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“Protestar en Colombia es un oficio de valientes”: Mauricio Archila

Se cumplió un año del 21N, un hito en la movilización social de Colombia. Aunque las marchas para celebrar el aniversario no han sido masivas, el profesor Mauricio Archila, autor del libro Idas y venidas, vueltas y revueltas, no cree que la falta de gente en las calles hoy signifique que la protesta está deslegitimada. Entrevista.

por

Natalia Arenas


23.11.2020

Se cumplió un año del 21N, una movilización que sacó a personas que nunca habían salido a las calles. Las marchas convocadas para celebrar el aniversario no han sido masivas como las de hace un año. Sin embargo, el profesor Mauricio Archila, autor del libro Idas y venidas, vueltas y revueltas, que estudió las protestas en Colombia entre 1958 y 1990 y que sigue haciendo seguimiento a las movilizaciones desde el Cinep, no cree que éstas vayan a disminuir pronto, ni que la falta de gente en las calles hoy signifique que la protesta está deslegitimada. 

Cerosetenta habló con él sobre lo que implicó el 21N y las movilizaciones que han surgido desde entonces. 

Después de haber estudiado las protestas en Colombia durante tanto tiempo, ¿considera que el 21N significó un hito en la historia de la movilización social?

Si, es un hito por varios aspectos. Uno muy notorio fue la gran participación, el número. Tal vez no haya sido la mayor protesta del país, pudo haber incluso sido más masiva la de  febrero 2008 convocada desde el gobierno contra las Farc, pero fue bastante masiva. El 21N también fue muy importante en términos de los sectores que participaron. Había gente nueva, gente que no había salido a marchar. Me atrevería a decir que hasta había duquistas y uribistas, no la mayoría por supuesto, pero gente que posiblemente votó por este gobierno y que por uno u otro factor estaba desencantada. Otro elemento es la riqueza y la pluralidad de las demandas, que tiene un factor crítico en el sentido de que es muy difícil de negociar. Entre el primer pliego, el segundo, y lo que salía en las calles uno podría hablar de unos ciento y pico de reclamos, para no hablar de cosas puntuales que pudieron ocurrir en muchos municipios. Eso refleja una cantidad de inconformismos, o de desequilibrios, que es lo que nosotros medimos. Los movimientos sociales y las protestas no son ni buenas ni malas per se sino que expresan desajustes, desequilibrios de la sociedad. Son factores que, a mi juicio, ameritan considerar el 21N y los días siguientes como un hito de la movilización en el país. 

¿Usted siente que cambió algo tras esa movilización?

El 21N fue un catalizador o una expresión de una movilización que venía condensándose. Fue un punto alto, una cima en la movilización y recogió mucho descontento político. Nosotros hemos encontrado que el factor de mayor movilización en tiempos recientes se da en términos de incumplimientos de lo acordado. Comenzando por los acuerdos de paz, pero también todo lo que se concertó con los estudiantes en el 2018, que fue una movilización importante a finales del año. Lo que se concertó con el Chocó, con el Pacífico, con Buenaventura, con la Minga, en fin, muchas cosas que el gobierno de Duque fue acordando y que ha ido incumpliendo. Claro, por detrás hay problemas económicos, de infraestructura, de vías de comunicación, pero se formula muchas veces más como reclamos de cumplimiento, de vigencia de derechos, de políticas públicas. 

Después vino diciembre con su alegría y la movilización entró en otro modo. Y luego estalló el coronavirus. Todo eso afectó la movilización. Sin embargo, no es del todo cierto que el movimiento del 21N se haya deslegitimado y que no se haya podido materializar por el coronavirus, como afirmó Mauricio Jaramillo, conocedor del movimiento laboral de la Universidad del Rosario, en un artículo publicado el viernes en El Espectador. Ese artículo, a mi juicio, tiene frases desafortunadas. Obviamente en este momento no es posible acudir masivamente a las calles pero se le olvidó el 9, 10 y 11 de septiembre.  Termina diciendo que la protesta va a disminuir porque en el 2022 todo el mundo va a estar pendiente de las elecciones, cosa que es difícil de predecir pero no creo que vaya a ocurrir así. 

¿Por qué?

De entrada no creo que se esté deslegitimando la protesta, se está transformando, están mutando los repertorios. El gobierno sí quisiera deslegitimarla y no sé si también algunos sectores de la sociedad que apoyan al gobierno y que ven en toda protesta un acto subversivo, de castrochavismo. Pero la gran mayoría pensamos que la protesta es un derecho legítimo y responde a los desequilibrios, entonces claro que sigue siendo legítima. 

