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La ansiedad social que no vimos venir

La meta era el fin de la cuarentena. Pero cuando el día llegó, la esperanza había sido reemplazada por el miedo y la prisión se había vuelto refugio. Este es el testimonio de cuatro personas sobre cómo enfrentan su miedo a salir de casa.

por

Tania Tapia Jáuregui


28.10.2020

Ilustración: Ana Sophia López

La meta era el fin de la cuarentena. Fueron más de cinco meses en los que el encierro se fue alargando de a dos en dos semanas, y entonces la esperanza de ver el día en que pudiéramos salir volvió soportable lo insoportable. Mientras tanto, mientras soportamos, nos acostumbramos: el encierro se volvió seguro y la vida anterior peligrosa. Envolvimos los cuerpos en una capa de gel desinfectante y alcohol que nos hizo olvidar los abrazos. 

Cuando el día llegó, la esperanza había sido reemplazada por el miedo. En lugar del anhelo por el encuentro estaba el terror, la ansiedad, la torpeza y la paranoia. La hostilidad del encierro solo crecía ante un virus que ahora acecha en cada esquina. Pararse frente a la puerta detonaba palpitaciones en el pecho, manos temblorosas, dificultad para respirar e interminables laberintos mentales. La prisión se había vuelto refugio.

Este es el testimonio de cuatro personas para las que el fin de la cuarentena estricta trajo una nueva ansiedad: la del miedo al contagio en el encuentro con otros. Así es como enfrentan su miedo a salir.  

1.

Hubo dos situaciones en las que me di cuenta de que estaba sufriendo de ansiedad al salir y verme con otros. Me sorprendió porque yo no soy una persona que sufra de ansiedad social. Soy introvertida pero nunca lo pensaba dos veces antes de hablar con alguien o ir a un lugar. Además, había estado viéndome con gente durante la cuarentena, aunque todas eran personas que sabía que se estaban cuidando. Incluso esas veces sentí las primeras señales de ansiedad: si iba a venir gente a mi casa tenía que tener alcohol en la puerta, tenía que pedirles que se lavaran las manos, tenía que abrir las ventanas. Todo el día pensaba en eso.

La sensación empeoró en el cumpleaños de mi cuñado. Desde el día anterior tenía muchísima ansiedad pensando las cosas más bobas, desde qué ponerme hasta cómo saludar a la gente. Cuando llegamos con mi novio al restaurante entramos como dos niñitos asustados agarrados de la mano. Vimos un montón de gente, teníamos la intención de saludar desde lejos, pero nos empezaron a saludar de beso y abrazo. Sentí que no podía decir que no, así que tuve que saludar a unas 15 personas de beso y abrazo. Cuando nos pudimos sentar, sentía el corazón latiendo muy rápido, me temblaban las manos, mi novio se empezó a echar alcohol debajo de la mesa intentando echarse un poco en la cara. Yo solo me volteé y le dije: mañana me va a dar Covid y me voy a morir.

Estuvimos muy ansiosos. En un momento él me preguntó si me quería ir, yo quería irme porque la estaba pasando mal, pero nos quedamos, decidimos al menos esperar la comida. El resto de la cena estuvimos en nuestro propio mundo, en una esquina, ansiosos, sintiéndonos extraños socialmente. Se nos olvidó socializar. En otro momento hubiera hecho el esfuerzo y hubiera hablado con la gente, pero ese día simplemente no lo lograba. A la mitad de la cena me empezó a dar dolor de garganta y todo lo empecé a sentir amplificado: veía en zoom cómo la gente compartía del mismo plato. Otros hablaban de haber tenido el virus, de tener anticuerpos que los protegía y de sentirse a salvo, yo mientras tanto sentía que me iba a morir y pensaba en lo estúpida que podía ser la gente.

Volvimos a la casa a bañarnos, me eché jabón en la cara 10 veces. No pude dormir, me pesaba mucho el pecho. Sentí que me rompieron barreras que yo no quería romper. Hasta entonces mis interacciones sociales habían sido con mucha consciencia de preguntar si íbamos a abrazarnos o no, de si quitarnos el tapabocas, un montón de detalles que ahora siento que son muy importantes y que no se tuvieron en cuenta esa vez. Me afectó muchísimo, me sentí expuesta, vulnerable y con un miedo muy sincero.

Volvimos a la casa a bañarnos, me eché jabón en la cara 10 veces. No pude dormir, me pesaba mucho el pecho.

