los que le quedaban) y las colillas que quedaban en el cenicero. En su escritorio guardaba su carnet de Magistrado. Mientras fumaba lo atormentaba una pregunta: ¿debía decir que casualmente visitaba el Palacio ese día, o sería mejor identificarse? Finalmente, optó por la segunda opción; se guardó los papeles en la chaqueta y esperó.

Retoma a sangre y fuego


Foto: Hernando Tapias Rocha y el expresidente Alfonso López Michelsen

La toma del Palacio era una nueva acción cinematográfica del grupo guerrillero Movimiento 19 de abril, o M-19. Nacido en 1970, este movimiento insurgente reivindicaba en un principio unos ideales políticos de izquierda y abogaba por una mayor participación democrática. Su estrategia no se limitó a la propaganda política: secuestros masivos como la toma de la Embajada de República Dominicana, atentados y golpes mediáticos como el robo de la espada de Bolívar en 1974 lo convirtieron en un grupo con gran ímpetu en el campo militar, y en especial en las acciones urbanas. La Toma del Palacio, sede de la rama judicial del poder político en el país, constituía uno de sus golpes más ambiciosos y mejor planeados. Los guerrilleros, muchos nacidos entre la élite de las ciudades, querían forzar un cambio constitucional tomando a los magistrados de las altas cortes como rehenes.

El asunto, no obstante, se les salió de las manos: la respuesta del gobierno, encabezado en ese momento por el expresidente Belisario Betancourt estuvo fuera de todo cálculo. El gobierno se negó a negociar. En lugar dió la orden de retomar el edificio en un contrataque militar. El Palacio fue sitiado y bombardeado por el ejército, más con el objetivo de acabar con los guerrilleros que de salvar a los rehenes: 98 personas murieron. Otras 11 personas están desaparecidas sin que la justicia haya establecido aún su paradero.

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Pero todo esto mi abuelo, acurrucado bajo su escritorio y en medio del fuego cruzado, no lo supo sino hasta varios días después. Mientras estaba en la oficina, recibió varias llamadas. Periodistas, amigos, chismosos y gente que le preguntaba “¿Qué está pasando ahí dentro? ¿Puede contarle al mundo qué es lo que ve?”, a lo cual él respondía “yo estoy encerrado y escondido debajo de mi escritorio, no tengo idea de lo que pasa allá afuera. Por favor, ¡cuéntenme ustedes qué pasa!”

El caos que se vivía dentro y fuera del edificio, la falta de información y el evidente riesgo en el que estaba no evitaron que se mantuviera sereno y reflexivo. Ni siquiera cuando unas horas después recibió un balazo en el costado. No pensaba en planes a futuro, en despedidas, en las cosas que no haría. Pensaba sólo en el momento que tenía que vivir: “en esa situación se está tan abstraído… lo único que existe es el peligro”, recuerda.

El palacio en llamas

El método del ejército para cumplir con la orden del gobierno fue tan burda como escalofriante: varios tanques Cascabel apostados en la Plaza dispararon. A punta de cañonazos abrieron varios boquetes en las paredes y en la puerta principal del Palacio. Hacia las diez de la noche el edifcio comenzó a arder en llamas (unos dicen que fue la guerrilla quemando expedientes que los implicaban a ellos o a otros delicuentes, otros dicen que fue el efecto de las balas de cañón). Mi abuelo y la gente que lo acompañaba en la oficina tuvieron que abandonar la oficina. Amanda, su secretaria, estaba al borde del desmayo a causa del humo, y él tuvo que ayudarla a salir. Al bajar las escaleras, la única vía de escape en ese momento, se toparon de frente con unos hombres armados. Iban vestidos de campaña, cargaban ametralladoras y granadas. En un primer momento él pensó que eran militares. Le gritó a uno: “¡cúbrame, yo soy magistrado!”, para luego descubrir que se trataba en realidad de un guerrillero.

Lo tomaron como rehén y lo llevaron al baño que quedaba en un nivel intermedio entre el tercer piso y el segundo. Allí pasó cerca de 17 horas en compañía de unas treinta personas más y diez guerrilleros del M-19. Entre ellos, estaban Irma Franco y Andrés Almarales, ambos en ropa de civiles. En este punto, como él mismo me lo ha dicho muchas veces, comienza un nuevo capítulo: las 18 horas de hacinamiento en el baño, desde las diez de la noche a las tres de la tarde del día siguiente.

Los combates habían alcanzado su clímax. Los guerrilleros salían por turnos a contestar el fuego. Almarales les decía: “sigue compa, ve y quiébralos”. El ruido era ensordecedor. Las explosiones no cesaban. Pese a la batalla que se libraba, recuerda mi abuelo que no hubo violencia o intimidación por parte de los guerrilleros hacia los rehenes. Quizás estaban demasiado ocupados repeliendo el fuego. La convivencia con los captores fue pacífica e incluso cordial. “Éramos amigos porque estábamos todos igual de jodidos”, dice mi abuelo. Me cuenta también que el silencio era muy importante. Por una parte, de esta manera podían oír lo que pasaba afuera; por otra, porque aun cuando había tanta gente en un espacio tan pequeño, no había de qué hablar, pues, como dice, “cada uno vivía su tragedia solo”. Amanda, su secretaria, era la única que lloraba. Lloraba por su hija, porque no quería dejarla sola. Un grupo de señoras comenzó a rezar, pero varios les piedieron que se callaran.