No creo que vaya a disminuir porque los problemas no se han solucionado, han empeorado. Lo que hizo el Covid fue desestructurar aún más lo que ya estaba descuadernado, como diría Carlos Lleras. Por ejemplo, el sistema de salud que venía mal por la privatización peló el cobre. Creo que no se han solucionado los problemas y más aún, el gobierno sigue incumpliendo. Es cierto que durante el Covid y mientras no se logre realmente una vacuna bien difundida, va a ser muy difícil volver masivamente a las calles, pero yo no creo que la gente esté muy contenta y que se haya deslegitimado la protesta. Lo que pasa es que en este momento no se puede salir por lo menos convencionalmente. 

En su libro usted habla de la indignación y el sentimiento de injusticia.  ¿Cree que estos factores pueden explicar lo que pasó el 9 y 10 de septiembre en Bogotá?

Sin duda. Aunque es un libro de hace ya 20 años, sin querer queriendo en ese capítulo anotaba lo que me parece un fenómeno clave y es el sentimiento de indignación, de injusticia, que articula sentimientos con razones. Lo que surgió esos días de septiembre fue una revuelta de la ira y, en ese sentido, los sentimientos estuvieron un poco al frente.  Tuvo que ver, obviamente, con una brutalidad policial que fue captada por las redes sociales. Pero también hubo lo que Habermas llamaría la acción comunicativa: la protesta necesita comunicación que en este caso se dio a través de esas redes. Hubo desmanes, evidentemente. Desmanes por parte de la de la policía, algo que es preocupante porque su mandato es proteger la vida, pero también hubo — aunque no tan generalizados como se quiso mostrar— actos de violencia por parte de algunos sectores de la protesta.

Hay otras cosas también que están influyendo ahí. Durante este gobierno la Policía ha adquirido otra vez una mentalidad de guerra fría, de ver el enemigo externo encarnado internamente. Por ejemplo, fue a la Policía a la que mandaron a controlar la pandemia, era la que nos mandaba a acostar, la que nos requisaba si salíamos. Y especialmente con los jóvenes hay la sospecha de que se van a colar en Transmilenio o van a robar. Esa mentalidad genera muchos roces entre los jóvenes y la policía. De hecho, casi todos los que murieron el 9 y 10 de septiembre eran jóvenes, de 30 para abajo, y de estratos bajos. No estoy diciendo que la Policía recibió la orden de disparar y matar a jóvenes de estratos bajos, pero sí habla de un roce, por no hablar de procesos históricos con el Esmad. Valdría la pena, por supuesto, reformar y cuestionar esto. 

También dice que, aunque las protestas en Colombia son muchas, no siempre tienen tanto impacto como la gente espera. Y lo atribuye a tres causas principalmente: la desigualdad y la falta de capacidad del Estado para tener el uso legítimo de la fuerza, de las que ya conversamos, y la falta de intermediación por parte de los partidos políticos y, en particular de la izquierda. De hecho, dice que el problema es el elitismo de la izquierda que considera que ya sabe cuáles son los problemas de la gente y por lo tanto, no hace un esfuerzo por encontrar consensos. ¿Esa falta de intermediación se mantiene o cómo se expresa hoy? 

Creo que eso aplicaba muy fuerte para esa segunda mitad del siglo XX, que es el período que yo analizo en el libro, pero hoy en día siento que hay signos de transformación. Primero por unos procesos casi estructurales e históricos como que muchos partidos se han acabado. Segundo, porque creo que quienes seguimos, hemos comprendido que con esas posiciones mesiánicas, de vanguardistas, poco se logra la transformación que buscamos. Creo que el vanguardismo de la izquierda, ese mesianismo, ha disminuido bastante. No ha desaparecido y no voy a dar nombres, hay mucho caudillismo todavía. Pero creo que las izquierdas han comprendido que hay que acercarse mucho más a la gente de carne y hueso. 

Eso me lleva a preguntarle por el liderazgo del Comité del Paro. ¿Por qué es tan difícil que haya liderazgo en estas movilizaciones?

Las formas organizativas que se construyeron en las democracias occidentales se han ido desgastando. En Colombia, hasta la subida de Álvaro Uribe, teníamos un bipartidismo histórico, pero hoy en día, el Partido Liberal y Conservador se han fragmentado mucho, la izquierda mucho más y también los sindicatos. Esas formas de organización no han desaparecido, y la idea no es que lo hagan, pero en este momento no dan cuenta de la dinámica social. 

También han irrumpido nuevos actores, nuevas demandas, se han pluralizado mucho. Eso puede hacer difícil la negociación: no es lo mismo negociar un pliego de 2 o 3 puntos a uno de 110, que se puede perder en minucias como hizo el gobierno con su ‘conversación nacional’. Lo poco que prometió y aceptó, como el tratado de Escazú, no lo quiere firmar, aunque se había comprometido con los ambientalistas. 

