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Latinoamérica desprotegió a las mujeres durante la pandemia

El confinamiento obligado dejó más vulnerables aún a las mujeres de América Latina. Esta investigación de Centinela COVID-19 en Brasil, Colombia, Ecuador, Guatemala, México y Nicaragua muestra los diversos rostros de la tragedia silenciosa y de las fallas en los endebles sistemas de protección oficial.

Alejandra estuvo dos horas y media en el asiento trasero de un patrullero junto a su agresor. Los dos habían sido detenidos, luego de una pelea en el balcón de su casa, en un pueblo de Pichincha, a dos horas de Quito. 

Cuando llegaron los policías comunitarios —que, en Ecuador, son los encargados de “construir una cultura de convivencia pacífica y de seguridad ciudadana”— preguntaron qué había pasado. Francisco* —su esposo y también agresor— les dijo que ella estaba loca, que él solo quería irse en paz y ella no lo dejaba. Alejandra lo interrumpió y dijo que él había sido violento con ella, que no era la primera vez, que por favor hicieran algo. 

“No me diga cómo hacer mi trabajo”, dice Alejandra que le respondió uno de los policías.

Entre gritos e interrupciones, ella les contó que tenía una boleta de auxilio, que no era la primera vez que él la golpeaba. Pero en ese momento, por los nervios o un descuido, solo tenía la copia del documento que certifica que a ella le ampara una medida administrativa inmediata de protección. Ese papel, dijeron los agentes, no era suficiente. Entonces, se los llevaron detenidos a los dos. Eran las cinco de la tarde de un día de marzo de 2020, pocos días después de que Ecuador y otros países de la región comenzaron sus restricciones estrictas de movilidad para frenar los contagios del covid-19 que ya dejaba 5 mil muertos en el mundo. 

En este pueblo no hay oficina de la Fiscalía ni unidades judiciales, solo una Unidad de Policía Comunitaria (UPC). Los policías llevaron a Alejandra y Francisco hasta Santo Domingo, una ciudad a dos horas, para los exámenes de peritaje.

–Dónde es que tiene los golpes.

– Enséñeme las heridas.

– Levante los brazos.

– Mire para acá, mire para allá.

– Ya, no tiene nada, hasta luego.

Recuenta Alejandra que, como siempre de manera tan mecánica, la examinaron. “Te hacen llenar unas hojas, escribes, casi no hablas. Ellos conversan por otro lado con otra gente”. 

Alejandra dice “como siempre” porque no era la primera vez que un médico legal la examinaba. En 2017, cuando tenía poco más de un año con su pareja, él le fracturó la nariz. Esa vez estaba en Quito y fue a la Fiscalía para denunciar. De la Fiscalía la mandaron a un hospital para que la examinaran. Como la fractura no le causó lesiones o incapacidad de más de tres días, la agresión no fue clasificada como un delito sino como contravención. 

Francisco estuvo preso por 15 días y ella logró su boleta de auxilio. “De verdad es horrible pero si no tienes una herida profunda o no está roto algún hueso, no le prestan atención”, dice Alejandra, y continúa contando cómo fue el segundo proceso, en marzo de este año.

Después de los exámenes en Santo Domingo, regresaron al pueblo. “Los policías no sabían qué hacer, no sabían cómo proceder porque todo estaba cerrado por la cuarentena”.

La pelea, el viaje a la otra ciudad y el peritaje ocurrieron la tercera semana de marzo, unos días después de que el gobierno declarara el estado de excepción por la pandemia. El toque de queda empezaba a las nueve de la noche y se extendía hasta las cinco de la mañana. Cuando el presidente Lenín Moreno declaró la emergencia, obligó que cerraran  los servicios públicos “a excepción de los de salud, seguridad, servicios de riesgos y aquellos que —por emergencia— los ministerios decidan tener abiertos”. Aunque la secretaria de Derechos Humanos, Cecilia Chacón, dice que nunca dejaron de atender casos de violencia de género, activistas como Geraldine Guerra —que mantiene una red con mujeres de las 24 provincias del país— aseguran que la atención fue a medias. Los registros de la Fiscalía parecen corroborarlo: entre el 17 de marzo y 18 de mayo de 2020, las denuncias por violencia física cayeron en un 47 % y las de violencia psicológica en un 65 % frente al año anterior.

 Esa noche de marzo, los policías, sin saber qué hacer, pusieron a Alejandra y Francisco a dormir en la UPC, en cuartos separados. En la mañana, los llevaron a otra ciudad a dos horas para que ella pudiera poner formalmente la denuncia. Si no hubiera habido confinamiento obligatorio, Alejandra debía haberla puesto la tarde anterior. Pero tuvo que pasar la noche detenida, y hacerlo al día siguiente. 

