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La última vez que vi a Bojayá

Flora Ricaurte* sobrevivió a la masacre de Bojayá, Chocó. La encontramos vendiendo bolsas plásticas en un semáforo en Bogotá y nos contó su historia.

por

Juan Serrano


02.05.2012

Foto: Jesus Abad Colorado, utilizadas en el informe

A mí esa imagen por más que lo quiera no se me olvidará jamás. Entrar a mi pueblo, a la Bojayá de ese 2 de mayo de 2002 y verlo hecho ruinas, es un cuadro que llevaré en la memoria siempre. Ver cómo la iglesia a la que ibas está hecha una carnicería, que ese lugar sagrado donde habíamos colgado un telón blanco con un aviso en letras negras que decía: “siga pero sin armas”, está hecho escombros parece mentira. Y entre los escombros, ver cuerpos desmembrados y zapatos de niños.

Y entre las bancas de los feligreses llenas de pedazos de un cristo roto ver también que allí están los cuerpos de tu hermano y tu padre. Yo solo oía llanto, mucho mucho llanto, y gritos, que también eran los míos. Yo digo que ese día Dios se olvidó de Bojayá.

Pero empecemos por el principio que es por donde se empieza. Bojayá es un pueblo de pescadores a orillas del Río Atrato. Fue una tierra tranquila antes de que llegara la guerra. Cuando niña los días en Bojayá se nos iban trabajando la pesca y la agricultura. Mi papá se iba desde bien temprano con mi hermano a cortar madera en el monte y llegaban rendidos cuando ya era de noche. Cada mes salíamos al pueblo a venderla y nos iba muy bien. Como nosotros, muchas familias del medio Atrato vivían de la madera. A mi mamá en cambio lo que le gustaba era trabajar la mina. Se iba semanas enteras a unas minas de oro que quedan río arriba y volvía con algo de plata.

Yo más que todo me dedicaba a las cosas de la casa: alistar los desayunos, los almuerzos, lavar la ropa. Siempre he sido buena madrugadora, a las cinco de la mañana estaba ya preparando el desayuno y arreglando todo para poner a secar el pescado del almuerzo apenas se asomara el sol. Con los muchachos nos gustaba jugar lo que llamábamos Yermis. Era el gran pasatiempo. Uno encarrilaba unas tapas de gaseosa sobre la calle y después con una bola las tumbaba; el que tumbara más ganaba.

Vivíamos en una casa grande mi mamá, mi papá, mi hermano y yo. Una casa hecha de madera, como casi todas en el pueblo. No tenía televisión ni agua potable pero nunca hizo falta plátano y pescado. Pero esos tiempos tranquilos desaparecieron después. Fue llegando la guerrilla y después los paramilitares a pelearse el control de la zona. A los dos les interesaba mandar en el medio Atrato para poder meter por ahí las armas y sacar la coca.

A mediados de los noventa uno ya los veía dar vueltas por el pueblo. La guerrilla, por ejemplo, empezó a hacer unas reuniones para investigarlo a uno: que si había venido el ejército, que quién había estado visitándonos antes de ellos. Llegaban a las fincas y sacaban lo que necesitaban. A nosotros se nos llevaron unas gallinas y varias veces se llevaron plátanos. Llegaban a las tiendas, ´que necesitamos esto y aquello´ y así sin más, se lo llevaban. Después se metían selva adentro.

Una vez mi papá se metió en problemas con los de la guerrilla porque hacía como un mes había llegado el ejército y le habían pedido prestada una olla express. Yo no sé cómo llegó eso a oídos de la guerrilla pero lo iban a matar por haber prestado esa bendita olla. Cuando mi papá sentía que ellos llegaban cogía para el monte a esconderse. Recuerdo una vez que la guerrilla llegó y mi papá no alcanzó a volarse y le tocó meterse en un chifonié y la guerrilla a preguntarnos que dónde está Afrany, que necesitamos hablar con él. Lo buscaron por debajo de las camas pero no les dio por abrir el chifonié; ahí se estuvo calladito hasta que se fueron.

Y los paracos también llegaban de vez en cuando. Lo que más hacían ellos allá era que si una mujer les gustaba, esa mujer tenía que caminar con ellos y ahí entre todos la cogían, la violaban, hacían lo que a ellos les daba la gana con ella. Pero saber si eran guerrillos o paracos no era tan fácil, llegan así y uno no sabe ni quiénes son.