El liderazgo es difícil. En alguna época algunos teníamos como nostalgia del caudillo:  «Muerto Gaitán, ¿quién?» pero yo creo que no hay que seguir suspirando por un Gaitán. Por supuesto que el liderazgo tiene que renovarse. No puede seguir en una suerte de figuras masculinas, viejas, y resabiadas. El sindicalismo tiene que comprender que es una fuerza importante que convoca, pero ya no es esa fuerza movilizadora de hace unos años. Cuando se quedan solos, como ocurrió el 19 de noviembre, tenemos una marcha ordenada pero chiquita. ¿Por qué? Porque el movimiento estudiantil está hoy un poco en reflujo y ese fue el que puso mucha fuerza a finales del 2018, en el 21N, y de alguna manera, en septiembre. 

El liderazgo tiene que cuestionarse. Estamos ante otro modelo que en Colombia todavía no hemos aclimatado, un modelo mucho más horizontal del liderazgo sin la figura del gran líder o la gran lideresa, que ojalá integre distintos sectores, regiones, etnias, géneros, orientaciones sexuales. 

Usted ha dicho que el tropel no atrae sino que asusta e invita a la movilización pacífica, más parecida a la fiesta. Sin embargo, hay una percepción de que entre más tropel haya hay más incentivos por parte de los gobernantes para negociar. ¿Esa percepción es equivocada?

Es un argumento fuerte y alguna gente lo esboza, no solo en la práctica sino reflexivamente, pero yo no soy muy partidario de esa idea. Yo insisto en que los movimientos sociales tienen más contundencia por el número, por los argumentos, por los motivos y por las formas. Y creo que tienen mucho más impacto estas formas más lúdicas y festivas de protestar que el choque armado y la destrucción de los bienes públicos. 

Ahora, con gobiernos tan cerrados y tan sordos como este parecería que hay que hacer más bulla, porque con cacerolazos parece que no escuchan. Pero no estoy llamando a la destrucción. Esos choques tan violentos asustan y eso sí puede deslegitimar un poco la protesta. Esa es la insistencia que está haciendo el gobierno: querer identificar todo acto de protesta con vandalismo y con infiltración de la guerrilla y por ese lado, todo el que sale a protestar es un castrochavista. Así estamos fregados. 

Usted afirma en el libro que las protestas en Colombia en la segunda mitad del siglo XX no significaron serios desafíos al poder. ¿Considera que eso ha cambiado con el tiempo y con movilizaciones más recientes? 

Cuando escribía el libro todavía estaba vigente este relato de reformas, de revolución, la pregunta sobre cuál es el sentido emancipador de los movimientos sociales. Son preguntas que siguen estando al orden del día, pero por lo menos yo sí ya me he ido bajando de esa idea de la revolución, de ‘la toma del cielo por asalto’ y la transformación al otro día de la sociedad. No niego que esos procesos se puedan dar y, de hecho, hemos encontrado movilizaciones que terminan tumbando gobiernos y produciendo verdaderas insurrecciones. Pero por lo común, la gente que sale a la calle no está buscando destruir el gobierno o destituirlo. 

He notado mucha radicalidad que, aunque en este momento no se exprese en las calles, cuando se pudo expresar se expresó muy violentamente, muy fuertemente, el 9 y 10 de septiembre.  ¿Qué puede pasar en el futuro? No sé, pero en la medida que las cosas no se han solucionado sino se han empeorado, yo no creo que lo previsible sea que este gobierno vaya a terminar sin protestas. Pero que lo tumbe la movilización ciudadana, no creo. 

Todas las protestas hay que ubicarlas en sus marcos espacio temporales concretos. Comparar a Colombia con Bolivia, Perú o Venezuela no es muy adecuado así sean nuestros vecinos, para no hablar de China o de Francia. Lo que se ve en América Latina es que hay unos procesos fuertes de movilizaciones que sí pueden dar lugar a transformaciones por ejemplo en el plano electoral. Yo no le pongo todas las basas a eso y no creo que ahora la cuestión vaya a ser solo electoral, pero creo que por ahí pueden pasar algunas cosas interesantes. 

¿Todavía piensa que protestar en Colombia es de valientes?

Sí, sigue siendo algo de hombres y mujeres valientes. Más cuando hay toda esta cantidad de líderes asesinados, más de mil desde el 2016. Porque cae en ese estigma del enemigo interno y cuando no es la Fuerza Pública, son los paramilitares que no han desaparecido, se han rearmado y en algunas regiones siguen siendo muy fuertes y en otras, como Bogotá, sigue mandando amenazas. Entonces sí, aquí es de valientes hacer protestas, organizar sindicatos y crear organizaciones sociales.  Es un oficio muy peligroso. 

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