Esa misma mañana fue la audiencia en una unidad judicial que sí estaba abierta en otra ciudad cercana. La jueza le dio 15 días de cárcel a Francisco. La boleta de Alejandra de hacía tres años seguía vigente pero como no le había servido, se la reemplazaron por otra medida: una orden de restricción del agresor. Hoy ella vive con el pánico de que su agresor vuelva a buscarla.

Martha de Nicaragua, Ximena de Colombia, Octavia de Guatemala y Olivia de Brasil, cuyos nombres completos reservamos por el riesgo que corren, viven con el mismo terror. Sus Estados no han hecho lo suficiente para protegerlas de agresores a quienes han denunciado ante las autoridades policiales o judiciales, en algunos casos más de una vez.

Ellos saben dónde viven y las han vuelto a buscar en plena pandemia.

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Ser mujer víctima de una agresión y poder obtener protección del Estado ha sido siempre difícil en América Latina, pero la pandemia y los extendidos períodos de confinamiento -locales o nacionales- que muchos países decretaron para hacerle frente al coronavirus agravaron aún más la situación.

Estudios y reportes regionales e internacionales sugieren que la violencia contra mujeres creció en el encierro. Los pedidos de auxilio continuaron, a pesar de que miles de mujeres dejaron de llamar porque no tienen saldo en sus teléfonos o conviven con sus agresores. Pero, más allá de esas cifras frías, la pandemia ha revelado la ineficacia de las autoridades y la deficiencia de sus rutas de atención y de la administración de justicia para proteger a mujeres de toda la región, como Alejandra en Ecuador, pero también como Octavia en Guatemala, Ximena en Colombia, Martha en Nicaragua y Olivia en Brasil.

No es lo único que cambió con la crisis de salud pública. También emergieron nuevas formas de violencia contra las mujeres, como las que ha sufrido Amanda en México, y las autoridades no estaban preparadas para responderles. 

Ahora que la transmisión del covid-19 en la región bajó y muchos países pusieron fin a sus largas cuarentenas, no pareciera que los gobiernos hayan tomado nota de las debilidades de sus sistemas para proteger a las mujeres de la violencia.

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 Un Estado que no habla el mismo idioma que sus ciudadanas 

A Octavia Matilde Chen la golpeó el alcalde auxiliar de Lagunita Chipaj con su vara de mando. Pero Juan Mateo Tiquiram Carrillo, el principal funcionario estatal en esta aldea en Uspantán, al noreste de Guatemala, no solo usó la vara de madera que le distingue como autoridad indígena, sino también sus manos, dejándole moretones en el cuerpo. Ese día, mientras recibía los golpes del iracundo alcalde, Octavia llevaba a su bebé de 4 meses anudado en la espalda.

Esto sucedió el 13 de abril, un mes después de que se ratificara el estado de calamidad por la pandemia en Guatemala. Entre las medidas aprobadas para garantizar el distanciamiento social se incluía el cese del transporte público, la aplicación de bonos de auxilio a los desempleados y exenciones en el pago de facturas de los servicios básicos.

Juan Tiquiram había citado en la escuela a los vecinos de Lagunita Chipaj para comunicarles las nuevas decisiones y también para aprovechar y aumentar su popularidad, inscribiéndoles en listados que no eran realmente necesarios para recibir alimentación u otros apoyos estatales. Según cuenta Octavia, a esta reunión llegaron cerca de 100 personas, algo que a ella le molestó puesto que sabía que las aglomeraciones eran riesgosas por el contagio y estaban prohibidas en el país. Esto la llevó a confrontar al alcalde auxiliar.

En ese momento Juan Tiquiram no dijo nada. Pero cuando Octavia se dirigía  a su casa, la  persiguió y, en un punto del camino, comenzó a golpearla, enojado porque esta mujer maya k’iche’ lo había desautorizado delante de todos los vecinos. La golpeó en las manos, en la espalda y en la parte baja de su estómago.

 Octavia esperó al día siguiente para dirigirse al Ministerio Público de Uspantán, la comunidad a la que pertenece su aldea, a poner la denuncia. Como no había transporte público, caminó los 10 kilómetros, acompañada de su vecina Petrona Pinula, quien presenció la agresión. Llevó a la caminata a su bebé, quien había vivido la golpiza colgado en su espalda. Pero al llegar al Ministerio Público, estaba cerrado.

