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Niños wayúu estudian con las uñas

En la escuela del Cabo de la Vela, Guajira, hay más voluntad de aprender que recursos. Los niños no caben en los salones y muchos caminan horas para ver un tablero.

por

María Andrea Rocha


03.12.2012

Foto: ex_magician@Flickr

Aarón, un indio wayúu, y su esposa María, una barranquillera que llegó al Cabo de la Vela buscando trabajo y terminó armando su familia, administran la ranchería Aparanchii, en el Cabo de la Vela.

Una mañana me acerqué a la cocina para pedirle a María mi desayuno. Los niños ya se habían ido al colegio y nos quedamos conversando. María empezó a contarme sobre la escuela a la que van sus hijos con algo de preocupación. “En el colegio vas a ver muchas anomalías. No hay un parque donde los niños puedan jugar, los baños están en mal estado, los salones y los pisos están muy deteriorados”. Además también me dijo que los salones eran estrechos para tantos niños, que no le gustaba mandar a sus hijos al colegio los lunes porque ese día los ponían a asear los baños y que cuando llovía no podían ir a clase porque el carro que les asignaron es más escaso que la misma lluvia. “A veces los sueltan lloviendo, se van los niños mojados con los libros mojados”.

Antes de hablar con ella, me había llamado la atención ver a niños muy chiquitos caminar solos al colegio bajo el sol ardiente de esta región que tiene uno de los registros de radiación solar más altos de toda Colombia. María me pidió que mostrara esa situación a ver si se podía hacer algo para mejorar las cosas. También dijo que le gustaría que a la escuela le pusieran una sala de computación y que todos los recursos que daba el gobierno no fueran a parar al internado ubicado en Media Luna a 30 minutos del Cabo de la Vela.

Fui hasta la escuela del Cabo donde un grupo de niños que estaba en la puerta me llevó a hablar con su profesora. “Aquí hay dos cursos en uno porque no tenemos espacio”, me dijo Carmen Marín, una profesora wayúu de tercer grado mientras me enseñaba un salón en el que parecía haber más niños que pupitres.

 

La situación es aún más grave. El comedor del colegio se usa también de salón de clases por la falta de espacio. La biblioteca es un cuarto de 2 metros cuadrados por mucho, empolvada y con poca luz. El parque no tiene columpios y efectivamente, como me había dicho María, me encontré con más de un niño con escoba en mano.

Otro problema que me explicó Carmen durante el recorrido fue la marcada diferencia de edad entre niños del mismo curso. En en el suyo, cuarto grado, la mayor de sus estudiantes tiene 17 años y la menor tiene 9. “Los niños se atrasan porque los papás los ponen a cuidar los chivos y a veces se trasladan… nosotros los wayúu estamos como los nómadas: un día estamos aquí y otro día podemos estar allá por la sequía… tenemos que trasladarnos con los animales a donde haya agua”.

A pesar de todo esto, el calor humano que se siente en la escuela es tal que me atrevería afirmar que los pilares que lo sostienen no están hechos de cemento sino de la voluntad, las ganas y el cariño que aportan tanto niños como maestros. Vale la pena que en sitios con tanto potencial humano, donde las ganas de los niños por aprender son tan evidentes (muchos caminan horas desde sus casas hasta la escuela) recaigan las miradas y los recursos de quienes tiene el poder de ayudarlos.

*María Andrea Rocha es estudiante de Ciencias políticas de la Universidad de los Andes. Esta nota se produjo en la primera edición del curso Periodismo en terreno del CEPER.

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