El 28 de abril un grupo de la comunidad Misak derribó la Estatua de Belalcázar en el oeste de Cali. Unas semanas después apareció sobre el pedestal la escultura de una cabra. El 25 de julio, día del aniversario de la fundación de Cali, personas del sector aledaño ubicaron sobre el pedestal una imagen de la estatua impresa en cartón. Llevaron una bandera y un ramo de flores.
Mirando al horizonte el animal medita. En su gesto cuadrúpedo, medita sobre la gravedad y la caída. Medita sobre el cielo y sobre la escala, medita sobre su propia identidad. En desconcierto, los humanos buscan una placa, una leyenda que indique quién es ese animal, por lo demás tan arrogante, que se ha tomado un espacio que a todas luces no era suyo.
El animal cuadrúpedo y encornado se pregunta si es una metáfora, se descarta como burla, se asume reflexivo. Cuadrúpedo, cuernos, cola, con suficiente peso para no ser tumbado tan pronto. La cabra medita sobre la herida colonial, medita sobre la herida animal. Esta cabra no es de cartón, no es un holograma, es completamente tridimensional. A la cabra le importa la materialidad, aunque no la fidelidad. Está hecha a fuerza de soldar metales que aproximan su forma, tanto que puede ser confundida con un perro para quienes los caninos son animales de mayor familiaridad. Pero la estatua del perro ya existe en otra parte de la ciudad, esto es otra cosa. La cabra establece la pregunta sobre fundir y fundar. ¿Qué está fundando la cabra?
¿Qué hace esta cabra allí? ¿Cómo escaló? Las cabras son juguetonas y juegan a deslizarse por los andenes. Los animales no se andan solos por el mundo. Alguien es responsable. Pero su mutismo aturde. La cabra no pidió permiso, esa es su acción. La cabra irrumpió en el hechizo del espacio, sin preguntar a nadie, sin consulta, sin consenso. Sin representatividad. Sin armas. La cabra no tiene armas, tiene cuernos.
Son culpables los artistas, los estudiantes, quienes sean amigos de las cabras. Es sabido que las cabras están locas. Esta es una imagen de la locura. Es como si Sebastián de Belalcázar, después de un sueño intranquilo, se hubiera despertado un día convertido en un insecto, pero se despertó convertido en una cabra, reducido en tamaño, y ante todo, alterado en su especie. Este animal no responde, por más que le preguntamos, no habla.
Ah, ¿pero se trata de un macho cabrío? ¿Es, por fin, el chivo expiatorio de la biblia, que liberará las culpas de todos al ser sacrificado? Muchas veces asesinada, muchas veces sacrificada, contempla a los humanos en el pedestal, ahora es testigo. La cabra escucha la algarabía, ahora todos gritan. En medio de todo escucha al poeta quien, citando una canción popular, compone un verso: «Mamá, yo quiero saber quienes son los Misak«.
La cabra es una pausa. ¿Está hecha con el martillo? Es una cabra nihilista. Una pausa, entre el camello, el león y el niño. El león bajó a Sebastián del pedestal y entonces apareció la cabra, que escaló al pedestal para filosofar.
II
Rituales
Trajeron una grúa, semejante semental de bronce tuvo que ser rescatado con maquinaria pesada. Lazos, cuerdas, cadenas, y taladros para zafar el concreto de sus pies. Sebastián caído, horizontal, nos dolía. Sus pies estaban anclados al pedestal con unos clavos enormes. Cuando lo removieron voló por los aires sostenido con lazos y se vieron los clavos en sus pies sobre el paisaje caleño. Crucificado. Lavaremos sus pies. La grúa la prestó el Batallón Codazzi de Palmira. Los militares son amigos de las estatuas. Espadas sí, machetes no.
Invocamos a los espíritus del cartón, del caucho, de las bananeras, de la caña. Sin la estatua no sabemos en qué tiempo vivimos, ni en qué lugar, ni quiénes somos. La estatua era nuestro reloj, consultábamos su sombra que acariciaba el suelo con el movimiento del sol. Ya no sabemos dónde queda el este, el oeste, el norte o el sur. No hay orientación sin un dedo índice que de la orden y una rodilla levantada.