El enviado que no regresó

Los bombazos y cañonazos se fueron volviendo intermitentes, hasta que cesaron hacia las tres de la mañana del 7 de noviembre. Algunos rehenes incluso dormían. Él pudo tomar agua en una lata de leche condensada. Luego los guerrilleros lo prohibieron, alegando que el ejército seguramente había envenenado las tuberías. Tampoco podían prender la luz ni mucho menos salir del baño. Mi abuelo cruzó algunas palabras con Almarales, que tenía un pantalón de pana y un buzo verde. Recuerda claramente que éste le dijo, entre otras cosas al respecto del ejército, lo siguiente: “magistrado, usted no sabe esta gente quién es”.

Se reanudó el combate. El ejército había entrado al Palacio con tanques de guerra que habían logrado ascender por las escalinatas de la puerta principal. Los soldados que se habían agazapado detrás de los blindados le disparaban a cualquier cosa que se moviera; disparaban indiscriminadamente. Los rehenes gritaban a los militares que no dispararan, que había civiles y heridos. La respuesta fue más disparos y gritos como “¡cállense hijueputas!”.

“Necesitábamos que hicieran algo por nosotros porque el ejército nos iba a acabar”, recuerda. Pensó en postularse para salir del baño y mostarle al ejército que ahí estaban ellos, magistrados, civiles y heridos. Finalmente decidió quedarse: la incertidumbre al pasar la puerta era mucho mayor que la relativa seguridad del baño. “De la puerta para afuera, nada se sabía, salvo que allí había balas y había cañonazos”, dice.

Al verse acorralado, Almarales ordenó entonces a los magistrados que se alinearan contra la pared y depronto una ráfaga de balas los cogió a todos por sorpresa y él tuvo apenas el tiempo de protegerse el pecho. Los del M-19 habían decidido fusilar a los rehenes.

El grupo eligió a Reynaldo Arciniegas como delegado. Para mostrar que iba en son de paz necesitaban algo blanco y le pidieron la camisa a mi abuelo. En ese momento mi abuelo pensó que si se quitaba la camisa y la corbata y llegaba a salir vivo (o, en el peor de los casos, si llegaban a encontrarlo muerto), nadie lo reconocería sin el “disfraz” de magistrado. Se le ocurrió entonces una salida que le quitara esa preocuación: se quito la chaqueta, la corbata y la camisa, entregó su camiseta interior y volvió a vestirse. “Usted es increíble Hernando, le dijo el magistrado Manuel Gaona al verlo abontonarse de nuevo. «Mire cómo estamos todos nosotros, y usted encorbatado e impecable”. Arciniegas, aunque pudo escapar, nunca regresó por ellos.

Paredón de fusilados


Foto: Laura Gallo Tapias y su abuelo

Finalmente llegó la crisis. Los guerrilleros estaban completamente sitiados y sin municiones. Pero el M-19 no se rendía. Al verse acorralado, Almarales ordenó entonces a los magistrados que se alinearan contra la pared y depronto una ráfaga de balas los cogió a todos por sorpresa y él tuvo apenas el tiempo de protegerse el pecho. Los del M-19 habían decidido fusilar a los rehenes. Mi abuelo recibió un disparo que entró por el costado izquierdo, le perforó un pulmón y salió por el costado derecho. Casi todos cayeron muertos. Él cayó sobre el montón y se quedó quieto.

En ese momento dijo Almarales: “los que quedamos nos morimos todos”. Y tras una pausa, añadió: “salgan las mujeres y los heridos”. Mi abuelo logró levantarse y salir. Pero no todo estaba ganado. Los soldados que ya habían entrado al edificio por poco lo fusilan, pensando que se trataba de un guerrillero vestido de civil. Una de las ambulancias que esperaban a la salida del Palacio lo llevó al Hospital Militar. Hoy es el día en que no sabe muy bien de dónde sacó fuerzas para eso. Insiste en que salió vivo de puro milagro.

En total, pasó más de 28 horas sin comer y sin dormir. En la clínica, estuvo dos semanas en cuidados intensivos y sin visitas. La decisión la tomó el hospital cuando encontraron a un periodista que se hacía pasar por enfermero y restringieron la entrada. Tardó casi dos años en recuperar completamente la movilidad de los brazos y el funcionamiento del pulmón.

Él es uno de los tres magistrados que sobrevivieron. Once más fueron asesinados. Sorprendentemente, nunca sufrió de estrés postraumático y dice que nunca ha tenido pesadillas, ni ha sufrido de ansiedad o ataques de pánico relacionados con la Toma del Palacio de Justicia. Me ha dicho, eso sí, que aun veintisiete años más tarde los truenos le recuerdan el sonido de los tanques. Cuando se recuperó, regresó por cuenta propia al Palacio. No habían limpiado nada, todo seguía lleno de sangre tal y como él lo recordaba. Unos días más tarde demolieron el edificio, y con él todas las pruebas. Él puede hablar tranquilamente del encierro, de los cadáveres en el suelo, de los amigos que murieron. Sabe, sin embargo, que para muchos no es el caso; que la gente guarda rencores y tristezas. La exactitud de su relato y lo agudo de su memoria rinden homenaje a los desaparecidos y asesinados, y dan cuenta de la honda cicatriz que este incidente dejó no sólo en su vida sino también en la de muchos colombianos

*Laura Gallo es estudiante de Psicología y Literatura. Ésta nota se produjo en la clase Crónicas y reportajes de la Opción en periodismo del CEPER.

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