Madres coraje

Noemí y Karina dejaron su casa siendo casi niñas para trabajar en una ciudad que no es la suya. Su misión: mantener a los hijos a los que la vida las obligó a criar solas.

por

Valeria Posada Villada


10.04.2012

Fotos: grahamc99 @Flickr

A la estridente Noemí, Guapi se le quedó pequeño. No sólo por que las reducidas condiciones de ese pequeño municipio no podían asegurarle ascender socialmente sino porque no quería estar más en el campo. Karina, una mujer de 21 años y cabellera negra, explica que en la costa, y en Barranquilla en particular, el mal pago por el servicio doméstico (180.000 pesos) alcanzaba a duras penas para la comida. Ambas dejaron atrás sus ciudades natales y llegaron a Bogotá con algunas maletas y la esperanza de que la ciudad les diera lo que antes no habían conseguido.

La búsqueda por un empleo mejor pago y unas mejores condiciones de vida para ellas y para sus hijos hacen parte del sueño de muchas familias que dependen sólo del ingreso de la madre. El crecimiento vertiginoso de hogares monoparentales está estrechamente ligado a las migraciones rurales-urbanas que impactan a Bogotá debido a que en ella se consiguen mejores oportunidades de empleo a nivel nacional y se constituye en una razón para escapar del conflicto armado rural al cual están sujetas muchas familias.

La mayoría de éstas mujeres engrosan la informalidad laboral como vendedoras ambulantes, tenderas y empleadas domésticas. La urgencia de un ingreso para sostener a una familia le impide a muchas mujeres dedicar tiempo a la educación, en momentos en que ella debería ser la prioridad.  Esto las confina a menores perspectivas de crecimiento y empoderamiento social lo que trae mayor inequidad de género entre los hombres y las mujeres colombianas.

Guapi sabanero

“Camine le muestro mi mansión, amiga,” dice Noemí, de 34 años, cuando llega a la última estación del alimentador de Transmilenio que dice Sierra Morena. “Todavía estamos en Bogotá, unas cuadras más adelante llegamos a la jungla”.

Su hogar se encuentra ubicado en lo que ella misma define como “un cuarto de Ciudad Bolívar, un cuarto de Soacha y un cuarto de Bogotá.” Quizás ella misma no sabe dónde queda la otra fracción. Caminando entre el lodo, las cantinas polvorientas y los jeeps que escuchan rancheras a todo volumen, Noemí va describiendo los lugares que se encuentra. “Esta es una zapatería, acá compramos las verduras baratas y por allá queda mi finca. ¿Si ven que ya no es tan bonito todo como la estación?”

Le pregunto por una loma alta que pude ver: “Esa es el palo del ahorcado. Se llama así porque mucha gente a llegado a colgarse allá”, argumenta ella mientras simula con su mano estrangularse.

Noemí hace parte de los 270 mil migrantes internos que llegan cada año a Bogotá, según cifras del Dane. Ella salió de Guapi, su pueblo natal en la costa pacífica del Cauca, en compañía de su ex esposo. La precariedad económica en la que la pareja llegó a Bogotá los llevó a ubicarse en uno de los barrios marginales de esta ciudad. Allí, ya se han establecido redes de migrantes cuyos hilos siguen atrayendo a familiares y concidos de todas partes del país. Un jardín infantil del Bienestar Familiar y un colegio público, es lo poco que les recuerda que viven en la capital.

Su único contacto en la ciudad era su hermana Casimira. A través de ella Noemí llegó a buscar trabajo: “Todos mis trabajos los he buscado yo misma como en una cadena alimenticia. Cuando llegamos acá, tuvimos a mis dos hijos Naryi Katherine y Luis Fernando y cuando la niña tenía 6 y el niño 7, él me dejó porque el amor se acabó. Entonces me puse a trabajar para sacar adelante a la casa y me compré este lote de millón quinientos para construir una casa hace 3 años. Hasta ahora todo me ha costado seis millones y lo he sacado de mi sueldo para que aunque digan que soy pobre a mí no me moleste pues esto lo he sacado con el sudor de mi frente”, dice Noemí.

Parece que toda la comunidad negra de Guapi en Bogotá viviera en este barrio. Las tiendas de variedades, entre ellas una llamada “Naty”, tiene como foto principal la foto de una mujer negra. Varios niños al son de sus chaquiras corren entre las piedras jugando con los tubos de mangueras rotas. “Nos quedamos sin agua desde el día de ayer que se taparon los tubos y no nos hemos podido bañar. Ahorita todos los hombres están trabajando en destapar la cañería”, explica Noemí, mientras caminamos por su pequeño Guapi sabanero.