Se puso en contacto con Amada Aj Ajcot, de la organización MujeMaya por la Verdad y Justicia de Uspantán, un grupo de mujeres sobrevivientes de la violencia que trabajan ad honorem para ayudar a otras mujeres a salir de ese ciclo de violencia. Contactó al 1572, un número de la Policía Nacional Civil que anteriormente  funcionaba solamente como número de pánico para que mujeres pudieran pedir auxilio al sufrir violencia simplemente por ser mujeres, y que, a raíz de la pandemia y las restricciones a la movilidad, se habilitó para que también puedan interponer las denuncias penales asociadas. 

La línea -que hasta agosto había recibido 200 mil llamadas, según información de la Fundación Sobrevivientes- es gestionada por la Policía Nacional Civil en Coordinación con la Secretaría de la Mujer del Ministerio Público, ambas del orden nacional.

Quienes atienden el teléfono son mujeres agentes, sin una formación específica sobre cómo atender casos de violencia contra las mujeres. Además, ninguna de las agentes policiales habla en los idiomas mayas, en un país donde el 40 % de la población es maya, según el último censo de 2019 y en el que, hasta la actualidad, muchas de las mujeres son monolingües en alguna de las 22 ramificaciones de este idioma en el país.

 Esto hizo que a Octavia, quien habla en maya k’iche’ y uspanteko, pero muy poco castellano, se le dificultara mucho dar la información del suceso a la agente que le atendió. “La agente de policía dijo que no era violencia de género, porque para ser violencia de género la tenía que haber golpeado su esposo. Dijo que era una amenaza”, explica Amanda, que ha hecho las veces de su traductora.

 Octavia no es la única que no ha podido poner una denuncia en su idioma materno, por lo que varias organizaciones de mujeres han ayudado en estos meses con traductoras. “Hacemos llamadas a tres al número 1572, con la mujer denunciante y una traductora”, explica Paula Barrios, directora de Mujeres Transformando el Mundo.

Gracias a esa mediación, lograron que las autoridades aceptaran la denuncia de Octavia por violencia contra la mujer. Sin embargo, no le hicieron el peritaje físico ni psicológico requerido. “No le dieron ni medidas de seguridad. Ella regresó a su comunidad como si nada, otra vez exponiéndose al peligro”, explica Amanda.

La llamaron para ratificar su denuncia el 13 de agosto, cuatro meses después del suceso. En ese momento, ya no tenía moretones. Le dijeron que le iban a realizar una videollamada del Instituto Nacional de Ciencias Forenses (Inacif) para realizarle el peritaje psicológico, pero Octavia no tiene un teléfono inteligente ni una computadora. Al no hablar castellano, le dijeron que la otra posibilidad era trasladarse al municipio de Nebaj a llevar su caso, pero Octavia tampoco tiene dinero para pagar sus pasajes hasta allí.

Mientras tanto, las amenazas hacia Octavia han continuado. A comienzos de octubre, Amanda Aj la encontró muy asustada: había recibido una llamada de Tiquiram, en la que -según le relató ella- el alcalde auxiliar le avisó que quemaría su casa para que no pudiera seguir el caso. En la noche, al sentir un olor a gas, el miedo de Octavia -como el de Alejandra- había aumentado.

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Cuando las puertas físicas cierran y las digitales no son suficientes

Un martes en julio, Olivia buscó uno de los centros de asistencia social de la ciudad donde vive, en el interior de São Paulo, el estado más poblado de Brasil. Quería que la escuchara un psicólogo con el que pudiera hablar de las agresiones que sufre en su propia casa, a manos de su marido, 20 años mayor que ella. “Necesitaba abrir mi mente, escuchar que no soy tan mala como él habla de mí”, dice.

Según Olivia, los episodios de violencia física y psicológica han ocurrido desde el inicio del matrimonio hace 15 años, pero se intensificaron mucho durante los primeros meses de la pandemia, cuando él pidió vacaciones y ella dejó de trabajar temporalmente como empleada doméstica, por acuerdo con sus empleadores, debido a la cuarentena. “Ahí es donde viví mi peor infierno”, afirma.

Exusuaria de drogas e hija de una víctima de feminicidio – hace dos décadas, su madre fue apuñalada hasta la muerte por su pareja, a quien había denunciado –, Olivia tiene miedo de ir a la policía y no cree que haya “justicia para las mujeres” en Brasil. Aunque el país cuenta con una legislación avanzada para combatir la violencia doméstica, su historia familiar la hace escéptica del sistema y, para ella, recurrir al poder judicial significa “salir de un infierno para entrar en otro”. Por eso, después de pensarlo mucho, finalmente decidió buscar ayuda en otro lugar que no fuera la comisaría de policía.

Pero cuando llegó al centro de atención estaba cerrado, evidencia de cómo la pandemia ha limitado – en vez de ampliar – el acceso a los servicios de asistencia a las mujeres víctimas de violencia doméstica.

