El 27 de diciembre del año pasado, el Consejero Presidencial para los Derechos Humanos y candidato a Fiscal General de la Nación, Francisco Barbosa, sostuvo que, con respecto al asesinato de líderes sociales en Colombia, “no podemos hablar de sistematicidad, ya que cada territorio tiene sus particularidades”. ¿Es posible considerar como particulares cientos de casos que se han extendido por casi tres años en varios departamentos del país? Si el objetivo es investigar, juzgar, sancionar y prevenir el homicidio de más líderes, la triste realidad con la que empieza el año 2020 obliga a una reflexión mucho más juiciosa sobre el concepto de sistematicidad.
En la misma alocución, Barbosa afirmó que “del 1 de enero de 2019 al 17 de diciembre de 2019, se registraron homicidios en 5,17 % del territorio nacional, es decir, en 58 municipios. En otras palabras, en el 94,83 % del país, durante ese periodo, no se produjeron crímenes contra líderes sociales. En total, se constataron 84 casos. Para ese mismo periodo se evidenció una disminución del 25 % de crímenes con relación al periodo comprendido del 1 de enero de 2018 al 17 diciembre de 2018 donde se presentaron 112 homicidios”. Así presentadas, las cifras parecerían esperanzadoras: fueron asesinadas 84 personas, pero ya no 112. Además, solo hubo homicidios en una insignificante porción del territorio nacional. El consejero también añadió que “es doloroso que cualquier colombiano muera”, sin embargo, evitó hacer la suma de los dos últimos años: 160 líderes asesinados según cifras de las Naciones Unidas.
Inicia 2020 y el panorama parece empeorar en vez de mejorar. Ni la presentación menos escandalosa de los números puede explicar por qué en los primeros 15 días del año ya han sido asesinados 20 líderes sociales. Además de las cifras recogidas por las Naciones Unidas y citadas por el gobierno nacional, organizaciones sociales como Indepaz estiman que, del 1 de enero al 8 de septiembre de 2019, 155 defensores habían sido asesinados.
Indepaz asegura que desde la firma del Acuerdo final de paz van 777 casos de homicidios: 132 en 2016, 208 en 2017, 282 en 2018 y 155 en 2019. Por su parte, la Defensoría del Pueblo reportó un total de 482 casos desde diciembre de 2016 hasta junio de 2019 y la Fiscalía General de la Nación indicó que fueron 302 los homicidios desde la firma del Acuerdo y hasta enero de 2019. A principio del año pasado, el entonces Fiscal General, Néstor Humberto Martínez, admitió sistematicidad en los asesinatos de líderes sociales y defensores de derechos humanos. Reconoció la existencia de un plan para acabar con la vida de estas personas y afirmó que los homicidios no obedecen a casos aislados. Añadió que los principales autores son grupos armados organizados.
Más allá del debate sobre las cifras y la metodología para obtenerlas, es imposible que semejante cantidad de muertes violentas, vinculadas entre sí por el tipo de liderazgo que ostentan las víctimas en sus territorios, sea aleatoria. Todas las fuentes comparten que quienes han sido asesinados o bien propendían por la restitución de tierras tras la terminación de la confrontación armada con las FARC-EP, o bien abogaban por la implementación del Acuerdo final de paz, sobre todo en los puntos 1 y 4, sobre Reforma rural integral y la Solución al problema de las drogas ilícitas, o simplemente tenían la capacidad de organizar a las comunidades para defender los territorios en espacios en los que grupos armados ligados al narcotráfico y otras actividades legales e ilegales -herederos del paramilitarismo o excombatientes de FARC-EP alejados del Acuerdo de paz- buscan control. Por ello, los líderes constituyen un estorbo, una amenaza al poder violento, local o regional.
Parecen causas variadas, pero responden al mismo patrón: allí donde el Estado es cooptado por la criminalidad, es ausente o inoperante, la ciudadanía busca liderazgos para proteger la vida y la dignidad. Las personas que sobresalen en estos procesos se vuelven obstáculos para el control armado violento y entonces son señalados, estigmatizados, amenazados y, finalmente, asesinados.
La palabra clave es “sistemático”.
El temor a usar el calificativo para estos casos tiene que ver con que el adjetivo tiende a confundirse y agotarse de manera excluyente en tres sentidos: 1) sistemático es aquello que responde a un plan centralizado; 2) sistemático es aquello que ocurre a gran escala, que es masivo y grave; 3) sistemático es aquello que es responsabilidad del poder ejecutivo y las fuerzas armadas. Si bien cualquiera de las tres acepciones de sistematicidad ha sido parte de la jurisprudencia de los tribunales híbridos e internacionales encargados de juzgar crímenes de guerra, crímenes de lesa humanidad, genocidio y agresión, agotar la definición en solo uno de los sentidos señalados es erróneo.
Es aquí donde el concepto de patrón resulta más útil que el de planificación para entender la sistematicidad. Un patrón es una manera de abstraer una serie de conductas que, si bien es difícil identificar su fuente de planificación, al ser recurrentes indican la imposibilidad de ser hechos aislados. Por ejemplo, cuando observamos que cada vez que un ciudadano levanta su voz contra un poder armado local es amenazado y asesinado. La repetición no accidental y con cierta frecuencia de una conducta similar -como el homicidio de quien tiene algún tipo de liderazgo- es un patrón. Esta aproximación evita la trampa en la investigación criminal de creer que, si no hay una directiva, política o práctica escrita u oral identificable, no hay prueba de la sistematicidad. En una lógica inductiva, ver la reproducción de una serie de conductas en el tiempo y el espacio debería bastar para afirmar la imposibilidad de la aleatoriedad de los eventos. En otras palabras: que en tres años hayan sido asesinadas al menos 500 personas que tenían algún tipo de liderazgo local responde a un patrón que no puede ser investigado como 500 hechos aislados que ocurren únicamente por las particularidades de cada territorio.
