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La burbuja de carbón

Crecí en la utopía, en la tierra de las contradicciones, en la cuna de historias surreales, en un pequeño oasis artificial en medio del desierto de La Guajira. Crecí en Mushaisa, la tierra de carbón. En esta zona del país, donde es más lo que falta que lo que sobra, se alza un mundo de contrastes.

por

Mariana Dominguez Moran


23.11.2017

Un camión Wabco de 170 toneladas es exhibido a manera de trofeo de caza. Como el guardián de las puertas al paraíso, vigila el acceso norte del Cerrejón, una de las minas a cielo abierto más grandes de Colombia, que al año produce 32 millones de toneladas de carbón. A unos cuantos pasos, ondeando al son de la suave brisa, se izan de izquierda a derecha las banderas de La Guajira, Colombia y Cerrejón. Detrás de ellas emerge un aviso blanco de letras verdes que lee en wayunaiki, la lengua madre de los indígenas wayúu: “Bienvenidos. Anshii jia Cerrejonmoun”. Frase ante la cual la gran mayoría de los habitantes de Mushaisa somos analfabetas, sin saberla leer, escribir, ni pronunciar.

Contratistas, trabajadores y familiares utilizan un carnet que les permite permear la pequeña burbuja que se infla con la ligera brisa desértica. En 1983 la empresa estadounidense Morrison-Knudsen, la misma firma que participó en el levantamiento de la represa Hoover, se encargó de la construcción del complejo carbonífero el cual incluía una unidad residencial para los trabajadores. Al pasar la garita principal, se anda por una carretera paralela a la carrilera del tren, la cual llega hasta la siguiente garita. Delimitada por una malla verde, como aislada de la realidad, Mushaisa, mejor conocida como La Mina, se alza en medio del bosque seco tropical. Cada barrio está adornado por una hilera de casas idénticas, perfectamente decoradas por los colores de las trinitarias y los corales, que exaltan el verdor de los jardines. Las calles, señalizadas con suma cautela, se rigen por los avisos que limitan la velocidad a 31 kilómetros por hora. Muy al estilo de un delicado suburbio norteamericano. El parque de los puentes, serpenteado por un pequeño cauce seco que renace en épocas de lluvia, divide La Mina en dos: los apartamentos a un lado y las casas al otro. Esta fina línea de estratificación socioeconómica, determinada por el cargo laboral del trabajador, crea, sin querer o queriendo, una división social entre los habitantes de Mushai

 

En La Mina cada lugar es único. Una cancha de futbol profesional en donde entrenó la selección del 90, el segundo supermercado más caro de Colombia, un colegio, un centro médico y una monstruosa multinacional. Los antojos se aplacan y los placeres se desvanecen. A cambio de eso, somos el único lugar en La Guajira con agua 24 horas al día, todos los días de la semana. El Colegio Albania, el mejor del departamento y uno de los mejores de Colombia, es subsidiado por el Cerrejón, así como el servicio de salud, de luz y de agua. Cualquier niño vinculado con la empresa puede estudiar ahí, permitiendo que el hijo del operador y la hija de vicepresidente compartan el salón de clase. El templo San José Obrero, el único que hay, es compartido por católicos y evangélicos de una manera armoniosamente ecuménica. Los buses, en los cuales paseaba cuando pequeña con Nayibe, mi niñera, obligan a todos sus pasajeros a abrocharse el cinturón, nadie puede ir de pie y únicamente se pueden bajar y subir en determinadas paradas. Estos se convierten en un sitio de encuentro para todo el mundo asociado con la operación, desde estudiantes y profesores, hasta trabajadores y contratistas. En La Mina todo es míticamente perfecto; la inclusión y la diversidad son las bases de una comunidad formada por personas de todo el mundo.