La guerrilla varias veces intentó llevarme. Yo tenía unos 15 años cuando lo intentaron la primera vez, pero mi mamá me mandó para donde una tía en Quibdó y allá estuve estudiando dos años. En Quibdó hice hasta tercero de primaria y no volví nunca más a estudiar. Cuando regresé otra vez me buscaron, pero yo ya estaba embarazada de Diana Marcela y entonces ya dijeron que no, que ya así no les servía. Del ejército puedo decir que siempre se portaron muy bien con nosotros, nos protegían, pero no estaban permanentemente en el pueblo; los llamaban que los necesitaba en otro lado y esa noche nos sentíamos solos. Se sentía el miedo, esa noche nadie dormía. Si se escuchaba el ladrido de un perro en la noche, uno pensaba que era la guerrilla o los paras los que habían llegado.

Los meses pasaron y la guerra fue tocándonos más cerca. A un tío lo mataron a garrote los paracos; nunca supimos si lo enterraron en alguna fosa o simplemente lo botaron al río como a muchos. Ya en el 2000, no creo que hubiera familia en Bojayá que no cargara el dolor de haber perdido a un ser querido. Pero y así vendrían cosas peores.

Yo, esa mañana de mayo de 2002 la tengo fresca en mi memoria. Ya tenía 22 años, y además de Diana Marcela, tenía ya a Natalia y Steven; y en la barriguita siete meses de María Camila.  Yo estaba en el río preparando un pescado para el almuerzo, cuando de repente empecé a escuchar ráfagas de disparos. Las cosas entre los paras y la guerrilla en esos primeros meses estaban muy calientes. Era a sangre y muertos que se peleaban por un pedazo de tierra o un paso por el río.

Pregunté qué había pasado, que qué habían sido esas tres explosiones. Bombas, me dijeron, reventaron el pueblo a bombas, una de ellas en la iglesia, fue una matazón.

Hacía ocho días la guerrilla había estado en el pueblo y nos habían reunido en una casa grande a decirnos que no le paráramos bolas a los paracos y que tuviéramos esa lengua quieta.  El párroco del pueblo, el padre Antún y otros líderes del pueblo trataban de movilizar a la población para que resistiera al conflicto de forma pacífica. Les leían a los armados un documento llamado Declaratoria de Autonomía, en el cual le exigíamos como comunidad el respeto por la población civil. También se habían colgado en la iglesia del pueblo unas banderas blancas y a la entrada ese cartel que decía: “siga pero sin armas”. Era nuestra forma de resistir, aunque servía de muy poco. Cada día se regaba más sangre.

El día anterior a la masacre, al otro lado del río, en Vigía del Fuerte, había habido un enfrentamiento duro. En la mañana, a medida que los disparos arreciaban, la gente se atrincheró en la Casa Cural y en la Iglesia de Bojayá porque pensaron que allá estarían más protegidos. Fue en esos lugares donde pasaron la noche. En mi familia optamos por quedarnos en la casa a esperar que se acabaran los disparos, pero eso no pasó. Seguían disparando hasta cuando llovía.

Cuando la guerra es pan de todos los días, uno le va perdiendo el miedo a muchas cosas. La mañana siguiente de ese enfrentamiento muy cerca de Bojayá, mi hermano y mi papá estuvieron selva adentro trabajando la madera y yo estuve a orillas del río.  En esas estaba cuando empecé a escuchar de nuevo el fuego cruzado. Ráfaga tras ráfaga. Yo del miedo que sentí y al escuchar la constancia de las balas, fui incapaz de subir hasta el pueblo… y eso que  allá estaban mis hijos. Dios me perdone. Lo que hice fue coger mi canoa y cruzar el río hasta Vigía a esperar allí mientras todo pasaba. De repente escuché una explosión, un sonido muy fuerte que se debió haber oído en toda la selva chocoana. Empecé a temblar. Solo pensaba en que sería de mis hijos. A los pocos minutos, ya desde el otro lado del Atrato, sentí un segundo totazo. Y después del segundo, el tercero. Sólo imaginarme que a algunos de los míos les había pasado algo me mataba. El fuego no paraba. Empezaron a cruzar lanchas repletas de gente guiados por el padre Antún en las que se agitaban camisetas blancas. La gente cantaba pidiendo respeto.

Pregunté qué había pasado, que qué habían sido esas tres explosiones. Bombas, me dijeron, reventaron el pueblo a bombas, una de ellas en la iglesia, fue una matazón. A medida que más lanchas llegaban con más heridos y que el enfrentamiento se ponía peor, se escuchó un cuarto bombazo. Afortunadamente, en uno de los botes que estaba llegando alcancé a ver a mi mamá y mis tres hijos completamente a salvo. Me hice una cruz, bendito sea mi Dios. Pregunté que si sabían algo de mi hermano y mi papá y me dijeron que no.

