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La ‘ticher’ de inglés

Una profesora voluntaria y primeriza intenta cambiar la vida de los niños en un colegio del peligroso barrio Las Cruces.

por

Isabella Ariza


31.01.2013

Foto: charissa1066 @ Flickr

45 monstruos

“Sí, a mí me cae bien la ticher” –me dijo Brian Estiven cuando le pregunté por su profesora de inglés en el Instituto Educativo La Giralda, ubicado en el peligroso barrio Las Cruces en el centro de Bogotá. Él se me había acercado para preguntarme si yo sabía inglés y si era de otro país. Cuando respondí que era colombiana, perdió todo interés en la conversación y fue a sentarse. Al entrar al salón y notar que todas las cabezas giraban para fijarse en mí, me pregunté si intervendría aquí el principio de Heisenberg, según el cual el acto de observar altera el comportamiento de lo observado. Sin embargo, pocos estudiantes se imaginarían que a quien había ido a ver este día era a Luisa Rojas, su profesora de inglés. La ticher –como le deben llamar sus alumnos para que ella les preste atención– entró a su salón de clase. Ella dicta clases en este colegio como parte de la ONG Enseñar por Colombia, que recluta a profesionales de excelentes universidades para que enseñen por dos años en colegios públicos de estratos uno, dos y tres. Detrás de ella, una manada de hormigas trabajadoras se organizó en cuestión de segundos. A pesar del ruido ensordecedor de los pupitres arrastrados por el piso de baldosa gris, los estudiantes de quinto de primaria sabían perfectamente cuál era su función y la cumplían a cabalidad como una suerte de máquina recién engrasada. Al ver la mano vendada de la ticher, un niño se le acercó y le preguntó con voz de consentido: “¿Qué le pasó, mi ticher?”, sobándole la mano olorosa a ben-gay. “Me caí por las escaleras”, dijo ella. Él se empinó para darle un beso en el cachete. Éste niño sería su ayudante el resto de la clase, destapándole el marcador cada vez que lo iba a usar y pegando en el tablero las hojas que indicaban la actividad del día. Gracias a esta ayuda nadie más notó la lesión de la ticher, quien dos horas antes se había resbalado por culpa de los escupitajos de los niños en los corredores del colegio.

Al principio de la clase el desorden era tal que dudé que éste fuera un “ambiente pacífico y armónico para que los niños aprendan”, como me lo había descrito Luisa minutos antes de entrar a su salón. Sin embargo, el inicio de la clase y la hora en la que llegó el refrigerio fueron los únicos momentos llenos de gritos, alumnos saltando y caminando por el salón.

“Es imposible que se concentren mientras se comen el refri que trae Bienestar Familiar en mi hora de clase”, me había advertido Luisa. Esto empeoró cuando a Óscar, sentado en el centro del salón, se le explotó su yogurt anaranjado en la mesa, la silla, el cuaderno y el piso. Efectivamente la clase acabó en risas de los estudiantes y en el intento de la ticher por tomar control y ordenarle a Óscar que trajera un trapero, con el cual no sólo limpió el piso sino también su cuaderno y la mesa. Sólo una lista en el tablero con los nombres de los estudiantes y un punto negativo para quienes estuvieran hablando o de pie logró calmarlos y hacerlos correr en silencio a sus puestos.

Pasada una hora de la clase, y sin entender por qué, vi que una fila de abejitas laboriosas se empezó a formar gradualmente frente a la ticher: doce alumnos iban a mostrar con orgullo, y algo de nervios, la respuesta que escribieron en sus cuadernos. Qué pregunta se les había hecho es algo que nunca comprendí porque lo que se da entre ellos es una comunicación que se basa sobre reglas establecidas hace muchos meses, y que eran secretas para una extranjera como yo.

Mientras corregía cada cuaderno que le pasaban, noté que la tícher les hablaba con tal paciencia y dedicación que dudé de las palabras que me había dicho más temprano esa mañana: “no soy voluntaria ni lo estoy haciendo como una misión. Este es mi trabajo”. Por el contrario, en la práctica su compromiso parecía ser uno mayor, cosa que me confesaría después: “mi temor más grande es que no me alcance el tiempo. No quiero que vuelvan feos a mis monstruos”, dijo Luisa refiriéndose a sus cuatrocientos estudiantes, “cuando yo termine el programa otro profesor de ‘Enseña por Colombia’ debe reemplazarme… ellos son mis monstricos lindos, como los de Monsters Inc., y la diferencia entre los niños que han tenido clase con un ECo y los que no es radical”.

Luisa es una “ECo”, expresión que utiliza para referirse a los profesores de la ONG Enseña por Colombia. En todo caso, la ticher es consciente de que la ONG es apenas un puente y que es ella, junto a los otros ECos, quienes tienen el poder para hacer un cambio en estos niños que crecen en medio de dificultades económicas y emocionales.

Rojas es crítica del sistema educativo colombiano alegando que no está pensado para satisfacer a sus docentes ni con la remuneración ni tampoco como una opción de satisfacción profesional. Muchos profesores trabajan sin recursos, agotados y desmoralizados.  Aunque la ticher Luisa reconoce que su responsabilidad primera está con los niños,  también debe responderle a la ONG, a los padres, a sus superiores en La Giralda y a la Alianza Educativa de la que ésta hace parte: “en dos años habré tocado la vida de cuatrocientos estudiantes, sus papás, los otros profesores, y la comunidad del barrio”.