En casos como la parapolítica o el asesinato de líderes sociales la investigación criminal debe girar hacia un enfoque macrocriminal y asumir que detrás hay colectivos de personas ejecutando las acciones de manera organizada.
Ahora bien, otro concepto clave, crimen de sistema: aquel que se ejecuta siguiendo patrones de conducta, no puede ser cometido por una sola persona. Requiere de aparatos criminales que distribuyan tareas, compartimenten la información y cuenten con alguna jerarquía organizativa. Cuando los aparatos criminales no son propiamente estructuras castrenses reconocibles, es posible identificar patrones criminales dentro de instituciones del Estado (si bien no son el Estado en su totalidad). Dichos aparatos tienen como vocación el ocultamiento de sus actividades, el borrar el rastro de sus órdenes, el desconocimiento de los liderazgos. La parapolítica, por ejemplo, fue un fenómeno que involucraba dimensiones militares (los ejércitos paramilitares), financieras (narcotraficantes y terratenientes), políticas (alcaldes, gobernadores y senadores), socioculturales (el discurso contrainsurgente y del enemigo interno) y transnacionales (organizaciones internacionales que usan, apoyan y se benefician de las redes criminales locales). Todos estos elementos hacían que investigar la parapolítica meramente como un acto de corrupción de un individuo no favoreciera en nada el desmelenamiento del aparato criminal. Por el contrario, lo fortalecía al desviar los recursos investigativos a establecer la responsabilidad de chivos expiatorios, de autores materiales de los crímenes que no daban cuenta de la operación de la organización criminal ni facilitaban su destrucción.
En casos como la parapolítica o el asesinato de líderes sociales la investigación criminal debe girar hacia un enfoque macrocriminal y un análisis en contexto, es decir, se debe asumir el presupuesto de que detrás de fenómenos en los que se repiten series de conductas similares y en donde ocurren victimizaciones numerosas, hay colectivos de personas ejecutando las acciones de manera organizada y existen redes de apoyo y estrategias para mantener los crímenes en la impunidad. De nuevo: el asesinato de al menos 500 personas en menos de tres años, cuya relación común es su liderazgo territorial, debe entenderse como el resultado de acciones colectivas. Buscar los responsables en tal contexto puede seguir dos estrategias complementarias: 1) por acción, identificar, además del sicario o el gatillero, la red que dio la orden de una serie de asesinatos que comparten características similares; 2) por omisión, identificar a los funcionarios del Estado que omitieron su deber de garantizar los derechos fundamentales a la vida e integridad de las personas asesinadas y establecer grados de participación en la conducta de acuerdo con su conocimiento y su capacidad de tomar decisiones para evitar los crímenes.
Al escribir oraciones como “primer líder asesinado en 2020”, se resignan a un destino de muerte sistemática para la nueva década.
En un enfoque macrocriminal hay una íntima relación entre legalidad e ilegalidad. Una conducta criminal no puede llevarse a cabo sin un contexto legal que la facilite y oculte. Por ejemplo, no es posible el despojo de tierras sin un notario reconocido legalmente que permita transferir los títulos de los bienes usurpados a campesinos a individuos o empresas que indujeron, promovieron a facilitaron el desplazamiento forzado de dichos campesinos. Tal aproximación implica siempre preguntarse si funcionarios del Estado, civiles o de la fuerza pública, hacen parte del aparato criminal por acción u omisión. La prevención de la comisión de nuevos asesinatos debe pasar entonces por endilgar responsabilidades a estructuras criminales y nunca quedarse solamente con aquel que aprieta el gatillo, pues tal sujeto es el que, en sentido macrocriminal, ostenta la menor responsabilidad sobre el crimen: es una parte contingente, sustituible, fungible de la acción colectiva criminal.
Negar la sistematicidad es una manera de soslayar la gravedad de lo que sucede y un obstáculo para hallar responsables y evitar futuros homicidios. Que ocurran 84 asesinatos de líderes sociales en un año en lugar de 112 es una pérdida para el gobierno, no un avance. A todas luces, un solo liderazgo eliminado son años de formación, lucha y perspectiva que pierde la democracia en un Estado de derecho, sin contar el amedrentamiento que constituye para la sociedad civil ver a quien alza la voz por su comunidad y su territorio, acallado violentamente. Igual de indignante es leer titulares de prensa que aceptan tácitamente que más homicidios vendrán. Al escribir oraciones como “primer líder asesinado en 2020”, se resignan a un destino de muerte sistemática para la nueva década.
Nuestro pasado violento, de series de homicidios que han llevado incluso al exterminio de partidos políticos en Colombia, nos ha obligado a acoger herramientas de investigación para develar crímenes de sistema que no se limitan al ámbito penal ordinario. Dados los patrones en los que el asesinato de líderes sociales viene ocurriendo en el país, no hay razón para desconocer que responden a un fenómeno macrocriminal. Es entonces un deber legal y ético asumir su investigación, juzgamiento y sanción, no como hechos aislados y particulares que pueden disminuir paulatinamente, sino como conductas sistemáticas cometidas por aparatos criminales que deben ser desmantelados inmediatamente.