En la ciudad de Olivia, no hubo orientación oficial de la municipalidad para que estos espacios, llamados Centros de Referencia en Asistencia Social (CRAS), funcionaran a distancia durante la pandemia. Pero debido a la pandemia, algunos comenzaron a trabajar con cita previa, lo que sucede hasta hoy. Ese fue el caso del centro al que fue Olivia: por teléfono le dijeron a este equipo periodístico que la puerta se mantenía cerrada por razones de seguridad, pero que, si la persona tocaba el timbre, podía ser recibida. Sin embargo, Olivia dice que no había nada ni nadie que informara de esto a las personas que buscaban ayuda. «Simplemente lo encontré cerrado y después escuché en la televisión que no había fecha para la reapertura», recuerda tres meses después.

Los CRAS están en áreas de vulnerabilidad social en Brasil. Mantenidos por las municipalidades y por el gobierno federal, proporcionan atención gratuita a la población y servicios básicos de protección social. Por estar en muchos lugares y servir a mucha gente, a menudo funcionan como puerta de entrada a la red de protección de las mujeres víctimas de la violencia. Desde allí, ellas pueden ser encaminadas a los canales públicos de asistencia jurídica o al Sistema Único de Salud (SUS).

En algunos municipios del país, los centros funcionaron con cita previa debido al covid-19, algo que, según varias organizaciones, supuso una barrera adicional para que las mujeres buscaran ayuda. “Como no atienden al público [en persona], terminan ofreciendo menos lugares de refugio y protección a estas mujeres”, dice la abogada Letícia Ferreira, de la organización TamoJuntas, que ofrece atención multidisciplinaria gratuita a víctimas de la violencia de género en todo Brasil. 

Tras encontrar sus puertas cerradas, Olivia volvió a casa desanimada. “Un lugar así tiene que estar abierto todo el tiempo, porque no vas a la hora que quieres, sino en el momento en que surge la oportunidad. Pensé: ‘Ahora sí me salió mal, es una advertencia de Dios para no buscar nada’”, se lamenta. 

Durante la cuarentena, Brasil no solo restringió el acceso a la asistencia social: también lo hizo con el acceso a la justicia. Algunos tribunales estatales – con jueces especializados en violencia doméstica – y defensorías públicas también operaron a distancia durante los meses más críticos de la pandemia, como ocurrió en el estado de São Paulo donde vive Olivia. 

Esto creó un obstáculo para que la justicia pudiera otorgar medidas de protección de emergencia a las mujeres. “Muchas veces, las solicitudes de esas medidas son presentadas por abogados privados, pero en el caso de las mujeres en situación de vulnerabilidad, se hacen a través de las defensorías públicas y de los centros de referencia que cuentan con un servicio socio-jurídico. Con estos servicios cerrados, el número de solicitudes fue menor”, dice Letícia Ferreira. “Nuestra asistencia, que era en persona, de repente se convirtió en 100 % online. Aunque identificamos tasas más altas de violencia doméstica, hubo menos demanda de nuestro servicio”, coincide Nalida Coelho, defensora pública en la ciudad de São Paulo.

Normalmente las mujeres también pueden solicitar medidas de protección en las comisarías de defensa de la mujer, distribuidas por todo el país. Para ampliar las posibilidades de denuncia durante la cuarentena, São Paulo, Bahía y otros estados crearon canales digitales para el registro de casos de violencia doméstica. 

Sin embargo, la desigualdad en la conectividad a internet en Brasil limitó el alcance de esa iniciativa bienintencionada. “Esto ayuda pero no lo resuelve, porque varias mujeres no tienen acceso a internet y no pueden usar sus computadoras o teléfonos celulares porque están constantemente vigiladas por el agresor”, dice la psicóloga Juliana Martins, de la organización cívica Foro Brasileño de Seguridad Pública (FBSP). 

Los datos de un estudio del FBSP parecen confirmar el problema: de marzo a mayo, el número de medidas de protección concedidas por los tribunales en cuatro estados brasileños disminuyó en comparación con el mismo período en 2019. São Paulo, por ejemplo, vio una caída de 11,6 %. Otra encuesta de la misma organización sobre los impactos de la pandemia en los índices de violencia brasileños constató que, durante el primer semestre de 2020, el número de feminicidios creció 1,9 % en Brasil y las llamadas a la policía por casos de violencia doméstica lo hicieron en 3,8 %. Sin embargo, las estadísticas de agresiones por violencia doméstica cayeron 9,9 % en las comisarías de Brasil, una contradicción que -para Martins- sugiere que la violencia no ha disminuido, sino que “la mujer que está confinada con su agresor probablemente tiene dificultades para acceder a los canales de denuncia o pedir ayuda”.