En este punto le pregunté si se la llevaba bien con sus colegas de La Giralda. “¿Cómo vamos a explicar lo que hace Enseña por Colombia sin ofender su labor docente?”, fue su respuesta, “No sabemos cómo expresar a los otros profesores lo que somos nosotros. Ellos nos siguen viendo como extraterrestres. Nos limitamos a decir que venimos a aprender de ellos e intentar hacer un cambio en los niños, sin insinuar que la calidad de la educación pública es baja”. La pasión teórica que me expresaba Luisa Rojas en el salón de profesores se plasmó en la práctica cuando la vi en su rol de tícher: “estoy convencida de que la educación de calidad sí puede transformar la realidad y siento que es mi responsabilidad que estos niños quieran seguir estudiando”.

Antes de que empezara la clase habíamos tenido un encuentro con la coordinadora del lugar, quien su acercó a Rojas: “yo le dije a la niña que usted era un pollito. ¿Sí o no, niña? Vea este chiquero,” dijo riéndose e intentando recoger algunos de los papeles de Luisa que se explayaban por toda la mesa. El salón de clases era, efectivamente, un reguero: a pesar de que los pupitres estaban perfectamente alineados, también aquí había un rincón en el que se apilaban cajas con cuadernos, útiles escolares y papeles viejos. De un lado del salón reposaban sobre la pared varios casilleros sin candados. Es un chiquero en grande, como formado ya no sólo por una gallina, sino por la gallina y sus cuarenta y cinco pollitos. Las paredes estaban tapizadas con pliegos enteros de cartulina que adornaban no sólo las paredes y los casilleros, sino también parte del tablero y las ventanas. Como si esta ubicación estratégica pretendiera –sin éxito– evitar que los estudiantes se distrajeran mirando afuera a los alumnos de bachillerato que saltaban lazo a esa hora en el parque.

No me había dado cuenta de que existía un “olor a colegio” hasta que entré a ese salón y sentí el olor a cartuchera, mezcla de todos los gases que emanan de la plastilina, la tinta, las témperas y el Colbón. Cuando le pregunté si tenía algún inconveniente con enseñar en este barrio, tan popular en los noticieros por su inseguridad, comparó su oficio con el de un miembro de la Cruz Roja: “es como si tuviera un chaleco que me da cierta inmunidad en el barrio”. Como el Colegio sólo acepta niños que vivan en el rango de treinta kilómetros a la redonda, no sólo son vecinos sino que hay familias enteras estudiando en la misma institución, a la que llegan caminando en manada. Ella, en cambio, se demora cuatro horas al día transportándose y, aunque anota que la ONG no le otorga subsidio de transporte –y que su sueldo de un millón al mes apenas le alcanza para pagar su celular y sus almuerzos–, también reconoce que usa ese tiempo para seguir trabajando. Según ella, Transmilenio es el lugar en donde piensa todos los días sobre como hacer nuevas cosas en la clase. “Me iba en bici a la Tadeo, pero hasta acá no me atrevo… Además mírame, ya tengo estado físico de profesora”.

La frustración de Luisa Rojas

“¿Crees que viniendo aquí le haces bien a los niños?”, pregunté en voz alta temiendo herir su idea de misión, que hasta el momento me imaginaba como una heroína indestructible y transformadora. “No sé de pedagogía” –me confesó mirándome a los ojos–, “pero sé a dónde los quiero llevar. Inglés sí es una de las cosas que les intento enseñar, pero soy consciente de que estoy formando seres humanos. Están con una persona que los escucha y cree en ellos”. A pesar de que Luisa acepta que al principio se frustraba diariamente pensando que sus niños no aprendían, afirma que ahora sí lo hacen porque ella ha cambiado su método. Un problema que noté, sin embargo, es que una niña se acercó a mí para que le escribiera en un papel “May I go to the bathroom?”, pues ella no sabía cómo pedírselo a la ticher en inglés. “Ellos empiezan a ver inglés en tercero de primaria y algunos ni siquiera tienen un piso sobre el cual yo pueda trabajar”. El objetivo de Luisa es, entonces, hacerles entender que el inglés es un factor importante en la vida práctica: “sus padres se quejan conmigo cuando ven que 300 de 375 están perdiendo la materia alegando que ‘inglés es una materia fácil, que eso es puro relleno y que no sirve para nada’”. Para combatir esta noción generalizada, la ticher recortó avisos del periódico en los que se solicitaban trabajadores con un nivel de inglés alto.

A través de esta materia, finalmente, Luisa propone otro objetivo básico: programarlos para que se sientan empoderados y crean en ellos mismos: “ser directora de grupo me ha permitido conocerlos más. Cuando tuve que darles una charla sobre sexualidad, descubrí que ellos sabían más que yo y decidí repartir temas para que me los expusieran mientras yo tomaba nota sobre el género, la reproducción sexual y el embarazo. Va a sonar muy cliché esto”, dijo entre risas, “pero aunque no sé si los estoy ayudando a ellos, ciertamente ellos me están transformando a mí”.

*Este trabajo se produjo en la clase Crónicas y Reportajes de la Opción del CEPER.

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Isabella Ariza


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