¿Acaso estamos viviendo un sueño? ¿Cómo viviremos ahora sin el hombre militar que señalaba el derrotero? Sin la silueta del colonizador no sabemos cuál es el orden del mundo, ¿en qué nos paramos? ¿Sobre qué vamos a construir nuestros principios? La materia no importa. Bronce, madera, hierro, cartón. Lo que importa es la silueta, la imagen, lo que importa es que no soportamos el vacío, la incertidumbre. El orden ha de restablecerse. Urgente. Nadie tiene derecho a desestabilizar el mundo de esta manera. El restablecimiento del orden requiere un ritual. Circular. Cuasi religioso. Esto no es cualquier cosa. Esta es la civilización y nadie, ningún bárbaro, tiene derecho a destruirla.
Ya querrán arrebatarnos la lengua. Infames. Violentos. Nosotros somos gente de paz.
La estatua no podrá ser plana, algo de grosor debe tener, fácil, unos cincuenta centímetros de espesor.¿Impermeable? ¿Duradero? Esto es un grito. Una invocación. El cartón llamará al bronce, como el caucho a la civilización, como la caña a la prosperidad. Tenemos fe. Las fuerzas del orden han estado siempre de nuestro lado, es la historia de la civilización. No podremos percibir la fuerza del bronce en el moldeado de los músculos y la fiel textura de las ropas militares europeas del siglo dieciséis. Pero las invocamos. Es con la imagen que invocamos al orden.
Todo empieza aquí en este montículo. Una civilización sin pedestales está perdida, y con pedestales vacíos se ha pervertido. Estamos haciendo un favor a la continuidad de la civilización y la cultura. Queremos mostrar el camino en este país que ha perdido su rumbo. La brújula era Sebastián. Cali, cómo dueles. Te hemos traído tu bandera y un ramo de flores.
Ahora no sabremos ni qué idioma vamos a hablar. Ya querrán arrebatarnos la lengua. Infames. Violentos. Nosotros somos gente de paz. Tan sólo pedimos el respeto de los símbolos ¿Qué es ahora el espacio sin Sebastián? ¿Y entonces este barrio sólo tendrá el nombre de un espejismo, de un holograma? Sin la estatua hay demasiado silencio y quién sabe qué cosas empezarían a hablar. La estatua decía la verdad: la historia. Señalaba al oeste. Al oeste.
Pero ay, no está. No quiero decirlo, pero, ¡cómo se parece esta imagen impresa en cartón a la fotografía de un difunto sobre su ataúd! Está la imagen porque no está la estatua. Extrañamos tu silueta. El ramo que hemos traído, ay, son flores fúnebres, y la bandera es una bandera de satín sobre un ataúd. En realidad, este es un ritual mortuorio, bueno, digámoslo, espiritista. Nos comunicamos con el más allá. El acá se ha pervertido.
¿Por qué tanto odio? ¿Qué diálogo civilizado puede haber con esta gente que hace las cosas a las malas? La estatua para bien o para mal es nuestra historia. ¿Está muerta Cali? Esa es nuestra pregunta. Y por eso lloramos. Por eso nos tomamos de las manos.
III
El orden de la estatua
Frente a la estatua caída un militar levanta su mano y señala. La estatua de Sebastián de Belalcázar representaba también a un militar, colonial, con el mismo gesto. Al ser derribado el gesto en bronce —la estatua— aparece un militar de carne y hueso que ejecuta un gesto semejante. Hay una conjunción de tiempos.
La figura de bronce sostiene la espada con un brazo, y con el otro señala, da órdenes, el gesto militar por excelencia. Estas órdenes se ejecutan. Se ejecutaron hace quinientos años y aún hoy se ejecutan.
La estatua atrae a las fuerzas estatales. En primer lugar, a los policías que custodiaban la estatua cuando fue derribada. Pronto, al ESMAD para sacar a quienes habían ejecutado el acto. Días después llegan los militares con una grúa para retirar la estatua y “proceder a su restauración inmediata”.