Olivia parecería ser la ilustración de esta paradoja. Sin la fuerza para buscar ayuda de nuevo, continúa viviendo en una constante situación de violencia con su marido. 

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Cuando solo la denuncia pública en redes sociales activa a las autoridades

Ximena llevaba dos años denunciando que su expareja la ha agredido varias veces. No había logrado que las autoridades tomaran nota. Hasta que, en plena pandemia y confinamiento, tomó una decisión contundente: lo expuso en redes sociales.

Sucedió después de un nuevo ataque.

Esa noche de junio, Ximena fue a buscar a su pequeño hijo de dos años a casa de su expareja, en la ciudad caribeña de Barranquilla, Colombia. Al llegar, se percató que ambos estaban dormidos y decidió regresar más tarde. Ella estaba en la esquina conversando con una vecina, cuando él la llamó y le avisó que su hijo acababa de despertar. “El niño te está llamando”, cuenta que le dijo.

Ximena regresó de inmediato y entró a buscarlo, pero se dio cuenta que aún dormía profundamente. En ese momento él cerró la puerta abruptamente y le propinó un puño a la altura del ojo. Ximena imploró que la dejase ir. Él se fue corriendo al patio, y ella aprovechó para buscar las llaves, pero cuando abría la puerta, sintió un golpe contundente en la cabeza. Se tocó y notó que estaba sangrando.

“En ese momento perdí el conocimiento”, dijo. “No recuerdo mucho, pero sé que cuando reaccioné, me dolía la espalda. Sentía demasiado dolor en todo el cuerpo, incluso en mis ojos. Sin duda me había golpeado mientras estaba inconsciente. Supongo que él pensó que ya estaba muerta. Como pude, corrí con mi bebe hasta mi casa”.

Ese día Ximena decidió exponer su caso públicamente en Instagram para pedir ayuda, porque no había logrado protección efectiva. “Siempre que voy a las instituciones, me dicen que las medidas de protección van a ser un hecho, pero al final todo queda en promesas”, dice.

Desde abril de 2018, cuando presentó su primera denuncia por violencia intrafamiliar agravada ante la Fiscalía General de la Nación, sus solicitudes de protección policial o acciones legales han terminado en cortantes frases de funcionarios distantes y muchas veces hostiles. 

– Detalle su denuncia, que necesitamos tenerlo todo en el documento.

– Si el agresor es consumidor de estupefacientes, esa es la reacción usted debe esperar de él.

– ¿Es que acaso usted no se dio cuenta de que él no estaba en sus cabales? Por eso él hizo lo que le hizo.

– Apresúrese, no tenemos todo el tiempo para usted.

 

El resultado: “Yo vuelvo a mi casa con más miedo”, dice. A pesar de varias golpizas con botellas, puños y patadas, de despertar ensangrentada, con dolores en la espalda y la cabeza, Ximena no lograba que el mecanismo diseñado para atender a mujeres violentadas por sus exparejas la protegiera.

En dos ocasiones acudió a este, sin resultados. Dos veces intentó poner una denuncia ante la policía judicial y solo una avanzó ante una comisaría de familia. Pero solo en una llegó hasta la Fiscalía, la última etapa de la ruta, sin conseguir que tomara alguna decisión judicial en su favor.

En medio de esa frustración, Ximena decidió dejar de salir de su casa para evitar arriesgarse. La medida tampoco funcionó: su agresor pasó a acosarla a ella y a su familia en su propio hogar. Su calvario reflejaba una tendencia común en Colombia: en el 2019, solo el 15 % de los casos de violencia intrafamiliar reportados fueron esclarecidos e imputados, según la Fiscalía General.

Recordando esa angustia, tras esta nueva agresión, Ximena subió un video en su cuenta de Instagram. “Por favor, necesito que me ayuden. La Fiscalía y las autoridades no hacen nada. Por eso, acudo a este medio, porque de verdad, ya siento que no puedo más. Él me dice que me va a matar, incluso intentó matar a mi mamá”, decía a la cámara. Con el rostro amoratado y enlagrimado pero con voz pausada, Ximena detalla esos minutos de horror. En un momento se le ve respirar con dificultad, rompe en llanto y luego retoma la denuncia, dice el nombre de su agresor y de las entidades a las que había acudido en busca de ayuda. Implora a las autoridades que le ayuden.

Su video rápidamente se volvió viral, y fue replicado una y otra vez por personas que tienen muchos seguidores en las redes sociales y por varios medios. Un abogado penalista especialista en investigación criminal le ofreció acompañarla legalmente y reactivar su proceso.

