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Marina Joyce o la estúpida viralidad

  Hace una semana la vlogger Marina Joyce fue secuestrada por ISIS. Como una desastrosa víctima, fue maltratada y esclavizada por los jefes de esta organización terrorista. Usurparon su cuenta de Twitter, llenándola de emojis de muslitos de pollo y hamburguesas, burlándose de la condición vegana de esta insospechada celebridad. A través de una invitación […]

 

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Hace una semana la vlogger Marina Joyce fue secuestrada por ISIS. Como una desastrosa víctima, fue maltratada y esclavizada por los jefes de esta organización terrorista. Usurparon su cuenta de Twitter, llenándola de emojis de muslitos de pollo y hamburguesas, burlándose de la condición vegana de esta insospechada celebridad. A través de una invitación falsa que compartieron en todas sus redes, citaron a sus jóvenes e inocentes seguidores, que a pesar de las advertencias de otros youtubers allegados a Marina, cayeron víctimas de uno de los atentados más letales de la historia reciente de Inglaterra. Marina, por suerte, logró escapar de las redes musulmanas de tráfico sexual a la que había sido sometida, aunque no fue fácil. Alá se compadeció de ella y así pudo escabullirse hasta España. Luego, en un barco de carga, y escondida en un container de Zara, la descubrieron, pero al ver lo horrible que era el vestidito rosado que traía desde que los comandantes de ISIS la forzaron a hacer ese vídeo que dejó al descubierto su destino, no pudo llegar a puerto, pues ordenaron lanzarla al mar. Ella nadó y nadó, y desafiando toda lógica, llegó a La Habana, Cuba. Dicen algunos que la vieron en RCN junto a un grupo de inmigrantes ilegales cubanos que amenazaban con irse a la selva si el gobierno colombiano se rehusaba a darles asilo. Marina sólo miraba fijo a las cámaras, recordando lo que alguna vez fue de su vida gracias a YouTube. Otros dicen que llegó a Bogotá, cayó en las drogas y la indigencia, y murió por las causas naturales de la limpieza social…

Mentiras.
Esto no pasó. Pero el pasado 26 de julio, el internet enloqueció especulando sobre el bienestar de la ‘estrella’ de YouTube tras la publicación del vídeo “Date Outfit Ideas”. #SaveMarinaJoyce se convirtió en trending topic. Sus seguidores incluso llegaron a alertar a las autoridades de la localidad de Enfield en Londres, quienes twittearon dos veces verificando que Marina estaba bien y fuera de todo peligro.

Las conjeturas apresuradas y ‘conspiranoicas’ no se hicieron esperar cuando la youtuber inglesa apareció en su último vídeo con una inusual actitud y supuestamente extraño comportamiento. Se la veía tímida, incómoda y distraída, haciendo muecas disimuladas de terror, y llena de moretones. Su canal, compuesto principalmente por tutoriales de belleza estilo lolita kawaii y consejos sobre relaciones y estilo de vida, ya contaba con más de 600 mil suscriptores antes del inexplicable revuelo. Hoy, sobrepasa los 2 millones, y “Date Outfit Ideas” llegó a las más de 27 millones de visualizaciones y un cientos de miles de comentarios entre cizañeros y alarmistas que se preguntan por su bienestar.

Su mirada perdida, las rejas que sólo encerraban las ventanas de su cuarto, la sombra de un hombre asomado desde allí, una escopeta misteriosamente ubicada al lado de su cama, el reflejo en sus ojos de una mano haciéndole señas controladoras, supuestos mensajes en clave en su Twitter, otro hombre enmascarado escondido detrás de ella en uno de vídeos, el hecho de que solo se pintara la uña del dedo meñique (que según muchos es una señal de abuso doméstico), un cojín estratégicamente ubicado y estampado con las palabras “help me”… son apenas algunas de las explicaciones que han encontrado sus millones de seguidores para añadir leña al fuego conspirativo que se sigue acrecentando hasta el día de hoy.