La segunda vez fue el día que tuve que hacer una vuelta de la cédula. Llegué temprano, hice la fila y me senté a esperar mi turno. Había pocas personas y todos estaban en sillas separadas. Me senté con las manos en el regazo, no queriendo tocar nada, sintiéndome expuesta y tratando de ver qué ventanas había abiertas. Ahí volvió la ansiedad y con el tiempo fue aumentando: me empezó de nuevo a dar dolor de garganta, palpitaciones, si escuchaba a alguien toser se disparaba aún más todo. Cuando por fin me llamaron, todas las sillas estaban llenas. Al pagar, me molestó que no fui la única persona que tocó mi tarjeta de crédito. Cada cosa solo lo volvía aún más una tortura, fueron apenas 20 minutos en los que no paré de repetirme “ya casi se acaba, ya casi se acaba”.

Me di cuenta que me he acostumbrado a la seguridad del encierro y que ahora lo externo, que es todo lo que no puedo controlar, me hace sentir vulnerable, me genera ansiedad y además enojo de que la gente no esté acatando las medidas. Sé que es algo en lo que tengo que trabajar porque no me siento cómoda ni feliz con tener esta ansiedad, pero también estoy segura de que no soy la única que siente gigantes todas estas cosas que no importaban antes de la pandemia.

Para mí lo más importante es saber que si voy a ir a un lugar se van a tener en cuenta unas etiquetas sociales, que nos vamos a preguntar antes si nos vamos a dar un abrazo o no porque de pronto tú no estás en el mismo lugar que yo. Extraño salir y ver amigos, extraño sobre todo viajar, pero sé que también me va a costar mucho regresar a eso. Sé que no quiero vivir encerrada, pero al mismo tiempo sé que ahora mismo no puedo decir que en unos meses ya me sienta cómoda para hacer esas cosas.

2.

Ahora siento más la posibilidad real de enfermarme. Yo vivo solo y durante la cuarentena estricta no sentía mucho riesgo, sencillamente porque no estaba saliendo. Tenía otras preocupaciones, como el hecho de estar solo tanto tiempo o cosas burocráticas que siempre me preocupan más de la cuenta, como que me parara la policía cuando iba a visitar a mis papás. Pero cuando se acabó la cuarentena la preocupación se volvió la enfermedad misma.

La primera vez que salí fue con una amiga con la que fui a caminar, unos cinco meses después de que todo empezara. Estaba bien. Pero después tuve ensayo con mi banda, o sea estar con 5 personas en un sitio cerrado. Lo dudé pero igual fui, me pareció necesario, sentí que ya era momento de retomar un poco la vida. Igual tuve que hacer un trabajo mental previo, prepararme y saber que tenía que ser cuidadoso. Yo creo que ese día fui el único que no se quitó el tapabocas mientras estuvimos encerrados sudando durante tres horas.

Al otro día me empecé a sentir mal, sentía dolor de garganta y síntomas de gripa. Les conté a mis papás y me dijeron que seguro era paranoia, que todo estaba en mi cabeza. Fue raro porque uno se empieza a sentir como un loco, a creer que todo se lo está imaginando. Pero al mismo tiempo sí tenía unos síntomas físicos claros, me dolía la garganta, tenía mocos. Seguro me agripé con el frío, pero eso, sumado al pensamiento de que me estaba enloqueciendo y tal vez me lo estaba imaginando todo, me disparó la ansiedad. Fue una pesadilla.

Esa situación dejó secuelas. No quise salir al siguiente ensayo con mi banda. Había una posibilidad de que no fueran videos míos y que podría exponer a más gente.

Desde entonces mi cerebro ha asumido un mecanismo de defensa para poder salir y no estar tan preocupado, lo he empezado a pensar más racionalmente. Ahora cuando salgo me convenzo de que no hay razón para contagiarse si todo el tiempo tengo tapabocas, si no tengo contacto con nadie, si soy cuidadoso, si me lavo las manos, si no me toco la cara, etc. Creo que hasta ahora me ha funcionado.

Pero tampoco me deja de dar susto. Cada vez se hace más fácil pero no son cosas a las que diga “sí” sin pensarlo. Se ha tratado de lograr ciertos hitos de a poco, superarlos. El primero fue tener una primera salida social, el segundo verme con más de una persona, el tercero dejar que dos amigos entraran a mi casa, que ya es abrir la puerta del refugio en el que uno está a salvo. Pequeños pasos para retomar la vida social que sí le ayuda mucho a la mente. 