A la mañana siguiente, la presión mediática logró lo que en dos años había sido una ilusión vana: 810 días después de su primera denuncia, las autoridades hablaron públicamente de su caso y se comprometieron a brindarle apoyo. Primero fue la Alcaldía Municipal, luego la Fiscalía, después la policía e incluso la personería distrital.

El Instituto Nacional de Medicina Legal le otorgó 12 días de incapacidad médica. Su caso entró al seguimiento al protocolo de valoración de riesgo epidemiológico semestral del Ministerio de Salud y Medicina Legal, que detalla que en Colombia hay 15 mil mujeres en riesgo de sufrir feminicidio. Un 46 % de ellas está en riesgo extremo y el restante 54 % en riesgo moderado, según ese reporte nacional.

Esa situación se agravó en los seis meses de confinamiento entre marzo y agosto. Las llamadas a líneas de emergencia aumentaron en un 142 % en relación al año anterior. Eso significa que cada 25 horas se presentó una denuncia por feminicidio en el país. Cada 10 minutos, una por violencia intrafamiliar y cada 25 minutos una por delito sexual. 

Con su denuncia en redes sociales, Ximena logró que por fin la Fiscalía abriera una investigación y que el 20 de julio -menos de un mes después- ordenara la detención de su agresor. Tres días después, el abogado de Ximena solicitó en audiencia que fuese enviado del centro policial donde estaba detenido, a una cárcel. Hoy se expone a una pena de ocho años si es imputado por el delito de violencia intrafamiliar agravada.

Veintiocho días le tomó a las autoridades capturarlo. La única diferencia entre esa celeridad y la desidia que encontró en anteriores ataques es que Ximena expuso públicamente las fallas del sistema que aunque está diseñado para proteger a mujeres agredidas como ella -y como Octavia, Alejandra y Martha- funcionaba mal, y en tiempos de pandemia con el Estado funcionando a medias, se hizo aún más lento y hostil para ellas.

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Vulnerables entre las más vulnerables 

La pandemia ha develado que la violencia contra las mujeres no solo aumenta en casa. En México ha surgido otra forma que afecta particularmente a trabajadoras sexuales y a mujeres que son víctimas de trata con fines de explotación sexual.

“A veces traemos toallitas húmedas con las que se desinfectan las mesas, con cloro. No siempre las usamos porque el cloro es dañino”, cuenta Amanda, 26 años, vía telefónica desde Tlaxcala. “A veces solo nos bañamos con agua normal y nos pasamos la toallita desinfectante para que nos huela el cuerpo un poco a cloro”.

Esa es la solución que ha ingeniado Amanda para reducir un riesgo casi tan nuevo como la cepa del Sars-cov-2 que ha causado el coronavirus. Con el trabajo complicado, cuenta que se ha vuelto frecuente que los clientes les pidan a ella y a sus compañeras ducharse con agua y cloro o usarlo como enjuague bucal. Los dos hombres que, dice, les dan “protección” a ella y a seis mujeres más se cercioran de que la desinfección ocurra.

– ¿Han sentido alguna reacción adversa por el uso del cloro?

– Yo no, ni siquiera mareos. Solo a veces ardor o comezón, pero se quita muy rápido.

– ¿Y tus compañeras?

– Ellas sí. Mareos, sobre todo.

El Frente Nacional Feminista Abolicionista, una organización que trabaja por erradicación de la trata de personas y la explotación sexual de niñas y mujeres en México, ha denunciado desde mayo esta práctica.

“Las obligan a bañarse con cloro”, afirma la abogada Teresa Ulloa Ziáurriz, directora de la Coalición Regional contra el Tráfico de Mujeres y Niñas en América Latina y el Caribe e integrante del Frente. La información le llegó a través de las organizaciones que atienden a mujeres en situación de prostitución en el estado central de Tlaxcala, a unos 120 kilómetros de la Ciudad de México. “Sabemos que se trajeron a Tlaxcala a la mayoría de las mujeres que estaban en las redes de trata, a las que tenían explotando en Nueva York. Las llevaron a hoteles de distintos municipios de Tlaxcala y estuvieron promoviendo que continuara la explotación de la prostitución ahí”, añade.