Como otros, quería ir a buscar a mis familiares, pero el pacto al que habíamos llegado es que nadie regresaría hasta que el fuego terminara. Así pasaron esas horas, estuvimos toda la noche despiertos. A la mañana siguiente dejaron que un grupo fuera a Bojayá a identificar los cadáveres y a ayudar a los heridos. Yo tenía miedo de que algo le hubiera pasado a mi hermano y a mi papá, así que me ofrecí como voluntaria para volver a Bojayá.

Entramos al pueblo y me ataqué a llorar. Bojayá estaba semidestruida. Centenares de muertos, pedazos de órganos, un muchacho atravesado por una varilla en el estómago, brazos sin dueño, la iglesia hecha trizas. Allí estaba el cuerpo de mi papá y mi hermano. Casi me enloquezco, sentía rabia. Ahí mismo quería que me mataran.

Me contaron que por los enfrentamientos, Yesid y Afrany ( mi hermano y mi papá) habían vuelto del monte. Se metieron a la iglesia pensando que ahí nada les pasaba. Pero una gente que nunca mereció nacer les estalló una pipeta llena de explosivos. Nos tuvimos que ir después de un rato porque el sonido de las balas se volvió a escuchar. Fue la última vez que los vi. A ellos y a Bojayá.

A los pocos días, con mi mamá, mis tres hijos, un sobrino nos fuimos hasta Quibdó. Yo tenía siete meses de embarazo… y con ese dolor. Allá buscamos a una tía que nos dio techo por unos días. Hablamos con una prima en Bogotá que hacía muchos años se había ido del Chocó y fue ella quien nos mandó los pasajes para viajar a Bogotá. El resto es lo que ustedes ya han visto en los semáforos. Me gano la vida vendiendo bolsas en las calles. Al principio el Distrito nos ayudó con tres meses de mercado y tres meses de arriendo pero no fue más. Después fuimos a dar al Parque Tercer Milenio porque no nos alcanzaba para pagar el arriendo de nuestro bolsillo. Uno ahí prácticamente está durmiendo en la calle y es difícil acostumbrarse al frío.

Soy una desplazada por la violencia y no es fácil hacerse a la idea. No me quiero quejar, pero antes de la guerra allá vivíamos una vida digna. Ahora tenemos una pieza en arriendo en el barrio Altos de Cazucá y un montón de problemas. Allá viven muchos de las autodefensas. De hecho, hace ocho días hicieron una reunión para decirnos que el barrio se había llenado de mucha gente de color y dijeron que andaban “mirando las caras de los negros de aquí del barrio”.  Ellos tienen entre ojos a mi sobrino. Hace unos días metieron una carta por debajo de la puerta, que a él había que sacarlo del barrio. La carta decía: “Si su hijo es un muchacho normal no tiene porqué andar a las 10 de la noche en la calle”. Lo que pasa es que él estudia por las noches. Eso nos tiene muy pendientes, pero para dónde lo vamos a mandar. Eso sí, la vida me ha probado más de una vez y yo no me voy a dejar. Tengo 28 años y yo sigo adelante por esos niños, esos cuatro hijos son mi bendición.

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Sueño con darles muchísimo estudio a mis hijos. Actualmente van a un colegio allá en el barrio, el Colegio Pies Descalzos… el de Shakira. Esa niña se ha portado muy bien con nosotros, nos ayuda hasta con los libros. Mis hijos todavía tienen el trauma del conflicto. Por las calles que yo me muevo pasan muchos militares porque queda muy cerca de un batallón, y cada vez que pasa un uniformado, los nervios los matan. Ven que por la otra calle va un uniformado y no la cruzan.

A veces me ayudan a vender bolsas en los semáforos y varias veces el Bienestar Familiar ha intentado quitármelos, no porque los maltrate sino porque los tengo aquí en la calle conmigo. La policía llega y se los lleva para la Cardio Infantil en San Cristóbal y le hacen una visita a uno y depende en las condiciones que uno los tenga, el trato que unos les dé, los recupera.  Como si fuera culpa nuestra que estuviéramos aquí en estos semáforos. La otra vez pasó una señora y me dijo, ay, usted en todo semáforo está. Yo sé que eso es muy incómodo, muy fastidioso pero qué hace uno, ¿quedarse en la casa aguantando hambre?

* Nota del editor: el nombre de quien da el testimonio fue cambiado para proteger su identidad. Esta nota fue reproducida en lasillavacia.com y en el portal del Grupo de Memoria Histórica con la autorización de 070.

** Juan Sebastián Serrano es estudiante de Derecho e hizo la Opción en Periodismo en la Universidad de los Andes. 

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