Me interesa plantear que las luchas en torno a la estatua no son luchas meramente simbólicas. Las acciones de unas y otras comunidades no son reclamos que pertenezcan exclusivamente a ideas abstractas e intangibles. Los militares que rondan la estatua y otros sucesos durante el paro nacional evidencian que la estatua no es sólo símbolo (abierto, que invoca imaginarios) sino que se revela como señal que indica y avisa que allí opera un orden fáctico. No es una cuestión de relatos lejanos, sino de fuerzas tangibles dispuestas a actuar sobre la materia, los cuerpos y el espacio. Las consecuencias del gesto militar que señala y da órdenes pertenecen al mundo material y no meramente simbólico.
Dicho de otra manera, hay un punto en que el relato es acción directa sobre los cuerpos.
El relato que la estatua encarna y custodia tiene efectos sobre el mundo material, por eso es derribada, por eso es defendida. ¿Y cuál es este orden? Uno que regula quiénes pueden circular, quienes puede actuar, decir, dónde y cómo pueden hacerlo. Es un orden que actualiza la continuidad de las órdenes coloniales: la exclusión de las comunidades indígenas, quienes, si habitan y existen ,“deben hacerlo en sus resguardos”, y cuyos cuerpos, palabra y acción son excluidos. En el momento en que ese orden se desestabiliza, hay fuerzas dispuestas a intensificar sus operaciones para mantenerlo.
El derribo de la estatua como acto discursivo es efectivo, constituye una desestabilización del relato dominante.
La estatua hace parte de un régimen aural y de visibilidad: qué se ve y qué se escucha, qué es visible y qué es audible, qué se esconde y qué se calla. El derribo de la estatua es una desestabilización de los sentidos; la percepción es un asunto político. La estatua en lugar de contar la historia, la calla. Ése es el orden regulador. Cuando la estatua es derribada entonces, y sólo entonces, la historia habla. El derribo de la estatua es un acto discursivo. Opera sobre un objeto —no sobre cuerpos— para actuar sobre el relato.
La estatua hace parte de un régimen aural y de visibilidad: qué se ve y qué se escucha, qué se esconde y qué se calla. El derribo de la estatua es una desestabilización de los sentidos; la percepción es un asunto político. La estatua en lugar de contar la historia, la calla. Ése es el orden regulador. Cuando la estatua es derribada entonces, y sólo entonces, la historia habla. El derribo de la estatua es un acto discursivo, una acción sobre el discurso, que actúa sobre un objeto —no sobre cuerpos— para actuar sobre el discurso, sobre , una acción que afecta el relato.
El derribo de la estatua como acto discursivo es efectivo, constituye una desestabilización del relato dominante. Y he aquí que se revela la importancia del relato como mecanismo de control. Por eso aparecen las fuerzas militares y antimotines. Los militares llegan al lugar de la estatua a controlar un relato que se ha debilitado.
Pero hay más, la operación del poder colonial sobre el relato es fundamental. Se trata de la inversión del relato. “¿Por qué tumbaron la estatua? ¿Por qué tiene que hacer las cosas a las malas?”, pregunta un periodista a uno de los líderes Misak. “¿Por qué no se pueden hacer las cosas a través de conversaciones civilizadas?”, continúa el periodista. He aquí la inversión total del relato. La estatua es derrumbada por los Misak por ser el monumento a una figura y una operación —la conquista y la colonización— que constituyen el paradigma del hacer las cosas a las malas, esto es, por la fuerza, por encima del otro, contra el otro, aniquilando al otro.
En palabras del secretario del movimiento de autoridades indígenas, a Sebastián de Belalcázar se lo juzga por «crímenes como genocidio (…) despojo y acaparamiento de tierras, violación masiva a mujeres cuando atravesó desde Quito, Cauca, Valle del Cauca y Cartagena. Por todos estos lugares, con su ejército, pasó violando personas. Durante ochenta años no traían mujeres a este territorio y por ochenta años violaron. El mestizaje que hoy existe en este departamento es a raíz de esa violencia».
