Cero y van tres. El alcalde de Medellín Daniel Quintero Calle insiste en tropezar con la libertad de expresión.
Su primera salida en falso se dio en campaña, cuando presuntamente intimidó a un periodista por cuestionar su relación con el petrismo: “al terminar el debate, Quintero se acercó y le dijo al periodista que le había hecho una pregunta malintencionada, pero que él iba a ser alcalde y que nunca se le iba a olvidar”.
Luego, cuando un grupo de mujeres lo denunció por acoso sexual por redes sociales, intentó manipular a medios de comunicación para obstruir la información, tal como lo reportó la Fundación para la Libertad de Prensa – FLIP.
Y la más reciente tensión tiene que ver con el contrato suscrito entre la Alcaldía y la empresa Selecta Consulting Group que, bajo el pretexto de hacer un «análisis estratégico de redes sociales», entregó un perfilamiento de particulares, entre ellos periodistas, con una narrativa que categoriza de “cibermilitantes” y califica las opiniones como “ataques”.
Quintero, sin embargo, no es el único político colombiano que parece revelar su incomodidad con la libertad de opinión y de prensa. Solo es “un hombre síntoma” de las formas que ha tomado la comunicación política en estos tiempos.
Lavar la imagen con recursos públicos
Estamos ante un gran problema, dice Jonathan Bock, subdirector ejecutivo de la Fundación para la Libertad de Prensa FLIP: “la batalla por el control sobre qué se dice, quién lo dice, para quién lo dice, cómo lo dice y cuáles son sus círculos de impacto”. Para él, casos como el de Quintero muestran un entero afán por obtener macrodatos sin destino concreto y que a esta generación de políticos ya no sólo le obsesiona lo que pasa por los medios de comunicación, sino también en el escenario digital.
La FLIP, sin embargo, revisa el hecho en perspectiva regional y nacional. Bock recuerda que, por un lado, cuando Quintero intentó pagar a medios de comunicación para obstruir la información sobre presunto acoso sexual, ninguno de los contratos contra ofrecidos en pauta se hicieron efectivos. Sin embargo, enfatiza, el Alcalde puso toda la maquinaria que tiene a su alcance para silenciar el debate.
“Querer tapar el tema, independiente de si tiene o no responsabilidad en lo que se le acusa, deja muy mal parado a Quintero pero, si me devuelvo en el tiempo, esa es una conducta repetida: Federico Gutiérrez también contrató a empresas de bots e influenciadores para que silenciaran o contrarrestaran su aparición en los Panamá Papers. Lo hizo con recursos públicos, cuando era un asunto personal. Lo más peligroso, entonces, es que los funcionarios están empleando la chequera pública para su cosmética”, dice.
Algo similar se puede decir del presidente Iván Duque. La FLIP publicó recientemente un informe dentro de su proyecto #PautaVisible que pone en evidencia la inversión de 20 mil millones de pesos en publicidad oficial durante los dos primeros años de gobierno. Además, reveló el contrato con la firma Du Brands que analizó 466 cuentas de Twitter (entre periodistas e influenciadores), clasificadas como Positivo, Negativo o Neutral, como se supo esta semana.
Si bien la publicidad oficial puede existir para anunciar una campaña de vacunación o una licitación, como explica Catalina Botero, ex relatora especial para la libertad de expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y decana de la Facultad de Derecho de la Universidad de los Andes, “de ninguna manera se pueden utilizar recursos públicos en asuntos que no sean esenciales al cumplimiento de las finalidades estatales: no se pueden utilizar para hacer publicidad personal, publicidad política en el sentido electoral, ni para crear tendencias que no son naturales en la conversación política”, dice.
Así, y como reconoce Jonathan Bock desde la FLIP, “utilizar recursos públicos para incidir en el debate, al menos sobre su imagen, despierta varias preguntas desde la ética”. El periodista cree que no solo habría que poner la lupa en contrataciones sobre monitoreos, sino también “en los discursos oficiales que empiezan a reaccionar a ciertas lógicas poco orgánicas en redes”, refiriéndose al uso de bodegas que emplean bots o personas para desviar el debate público o marcar ciertas lógicas de gobierno, como fue el caso de Gutiérrez y el Centro Democrático.
“Es preocupante cuando la utilización de algunas herramientas de tecnología para afectar el debate en redes sociales viene desde lo oficial, pero también porque no es un debate limpio, sino en el que hay de por medio empresas, dineros, intenciones políticas y manos invisibles, y ya no solamente personas intercambiando ideas. Esto, sin mencionar el ingrediente de violencia y agresividad que hay sobre los debates, que muchas veces se pone tóxico y con etiquetas estigmatizantes”, dice Bock.
Estigmatizar arrobas a costa de la privacidad
Para la Fundación Karisma, una organización de la sociedad civil que trabaja en la promoción de los derechos humanos en el mundo digital, hay una tensión clara: la tenue diferencia entre monitoreo y vigilancia. Carolina Botero, su directora, dice que es inadmisible que los perfilamientos provengan de las autoridades públicas, más cuando sus análisis imponen marcas sobre ciudadanos como “cibermilitantes”. Este parámetro no solo es estigmatizante, para ella, sino que demuestra la incapacidad, al menos del poder ejecutivo, de recibir veeduría.
“El gobernante considera que una persona ideologizada, radicalizada, no tiene forma de hablar con él. Eso no importa, el gobernante está obligado a aguantar toda crítica cuando elige la vida pública”, dice. Para ella, hay una ecuación clave: a mayor poder público, menos libertad de expresión. “De hecho, dentro de los estándares internacionales de derechos humanos yo puedo insultar a un gobernante porque soy una ciudadana común, él no puede hacerlo al revés, porque la libertad de expresión es inversamente proporcional al poder”.