De cualquier forma, todo esto ya está teniendo efectos sobre mi vida social. Tener interacciones sociales tan escasas ha hecho que cada interacción sea mucho más agotadora de lo que habría sido antes. Lo siento como un músculo o una habilidad oxidada. Y me he vuelto más exclusivo: con quién estoy dispuesto a arriesgarme y con quién no, se me hace interesante. 

3.

La cuarentena me hizo entrar en una zona de confort. Los primeros meses de pandemia sentía que todo estaba controlado, que la gente andaba con cuidado. Cuando salía, que era a hacer mercado, sentía que había una conciencia de cuidado colectivo. Incluso entonces salía como si estuviera en un videojuego, iba muy concentrada superando pequeños retos, tocando solo lo necesario y con el alcohol en la mano.

Pero a medida que ha pasado el tiempo, y que cada vez hay más gente que sale, siento miedo y angustia, eso me ha hecho más difícil salir del encierro. Yo sabía que en algún punto la vida tenía que empezar otra vez, pero la apertura me pareció muy radical. Traté de prepararme para este momento, pero creo que nunca lo hice profundamente porque he estado sintiendo mucha ansiedad de pensar que el Covid todavía anda por ahí, afuera, esperándome.

La ansiedad también ha nacido de un aspecto más emocional: siento que tanto tiempo de encierro me aisló de ser sociable, olvidé un poco cómo era estar con gente y tener contacto. Si me encuentro con alguien es incómodo, no sé si darle el codo o no, si es alguien cercano me siento extraña sin poder abrazarlo. Siento mucha presión de lo que debería ser y en realidad creo que nadie sabe cómo tienen que ser nuestras interacciones en este momento. He preferido no tener que enfrentarme a esas situaciones, ahora cuando salgo ando todo el tiempo con la cabeza abajo.

En un punto tuve que empezar a salir casi como un proceso terapéutico: hacia las 6 de la tarde me estaba dando desespero de estar en la casa, no me hallaba y me sentía en un loop de estar todos los días en la misma rutina. Hubo un sábado en que me levanté sin saber muy bien qué día era y empecé a hacer toda la rutina como un día de trabajo. Cuando me di cuenta de que era sábado no supe qué hacer, no sabía cómo descansar ni cómo salir del loop. A los 3 meses empecé a salir a caminar para manejar esa ansiedad. Pero salir significó también sentir angustia por lo que hacían los demás, ver que alguien no tenía el tapabocas bien puesto o que tosía me generaba una carga muy grande. Ahí fui aprendiendo a soltar y a entender que no podía controlar todo.

Igual el aislamiento seguía siendo muy fuerte, sobre todo con mis amigos, incluso me distancié virtualmente de gente cercana porque sentía mucha presión cuando me invitaban a algo, no sabía cómo decir que no, no me quería sentir juzgada por mis ansiedades y me distancié. Me estaba rayando y decidí intentar verme con gente por salud mental.

A los 6 meses de encierro me invitaron a una casa. Hasta entonces solo me había visto con mi hermana, con quien vivo, con mi pareja y un par de veces con mis papás. Me demoré mucho en tomar la decisión y la pasé muy mal. Por una parte, pensaba que ya era momento, la gente estaba saliendo, no iba a pasar nada, no me podía quedar encerrada. Por otro lado, no conocía a todos los que iban a ir, no sabía si se habían cuidado o no. Fue horrible sentir que no tenía la libertad de antes para poder tomar decisiones sin pensar mil veces todas las variables posibles. Decidí ir. Estuve solamente un rato pero la pasé muy mal. Estuve muy ansiosa, no me quería acercar mucho a nadie y veía todo muy ajeno a mí, sentía que todos estaban ya muy preparados para estar afuera y yo no me sentía para nada así. Quería salir corriendo, me faltaba el aire, me sudaban las manos. Al final decidí irme, no lo pude soportar.

Quería salir corriendo, me faltaba el aire, me sudaban las manos. Al final decidí irme, no lo pude soportar.

Los días siguientes me sentí culpable y con más miedo. Pero lo tomé como una lección: esas decisiones deben ser tomadas con más calma y planeación. Así lo hice cuando me invitaron después a un paseo: hablé con mi pareja, pregunté sobre el lugar, las personas que iban a ir. En un momento dije que no, que no iba a ir, pero en el fondo quería ir. Entonces hice un proceso para entender cuál era el miedo, cómo podía apartarme de él, cómo podía hacer todo más llevadero. Fue cuestión de mentalizarme, de pensar que todo iba a estar bien, que iba a estar en un espacio abierto y que también podía confiar en los otros y en mi decisión. Poner esos miedos en perspectiva y hacerlos un poco más tangibles fue clave para tomar la decisión, sentarlos y decir, bueno, qué es lo que pasa acá.