Las preguntas del periodista, paradójicamente son las que se podrían hacer a los conquistadores, y en realidad hacia las fuerzas del orden: ¿es necesario hacer todo por la fuerza? ¿No se puede dialogar civilizadamente?
La acción sobre la estatua no es inofensiva ni de un lado ni del otro. La operación discursiva de la inversión del relato es clave.
Volvamos al gesto de la estatua. ¿Qué órdenes son las que se desprenden de la mano militar que señala? Nada menos que quién vive y quién muere, quién tiene derecho al espacio y a la vida, qué cuerpos pueden desaparecer. Hay un punto en que el gesto militar hace efectiva las órdenes de exclusión y eliminación.
Mientras en el oeste de la ciudad se dan las luchas en torno a la estatua-relato, al sur de la ciudad tiene lugar un ataque a fuego sobre los cuerpos. Hombres civiles armados disparan a personas de la Minga indígena que se desplaza por la entrada a la ciudad. El periódico local publica el titular “Indígenas atacan a la comunidad”. En esta afirmación «los indígenas» están excluidos de «la comunidad» y son victimarios. Con la inversión del relato, se fabrica la ficción y el enemigo. Esta es la operación discursiva de poder que tiene profundos alcances tangibles y materiales.
Hannah Arendt advirtió sobre una operación similar en Orígenes del Totalitarismo: “La ficción más eficaz de la propaganda nazi fue la historia de una conspiración mundial judía”. La fabricación de una ficción en que los judíos eran de algún modo victimarios fue efectiva en hacer posible su aniquilación sistemática.
El relato dominante en que las comunidades indígenas constituyen una otredad amenazante tiene efectos reales sobre los cuerpos. Por eso la acción sobre la estatua no es inofensiva ni de un lado ni del otro. La operación discursiva de la inversión del relato es clave.
Es la misma operación a través de la cual los manifestantes son convertidos en vándalos, los periodistas en difamadores, los profesores en adoctrinadores. Afirmar y reafirmar la inversión del relato construye la ficción en la que los manifestantes son partícipes de «terrorismo urbano de baja intensidad», de esta manera son convertidos en victimarios y constituyen el enemigo. Esta operación discursiva da vía a operaciones fácticas: agresiones físicas, allanamientos, persecuciones, detenciones, desapariciones, como lo confirmó el informe de la CIDH en Colombia.
El discurso y el relato tienen relación directa sobre los cuerpos y sobre las vidas. No son meramente simbólicos, ni metafóricos, ni sobre el pasado. Actúan en el presente y en un mundo fáctico y tangible.
IV
Las cabras sin pedestal
Que caiga una estatua, ¿significa acaso que hay que montar otra? El pedestal pide que se encarame algo, aunque sea una cabra, pide a gritos ser “llenado”, por eso cuando no hay nada está «vacío». Es fácil caer en la trampa. La ciudadanía intenta ejercitar su imaginación sobre lo que estaría bien sobre el pedestal. Acuden a símbolos culturales, populares, a figuras de los relatos silenciados o bien a la restauración de la figura caída. Pero, ¿y si lo que debe ser derrumbado es el pedestal mismo? El pedestal es la episteme profunda, el modelo de pensamiento que rige. La caída de la estatua no es suficiente.
Mientras la preocupación sea ver qué se hace con las estatuas, cuáles deberían ser y cuáles no, permanece intacto el pedestal y la lógica de lo que está arriba y abajo, de lo que está incluido y lo que no, la dominación de unos sobre otros, el reinado de un solo relato, el modo de organización del pensamiento político.
Es sorprendente la facilidad con que se pueden tumbar las estatuas. ¿Pero cómo se tumba un pedestal? Un pedestal no se tumba, hay que deconstruirlo. Cuando desaparece el pedestal, aparece el ejercicio de imaginación radical y el reto de pensar y actuar distinto.