El cloro es un compuesto químico utilizado para la desinfección de superficies y blanqueamiento de telas, pero altamente dañino para la salud de las personas. La Organización Panamericana de la Salud advirtió de su toxicidad en agosto, mientras los casos de covid-19 continuaban en escalada en el mundo y el presidente Donald Trump incluso lo había promocionado sin pruebas como tratamiento. “Si se ingiere puede causar irritación de la boca, el esófago y el estómago, con un cuadro digestivo irritativo severo, con la presencia de náuseas, vómitos y diarreas, además de graves trastornos hematológicos, cardiovasculares y renales. La disminución de la presión arterial puede dar lugar a síntomas graves como complicaciones respiratorias debido a la modificación de la capacidad de la sangre para transportar oxígeno”, dice el reporte del brazo regional de la Organización Mundial de la Salud.

Actualmente no hay una cifra real sobre la cantidad de mujeres inmersas en esta actividad en México que permita entender la dimensión del problema. Tampoco se ven acciones efectivas del Estado para contrarrestarlo. 

“Cuando empezó todo esto del covid supimos que la actividad se complicaría, no solo porque bajaría la cantidad de servicios y el dinero, obviamente, sino porque nos pondríamos en un mayor riesgo de contagio. Esta actividad de por sí es riesgosa; con el covid se triplicaron los riesgos”, dice Erika, de 27 años. Ella es trabajadora sexual desde hace cuatro y lo hace de forma independiente en Ciudad de México, sin terceros que controlen su actividad o sus ingresos. Desde que empezó la pandemia se promociona a través de WhatsApp y OnlyFans, una herramienta online donde los usuarios pagan para ver el contenido erótico que ella publica.

 Quizás por eso Erika ha estado a salvo de esta nueva modalidad de violencia, aunque ha oído que le ha ocurrido a otras mujeres. A ella por fortuna un solo cliente le ha sugerido el cloro como método de desinfección, “pero solo fue una sugerencia, ni siquiera una exigencia o una obligación- cuenta- Yo creo que si me hubiera querido obligar, me voy. Le dije que mejor nos bañáramos juntos”. 

Hay otro factor que está agravando el problema: quienes acompañan a las mujeres más vulnerables tienen ahora menos recursos para hacerlo. El recorte presupuestal que hizo desde febrero de 2019 el gobierno de Andrés Manuel López Obrador a las organizaciones de la sociedad civil que trabajan con mujeres ha reducido su capacidad de brindar apoyo. Ahora, en julio de 2020, López Obrador recortó también 151 millones de pesos (7.7 millones de dólares) al presupuesto del Instituto Nacional de las Mujeres, como parte de las medidas de austeridad para enfrentar la pandemia. “Se está sacrificando la protección de las mujeres por criterios meramente administrativos o financieros, cosa que sí nos parece grave”, reclama Teresa Ulloa Ziáurriz.

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500 hombres agresores de mujeres salieron de la cárcel 

‘Martha’ tiene miedo de morir. A mediados de julio su esposo, que estaba condenado a un año de cárcel por amenazarla de muerte, fue liberado bajo un cambio de régimen que le otorgó el gobierno de Daniel Ortega, en Nicaragua.

Supo que su expareja sería excarcelada porque unas amistades que trabajan en el Sistema Penitenciario Nacional se lo advirtieron, aunque oficialmente nadie del gobierno o de alguna autoridad judicial la puso sobre aviso. 

Unos días después, ella misma confirmó que él estaba libre. Lo vio rondando su casa.

 Desde entonces, ‘Martha’ pasa sus días sumergida en la incertidumbre y en el miedo. Ha dejado de ir a los lugares que antes frecuentaba, porque varias veces lo ha visto de lejos. Incluso el hombre ha llegado a sentarse enfrente de su trabajo y por las noches le ha apedreado la casa. ‘Martha’  está tan desesperada que ya puso su casa en venta.

“Tengo miedo de que en cualquier momento cumpla su amenaza”, dice la mujer, quien pidió no ser identificada por su nombre real. Teme por su vida y por represalias.

Entre el 12 de febrero y el 12 de septiembre de 2020, el gobierno de Nicaragua liberó a 7.920 reos que permanecían recluidos en cárceles de todo el país. La mayor excarcelación ocurrió en la segunda semana de mayo, coincidiendo con el inicio de la curva de contagio de covid-19 en el país centroamericano. “Cumpliendo con nuestro compromiso responsable, cristiano y solidario, (se) entregó a sus familias y regresaron a sus hogares 2.815 personas (2.727 varones y 88 mujeres), que fueron excarcelad@s (sic) con el beneficio legal de convivencia familiar, incluyendo personas de la tercera edad con padecimientos crónicos”, informó el Sistema Penitenciario Nacional.

Las organizaciones nicaragüenses que trabajan en la defensa y promoción de los derechos de las mujeres y en contra de la violencia machista, identificaron entre esos excarcelados a más de 500 hombres que estaban purgando penas por delitos de violencia, incluyendo feminicidio, abuso sexual, agresiones físicas y feminicidio en grado de frustración.