Noemí señala su casa a lo lejos. Varios hombres con palas trabajan en las tuberías mientras toman aguardiente Nectar y saludan con confianza. Noemí baja por un barranco hasta llegar a una pequeña construcción oscura de ladrillos y cemento. Dentro de la casa, palas y ladrillos se apilan junto a la cocina. El preacario cableado eléctrico de la casa no está entubado. Los cables cuelgan y recorren la casa. “Les presento a mi mansión”, repite Noemí, “cuidado con los cables que si los mueven se pueden electrocutar.”

Las condiciones en las que vive Noemí también las comparte el 20 por ciento de las mujeres cabeza de familia en Bogotá que se encuentran en los tres estratos más bajos. La pobreza y el empleo informal las ha llevado a asentarse en los barrios más marginales de la ciudad que muchas veces no tienen los servicios mínimos necesarias como el acueducto, la luz y el gas. “El gas lo pago pero yo me pego a mis vecinos para tener luz, me sale más barato así.”

Noemí asume un horario extenso de trabajo. Le toma dos horas de camino llegar a  la casa en donde trabaja en la Colina Campestre, un barrio de clase media de la ciudad. Entra a las once de la mañana y sale a las nueve de la noche. A la “jungla” está llegando cerca de la media noche. Afirma que le da miedo volver a esa hora pero que no tiene más opción que “agacharle y darle para dentro por que qué más”.

Las largas jornadas de trabajo de Noemí hace que su hija Naryi se quede sola al cuidado de la casa toda la tarde. Su hijo, que vive ahora con su abuela en Guapí, la visita cuando está de vacaciones. A pesar de la inseguridad, ella explica que “si los vecinos se protegen unos a otros y una perra blanca que se mantiene por el barrio nos ladra –junto con Dios– todo estará bien”.

Así, Noemí debe llevar a cuestas la carga de una doble jornada que muchos empleadores desconocen. La situación la resume de manera clara un informe del 2003 de la Consejería para la Equidad de la Mujer, una oficina de la Presidencia de la República: “La alta presión de un mundo laboral a la medida de los hombres desconoce la doble función del trabajo productivo y reproductivo [de las mujeres cabeza de familia] y de allí resulta su alta participación en el sector informal más compatible con sus obligaciones domésticas”.

Aunque absorbida por las obligaciones de su trabajo, Noemí quiere estudiar enfermería. Para eso, dice que necesita conseguir un mejor trabajo, donde sus “patrones” le dejen algo de tiempo para cuidar a su hija y estudiar. Sin embargo, ella intuye que dejar el trabajo actual es un riesgo muy alto. Algo que las cifras parecen confirmar: el desempleo femenino aumentó un 14.4 por ciento a nivel nacional en el 2010. Pero la cifras no coartan sus sueños. Piensa construir un mejor baño donde la lavadora no incomode con el uso del sanitario y pueda, por fin, hacer entre toda la tierra apilada de uno de sus cuartos, la sala que quiere.

“Alcánzame el arroz con coco”, dice Noemí haciendo una pausa al recuento de sus proyectos futuros. La olla con tapa sin manija parece peligrosa. “Cuidado te quemas”, le advierte su amiga Alviris.  “No, tranquila que no me quemo.- dice Noemí- Yo ya no me quemo”.

Mucho macho

“Yo apenas tenía catorce y mi mamá nos abandonó y mi papá nos cogió rabia a nosotros seis”, recuerda Karina sentada a las afueras del conjunto residencial donde trabaja como empleada también en el barrio Colina Campestre. “Mi papá nos maltrataba muchísimo entonces nos echó de la casa y todos cogimos caminos diferentes”.

Buscando un lugar para vivir en Barranquilla, Karina acudió a varios conocidos. Fue ahí donde apareció Walter Pacheco, un amigo soltero que vivía aún con su madre y que estaba dispuesto a arrendarle un sitio para vivir temporalmente. A medida que el tiempo fue pasando y Karina no conseguía un ingreso estable para pagarle, y Walter empezó a acosarla. Karina parece viajar con su mirada a lo que fueron esos años: “él abusaba de mí y me pegaba pero yo no hacía nada por la necesidad de tener un techo en donde vivir”, dice en voz baja. “Fue mi primera vez y quedé embarazada. Yo no quería tener a ese niño. Quería abortarlo pero él no me dejó.”