Identificarse como minero es complejo ya que nadie es legalmente de allá. El doce de febrero del 2000 nació el último bebé de Mushaisa. Al igual que los demás bebes que nacieron en la pequeña burbuja, fue registrada en otro municipio; en La Mina no hay notaria. Unos se volvieron hijos de Barranquilla, otros de Maicao, algunos de Valledupar y otro par de La Playa. De igual forma, en La Mina no hay cementerio y aunque lo tuviéramos no tenemos muertos para enterrar. Ocurren dos cosas, la primera es que el centro de salud, de baja complejidad, evacua cualquier diagnóstico meramente peligroso. La segunda es que una vez el empleado se pensiona, él y su familia debe partir y comenzar una nueva vida en otro lugar; aquí todo es prestado. La identidad de los mineros es una ilusión complicada, que, por cuestiones del azar, solo se puede llevar en el corazón.

Hasta comienzos del 2009 se transmitía en todos los televisores de Mushaisa señal completamente estadounidense que opacaba los pocos canales nacionales. The ABC, TVS, Disney Channel, ESPN, Univisión y sus propagandas de comida que nunca íbamos a poder consumir y juguetes que nunca encontraríamos en Colombia nos hacían sentir como si la realidad por fuera de La Mina era Estados Unidos. La esencia gringa baña la cotidianidad de este extraño rincón guajiro. En cada asamblea del colegio, se podían apreciar las cincuenta estrellas y las trece líneas horizontales de la bandera estadounidense, tal y como si estuviera en casa. Y es así como desde kínder cantábamos el himno de este país junto con los más de diez norteamericanos que viven en La Mina. En el carnaval de Mushaisa, una pequeña réplica del de Barranquilla, existe una comparsa internacional con una reina gringa que mueve la pollera al compás de Estercita Forero, compositora de la canción Santo Domingo y también conocida como “La novia de Barranquilla”. Como si fuera una festividad nacional el cuarto jueves de noviembre celebramos acción de gracias, el catorce de febrero -día de San Valentín- nos regalamos rosas y chocolates y el 17 de marzo -día de San Patricio- nos vestimos de verde para que los duendes no nos pellizquen. Pero resulta increíble que a pesar de que el 62 % de los empleados de Cerrejón es oriundo de la Guajira, un 60 % de los habitantes de La Mina no lo son. No crecimos con ningún wayúu y ninguno aprendió a hablar wayunaiki. Mushaisa, mi casa; Calaguala, el salón de social comunal; Makuira, el centro comercial; Keeralia, la bolera. Todas estas palabras wayúu hacen parte de la cotidianidad minera, pero que nunca representaron más que eso, palabras vacías.

 

Toneladas de tierra excavada se levantan sobre territorio guajiro para acceder a los 1.961 millones de toneladas de carbón. Las 32 hectáreas que abarca el Cerrejón Zona Norte están enmarcadas por los municipios de Albania, Hatonuevo y Barrancas. 240 camiones de entre 320 y 190 toneladas marchan al ritmo de las voladuras mientras descienden tajos con la profundidad de un edificio de cuarenta pisos por donde se desangra la tierra. Cerrejón tiene 11.800 empleados, casi catorce veces más que la población de la Ciudad de Vaticano. Ellos trabajan incesantemente para exportar 32,4 millones de toneladas de carbón al año. Diariamente tres locomotoras jalan sin cesar los 110 vagones, cada uno cargado con cien toneladas de oro negro. Se desplaza catorce veces al día a lo largo de 150 kilómetros por una eterna horizontal, para llegar finalmente hasta Puerto Bolívar, el puerto carbonífero más grande de América Latina. Millones, toneladas, cientos de miles, cifras gigantes que por poco no caben ni en la imaginación. Crecimos inmersos en un paraíso idílico que nos regaló el carbón. Escuchaba diariamente cosas sobre la calidad del aire, el tajo que cerraron por las lluvias y el camión que se volcó en el tajo tabaco; la minería se sentía muy cerca. Desde que tengo memoria recuerdo sentir mi casa temblar todos los días a las 12:45 p.m. justo después de que se detonaran toneladas de voladura para remover capas de material estéril. A través de la ventana del cuarto de mis papás puedo ver cómo sobresalen en el horizonte los taludes de tierra removida. Antes podíamos escuchar al tren pasar catorce veces al día, mientras pitaba para anunciar su llegada; dejó de hacerlo por el bienestar de los trabajadores nocturnos. Y también recuerdo cómo agarraba con gran emoción la malla verde mientras recibíamos con banderas blancas a ese mismo tren que volvía a andar luego de ser víctima de uno de los innumerables atentados de la guerrilla. Pienso en las camionetas blancas de la empresa con estructuras antivuelco, banderines y una calcomanía con las iniciales del departamento al que pertenecen, las cuales me aprendí como si fuera un juego de adivinanzas. O el simple hecho de ver a mi papá con la camisa amarilla de cerrejonero, las botas de seguridad con punta de acero y el casco con una placa metálica marcada con su nombre. Todo giraba en torno a la gigante labor de la minería.