“Esto lo hemos leído como un mensaje de impunidad a otros agresores, de que pueden cometer el delito porque de todas formas, si los meten presos, los van a sacar”, reclama Maricé Mejía, coordinadora nacional de la Red de Mujeres Contra la Violencia (RMCV – Nicaragua). A su juicio, el acto también “demuestra que (en el gobierno) no hay ningún mecanismo real para decidir quiénes están listos para reintegrarse a la sociedad, porque los están sacando (de prisión) a como se les da la gana”.

El 2020 se encamina a ser el año de mayor violencia contra las mujeres nicaragüenses en el último lustro. Los 69 feminicidios que se registran hasta la segunda semana de noviembre ya colocan a este año por encima de los cinco anteriores. Mientras, otras 100 mujeres han escapado de ser asesinadas, según el último registro de feminicidios frustrados del monitoreo de la organización Católicas por el Derecho a Decidir, que defiende los derechos de las mujeres nicaragüenses.

El gobierno de Nicaragua tiene otras cifras. Según el último informe de la Policía Nacional, de principios de agosto, en 2020 solamente han ocurrido 11 feminicidios: el otro medio centenar no lo reconoce como tal, porque no considera que fueron delitos de violencia machista, sino simplemente asesinatos u homicidios. En Nicaragua, el artículo noveno de la Ley Integral contra la Violencia hacia las Mujeres aprobada en 2012, define como feminicidio aquel donde “el hombre, en el marco de las relaciones desiguales de poder entre hombres y mujeres, diere muerte a una mujer ya sea en el ámbito público o privado”. Sin embargo, el actual jefe de la Policía Nacional y consuegro del presidente Ortega, Francisco Díaz, declaró en julio de 2014 que para la Policía, el feminicidio “es que el hombre que le da muerte a una mujer tiene un vínculo afectivo”, una interpretación que promueve el subregistro. Además, la Policía Nacional celebra que de las 9.880 denuncias de violencia recibidas entre el primero de febrero y el 7 de agosto de 2020, el 80 % fueron “resueltas” por mediación entre las víctimas y los agresores. 

‘Martha’ fue uno de esos casos “resueltos”. Tras la liberación de su expareja, acudió a las autoridades y les contó cómo él la ha seguido al trabajo y a la casa, y de las pedradas que arrojó contra su vivienda. También recordó las humillaciones, reclamos, golpes y violencia sexual que había padecido. De cuando él le decía que iba a matarla y dormía con un cuchillo debajo la almohada. Y también cómo desde la prisión él se las arregló para contactarla. Le pedía que volvieran y ante el rechazo volvió a amenazarla: “Yo voy a salir peor de la cárcel, alístate cuando salga”.

La respuesta que obtuvo ‘Martha’ fue un proceso de mediación y una orden de alejamiento: que si él se acerca a ella, regresará a prisión. Pero ella sigue temiendo por su vida. 

A ella, como Alejandra en Ecuador, Octavia en Guatemala, Olivia en Brasil y Ximena en Colombia, y miles de mujeres en América Latina, el sistema no les da la seguridad suficiente para que se les quite el miedo de que el agresor vuelva a las andadas. Se sienten impotentes.

 

* Investigación y escritura: Anna Beatriz Anjos y Raphaela Ribeiro (Agência Pública), Carolina Gamazo (No Ficción), Isabela Ponce (GK), Javier Quintero (Quinto Elemento Lab), Keyling T. Romero (Confidencial) y María Mónica Acuña (La Liga contra el Silencio)

Edición: Isabela Ponce (GK), Arlen Cerda (Confidencial), Armando Talamantes (Quinto Elemento Lab) y Andrés Bermúdez Liévano (CLIP)

Ilustraciones: Paula de la Cruz (GK)

Alianza Centinela COVID-19 es un proyecto de periodismo colaborativo y transfronterizo sobre la respuesta a la COVID-19 en América Latina, del Centro Latinoamericano de Investigación Periodística (CLIP), Chequeado (Argentina), El Deber (Bolivia), Agência Pública (Brasil), El Espectador y La Liga Contra el Silencio (Colombia), La Voz de Guanacaste (Costa Rica), Ciper (Chile), GK (Ecuador), El Faro (El Salvador), No Ficción (Guatemala), Quinto Elemento Lab (México), El Surtidor (Paraguay), IDL-Reporteros  (Perú), Univision Noticias (Estados Unidos), Confidencial (Nicaragua) y Sudestada (Uruguay), con el apoyo de Oxfam y el Pulitzer Center on Crisis Reporting.

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