Sus estudios también quedaron truncados. Walter le impedía estudiar porque decía que la mujer era para la casa. “Él me decía que yo que iba a estudiar, que yo iba era a ‘perrear’ al colegio”. Así, sin tener noticias de ninguno de sus hermanos, abandonada a la merced de Walter, dedicada al cuidado de su hijo Carlos y encerrada dentro de la casa, transcurrieron cuatro años de su vida.

Karina entonces describe la hostilidad de su ambiente, “Él me pegaba al frente del niño con frecuencia, y aunque la mamá viera que él me estaba pegando, nunca hacia nada. Todo eso siguió hasta que por fin mi hermano, Giancarlos Martínez, me sacó de allá. No pude llevarme al niño porque cómo hacía sino tenía siquiera con que alimentarlo. Me tocó dejarlo pero al final me tuvieron que internar porque yo me estaba volviendo loca. Yo escuchaba que él corría y me gritaba. Por fin me lo trajeron y me puse a trabajar en Santa Marta como empleada.”

Sin embargo, Walter acudió al Bienestar familiar para recuperar la custodia de Carlos. Karina intentó ganar la pelea pero el ICBF consideraba que sin un empleo o vivienda estable, el padre era el único que podría ofrecerle una opción de vida a Carlos. “Walter trató de amenazarme para que volviera con él diciendo que si no volvía, iba a dar al niño en adopción. Yo no acepté. De todas maneras, Carlos ahora vive prácticamente con su tía Consuelo y no con su papá y yo me comunico con el niño aunque él a veces me diga que yo lo dejé a él y me vine para acá.”

La falta de acceso de la mujer –y no solo de la mujer cabeza de familia– a unas oportunidades laborales decentes y su mayor vulnerabilidad frente a la situación de pobreza, la hace más proclive a tener que soportar actos de violencia. El daño sicológico sigue siendo una agresión que, aunque reconocida en la ley, como la 1257 del 2008, no moviliza la acción de las autoridades.

Le pregunto si el ICBF alguna vez se enteró como era su situación en el momento en que decidió huir, si le preguntaron por qué se separó o si sabían del maltrato al que estaba sometida. “No, nunca me preguntaron eso.”

“Yo quiero estudiar pero prefiero empezar hasta el próximo año que traiga a mi hijo desde Barranquilla a vivir conmigo”, aclara Karina ahora que está lejos de aquel que no la dejo salir adelante, “no me quiero quedar de empleada doméstica toda la vida. Yo quiero validar mi bachillerato y ser enfermera.”

“Yo nunca he sabido de la existencia de ninguna ley para mí”, comenta Karina al preguntarle si ha acudido al Estado por ayuda. Reconocidas como sujetos de política por primera vez en la ley 82 de 1993 bajo el mandato del presidente César Gaviria, las mujeres cabeza de familia saltaron a la vida nacional como un espectro de las cambiantes relaciones sociales. Se hicieron beneficiarias de organismos como el SENA, en donde podrían adquirir capacitación y se proyectó garantizarle un estado de derechos plenos como sujeto político. En el 2008, ante el crecimiento de las familias monoparentales, la ley fue ampliada.

Pero no basta hacer leyes. Según el Instituto de Estudios Urbanos de la Universidad Nacional, los largos procedimientos y la excesiva burocracia restringen el acceso de la gente a los beneficios de programas que podrían ayudarlos o que están diseñados para ello. En el caso de la migración urbana, pueden pasar hasta dos años desde que se produce la migración hasta que se recibe la primera ayuda. Esto agota la paciencia de la gente, que muchas veces prefiere canales de ayuda informal.

Cualquier contacto en la ciudad sirve como canal para conseguir recursos y la técnica del “rebusque” no sólo en la calle sino a partir de empleos informales parece ser la salida a la miseria de muchas mujeres cabeza de familia. “Nunca he recibido ni tenido un subsidio de vivienda. El Estado no me ha dado nada pero como sea, lo importante es que me lo he ganado con el sudor de la frente”, concluye Noemí mientras mira a través de su ventana a la muchedumbre reunida para arreglar el acueducto “La unión es la que hace la fuerza, nuestra unión es la que hace la fuerza,” dice.

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Valeria Posada Villada


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