Vivir en la mitad de la nada me permitió crecer en contacto íntimo con la naturaleza. La Guajira no cesa de sorprenderme con sus contrastantes paisajes y la imponencia de su fauna y flora. La primavera Guajira. Así le dicen al regocijo de la naturaleza con la llegada de las tan esperadas lluvias. Es así como, casi un año después de refugiarse en la sequía, los árboles como el puy serrano y el corazón fino le dan la bienvenida al agua, con sus flores amarillas. Es la misma agua que me regaló los primeros recuerdos en mi pequeño paraíso: mis amigas desde siempre, nuestras mamás y yo bañándonos en un desagüe de las aguas lluvias. Ese hilo de agua que serpentea abriéndose camino hasta llegar a su origen, el río Ranchería. Mientras nos dejábamos llevar por la suave corriente del río, veíamos deslizarse entre los árboles a los monos aulladores quienes con su profundo llamado parecían querer decirnos algo. Los animales estaban en todas partes. Al centro de rehabilitación de fauna de Cerrejón llegan incontables casos de animales decomisados. Había una cría de mono aullador, que al tratar de quitárselo a su madre le amputaron el brazo. También estaba el armadillo que encontraron en Villa Reina, una población cercana, mientras era apedreado por niños.

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Durante mi infancia jugaba con la nutria, que por causa de la tala ilegal de árboles se quedó sin hogar y mientras tanto vivía en casa de la veterinaria de La Mina esperando ser liberada. Cuando tenía cuatro años, mi papá me llevaba a visitar a Pacho, el mono aullador que vivía amarrado en la puerta de una casa. O el par de venados que vivían en el patio de la casa de una familia. También recibimos la visita repentina de babillas en la puerta del colegio o hasta en la puerta de mi casa. Y la boa de tres metros que le dio la bienvenida a una familia australiana que acababa de llegar a La Mina. O las incontables chuchas que se metían a la casa y por las cuales una vez dejamos la puerta completamente abierta toda la noche para que pudiera salir con la misma tranquilidad con la que nosotros dormíamos.

Este sigue siendo mi hogar a pesar de haberme mudado. Cerrejón nos abrió las puertas a miles de familias y nos dio oportunidades que muy seguramente no hubiéramos podido conseguir en otra parte. La vida en Mushaisa siempre estuvo llena de contrastes y siempre fuimos conscientes, unos más que otros, de lo afortunados que somos. Una ciudadela perfectamente planeada que funciona sin corrupción. Crecí en el segundo departamento más pobre de Colombia, pero nunca me faltó nada. A pesar de trabajar con comunidades wayúu nunca sentimos su cultura como propia y, por el contrario, nos identificábamos con otras mucho más distantes. Es por esto que la identidad de los hijos de Mushaisa resulta tan compleja, somos una mezcla de todo y de nada a la vez, somos simplemente mineros. Vivimos en esa pequeña burbuja de carbón que algún día estallará.

 

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