Sin referirse a ningún caso concreto, la abogada Catalina Botero Marino reivindica algunas obligaciones claras de funcionarios públicos, al menos en el ejercicio de la libertad de expresión y, al mismo tiempo, en los deberes de contención y respeto de la privacidad con la ciudadanía.
Hay límites de los funcionarios públicos que se derivan, en materia de libertad de expresión, de obligaciones obtenidas en el momento de tomar posesión de su cargo.“Por un lado, tienen que entregar información fidedigna, completa, accesible y oportuna, y esos cuatro adjetivos son claves para el acceso a la información de interés público que reside en las arcas oficiales”, dice. Por otro, explica, “no pueden hacer uso de su poder discursivo para estigmatizar a quienes piensan distinto, son críticos o promulguen juicios que les parecen ofensivos. Y no pueden tratar de manera distinta a las personas por razón de su ideología. Tienen que ser neutros y no aumentar el riesgo de nadie”.
Al debate se suma entonces el caso ejemplificante del Ejército Nacional, cuando dejó visible una lista de “oposición” en Twitter y desarrolló una estrategia informática de recolección de información reposada en las conocidas ‘carpetas secretas’, con nombres precisos y datos adicionales sobre políticos, sindicalistas, opositores al gobierno de turno. Y también a periodistas.
Botero Marino explica que el Estado puede hacer el monitoreo hacia particulares solo si es para prevenir la comisión de ilegalidades o para sancionarlas, pero no existe la remota posibilidad de dirigir los recursos públicos a un monitoreo de personas particulares, sin que haya una habilitación legal u orden judicial. Si no la hay, dice, y si el monitoreo supone una intromisión a la vida privada de particulares, es claramente la privación de un derecho.
¿Qué pasa cuando esos particulares son periodistas? Es más grave. Según Botero Marino, la misión que cumplen los periodistas, jueces, defensores de derechos humanos, entre otros, hace que tengan una especial protección frente a injerencias estatales. “El perfilamiento a periodistas o a cualquiera de estas personas es muy grave, no porque estén en una situación privilegiada, sino porque cuando se amenazan, asesinan o estigmatizan, no hay que olvidar que están cumpliendo una función que le importa a la sociedad. En el momento en que se les vulnera, también se inhibe que cumplan esa función y, con la prensa, se está impidiendo que la sociedad pueda estar adecuadamente informada”, dice.
Así, el Estado tiene que abstenerse particularmente de generar cualquier intromisión en derechos que pueda impedir que esas personas, o cualquiera, cumplan adecuadamente sus funciones, salvo que exista autorización legal o en casos de afectación de derechos de orden judicial. Pero también, advierte Botero Marino, tienen que entender los funcionarios públicos que “el poder es un combo, y tienen que soportar el nivel de escrutinio, porque no es consustancial al ejercicio de su función no hacerlo, ni contratar bodegas para que los atiendan o para atacar a las personas”.
Retos en la comunicación política digital
El alcalde Quintero intentó justificar su monitoreo en redes como parte de una estrategia de comunicación digital. Para Carolina Botero, de Karisma, es apenas previsible que se explique de ese modo, pero critica las zonas grises del argumento.
“Están emulando y creando artificialmente la discusión y eso afecta el entorno público, que no debe confundirse con trolls que son lo que son, ni debe confundirse con que las redes sociales sean mecanismos de escape (porque entiendo que el internet hace sentir libres a muchos)”. Para ella, la distinción está en que esta artificialidad, por un lado y el monitoreo, por el otro, puede convertirse en vigilancia extrema desde lo oficial, bajo la idea de que son “análisis inteligentes”.
Es una situación similar a la que ella describió en su columna Ciberbolillo donde explica que la Policía Nacional está intentando adquirir un software de monitoreo de redes sociales. Si bien es su deber preocuparse por quienes vendan pornografía infantil, cometan ciberdelitos, estén con narcotráfico o con trata de personas, entre otros, también puede servir “como un mecanismo de sospecha generalizada que pone en riesgo los derechos a la intimidad, libertad de expresión, asociación y un largo etcétera”, escribió.
Se pregunta, entonces, si estamos haciendo un uso inteligente de la red con fuentes abiertas: “porque mientras no haya claridad de qué es lo que pueden y no hacer, no deberían adquirir esos software, ni deberíamos estar tranquilos con sus perfilamientos”, dice. Menos cuando esa licitación de la Policía, por ejemplo, le costaría al Estado casi 4.500 millones de pesos.
Catalina Botero Marino, por su parte, insiste en la responsabilidad desde las audiencias. Para ella, hace falta la pedagogía digital que implica desarrollar habilidades y competencias como evidenciar la paja del trigo, es decir, lo que vale la pena de lo que no: el ruido, la bodega, la manada, etc., de los razonamientos que se pueden compartir o con los cuales interactuar dentro de la comunicación política.
“Impedir la verdadera deliberación, y crear un parlante enorme que silencia otras voces que no tienen esa potencia, no contribuye a la deliberación. Antes, la comunicación política estaba controlada por focos extremos, hoy es mucho más abierta. Y, aunque eso haga que sea más poderosa para la gente inescrupulosa, también hay mucho más control de las audiencias si lo quisiéramos ejercer”, dice.
Además, hay leyes que prohíben estos comportamientos. El hecho de que no las acaten, para Botero Marino, no significa que no existan.