Ella es tan sólo un ídolo más, en la nación híper-conectada del internet, que así como llegó al ojo público, ya mañana se irá.

En medio de la oleada de cyber-detectives que pasaron de stalkear a sus exes para hallar la verdad sobre el destino de la vlogger, Marina pretendió poner fin a las suposiciones, e hizo un vídeo de Q&A donde buscaba dar respuesta al groso ‘bololó’, y concedió un par de entrevistas a otros youtubers influyentes. Sin embargo, las respuestas que dio fueron ambiguas y no saciaron la sed de drama de la InTeRwEbZ, por lo que la histeria colectiva digital continuó. Las arbitrarias conjeturas se mantuvieron: algunos decían que en el chat en vivo le pedían señales a Joyce sobre su seguridad, a las que ella respondía –muy probablemente- por casualidad. Lo más llamativo, es que en medio de todo, ella aceptó que “sus fans” habían hecho todo este truco publicitario para ayudarla sin que ella lo supiera, y que estaba agradecida por la preocupación de todos, pues esto demostraba cuánto amor le tenían.

Luego apareció #BoycottMarinaJoyce…

Presumir la culpa o inocencia de Marina Joyce, es tanto inútil como necio. No es novedoso el comportamiento de sus seguidores, que siendo fanáticos enardecidos, desdibujan los límites entre lo real y la fantasía detrás de la pantalla. Desde que existe el star-system hollywoodense, existe el público que consume a estas estrellas que dan sentido y brindan algo de brillo a sus soledades.

Sin embargo, la nueva casta de celebridades nativas del internet han replanteado los códigos y las fronteras entre el mundo cotidiano que la mayoría habitamos, y las posibilidades de la fama al alcance de un clic. No es la misma admiración que sentimos por una legendaria Rita Hayworth –femme fatal de ensueño-, por la figura brillante de David Bowie, o la maestría pop de Beyoncé, que esa extraña y casi psicótica obsesión que estas generaciones sienten por las youtubers de moda, los bromistas de Vine o Snapchat, o las aspiracionales fashionistas de Instagram. La diferencia entre un estrellato y otro está en que el segundo tiene esa cualidad ‘real’, que lo hace cercano. Cuando vemos a Marina Joyce enseñándonos cómo maquillarnos para nuestra próxima cita, ella nos abre una ventana a un universo que refleja el nuestro: la ropa desordenada en el piso, la cama desecha en un nudo de sábanas sucias, su peinado hecho con la misma destreza que nosotros podríamos tener al intentarlo… En ella, como en cientos más de youtubers, los que están al otro lado del monitor, se encuentran a sí mismos.

Artistas jóvenes como la argentina Amalia Ulman han explorado en su obra la construcción de este tipo de identidades virtuales –en su caso ficticias- y el potencial de éstas en las redes sociales. En octubre del 2013, Ulman abrió su cuenta de Instagram por primera vez como testimonio de su obsesión por la belleza. Sus primeras fotos daban fe de una cirugía de aumento de pecho que luego escandalizó a sus seguidores al confesar que eran falsas. Sus seguidores, desprevenidos, habían encontrado en ella igualmente ese reflejo de los deseos, muchas veces imposibles, que llegan con la fijación extrema con los ideales femeninos –particularmente. Hoy, con algo más de 121 mil seguidores, Amalia Ulman continúa su performance digital, pero con un filtro más claro que permite el análisis crítico desde lo artístico.

Suponer que Marina Joyce tiene las mismas pretensiones es apuntar demasiado lejos. Ella es tan sólo un ídolo más, en la nación híper-conectada del internet, que así como llegó al ojo público, ya mañana se irá. Y al final me viene a la mente el filósofo surcoreano Byung-Chul Han, quien dice que en este tiempo no se tortura, sino que “se postea y se tuitea”.

 

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