Y funcionó. Siento que valió la pena. Pude soltar la carga acumulada durante todos esos meses que me convirtieron en una persona nerviosa y miedosa que yo no era. Eso no quiere decir que la ansiedad se haya ido, pero fue un buen momento para soltar y no meterle tanta cabeza y miedo.

Hay días en que pienso que la interacción humana nunca va a volver a ser. Creo que esto va a dejar una marca. Siento que cuando ya ese peligro no exista voy a poder volver a ser quien era, o por lo menos ese es mi anhelo, que voy a poder fluir más tranquilamente en mi esencia cercana con los demás. Sin miedo.

4.

En principio yo no me encerré porque el Gobierno dijo, sino porque entendí el peligro y la desinformación que podía circular alrededor del tema. Hace años, con la peste bubónica, la gente no sabía qué pasaba y por qué se morían, pero hoy, que la ciencia ha avanzado más, me encerré esperando a entender un poco más cuál era el enemigo, a qué nos estábamos enfrentando. Ya hoy todo el mundo habla del tapabocas, del alcohol y de los protocolos, pero hace 8 meses solo había un absoluto desconocimiento. Y lo peligroso es que si uno no sabe a qué se enfrenta todo se puede volver mucho más peligroso.

Cuando levantaron la cuarentena y la gente empezó a salir decidí seguir guardándome. Independientemente de lo que el Gobierno diga, el virus sigue por ahí y yo tenía el privilegio de quedarme en la casa y duré al menos un mes y medio más sin salir de la casa pudiendo hacerlo, porque esta época en la que la gente ya siente más libertad para mí significa más responsabilidad y autorregulación. Pero me lo he tomado con mucha calma. Vivo en La Calera entonces siento que el encierro no ha sido tan tenaz como si estuviera en un apartamento, acá tengo zonas verdes y puedo salir en bicicleta por horas sin cruzarme con nadie. Ha sido aprender a vivir en base a lo que me hace sentir cómodo.

Sí me ha hecho mucha falta salir. Yo siempre he sido una persona muy social, me gusta conocer gente, viajar, estar en comunidades y conocer lugares nuevos. Entonces a pesar de estar más tranquilo en mi casa, estaba desesperado por salir. Lo sentí más en una época en la que estuve encerrado en Bogotá, ahí sí sentí mucha ansiedad porque creo que soy una fuerza silvestre y no poder salir estando en la ciudad me dio mucha ansiedad. Entonces tomé decisiones, decidí irme a vivir con mis papás en La Calera y sacrificar la vida social por tener más tranquilidad y espacio. Ahora que vivo con ellos tengo que tener en cuenta que me tengo que cuidar más porque ellos tienen condiciones que los hacen más vulnerables a virus, pero al mismo tiempo acá tengo más espacio de cierta forma.

La primera vez que salí fue hace unos dos meses, cuando me salió una oportunidad de ir al Llano a trabajar. Fue sencillo tomar la decisión de ir, lo que más me preocupaba era sobre todo llevar la enfermedad allá, pero estuve en espacios abiertos y la verdad no me cambiaba por nadie, lo volvería a hacer 40 veces.

Pero la primera vez que salí a un encuentro social fue la semana pasada, el día del paro, el 21 de octubre. Lo hice porque me estaba sintiendo muy triste, mi perrito estaba muy enfermo y yo me estaba sintiendo muy mal, así que decidí salir a verme con amigos. Me encontré con uno en el centro, fuimos a comer a un restaurante y conocí gente nueva. Me pareció muy chévere, siento que en el encierro venía acumulando ideas en la cabeza, rumiando los mismos pensamientos con la misma gente. Y de pronto estar afuera y contrastar esas ideas con alguien que no conocía fue muy importante para mi cabeza.

Luego fuimos al Parque de los Hippies, había un toque y muchísima gente. Me sentí un poquito irresponsable, aunque lo disfruté. Estuve muy feliz, sobre todo de ver y parchar con mis amigos, de tomarme una pola en la calle, de volver a sentir la ciudad, de ver gente distinta. Me gustó un montón. Pero hoy pienso que es algo que no volvería a hacer, fue una exposición innecesaria.

He decidido que eso de los encuentros sociales es algo que no voy a hacer más, porque desde entonces, no he estado tranquilo. Todo el tiempo estoy pendiente de si estoy sano, de que no vaya a pasar nada porque me da miedo la salud de mis papás, no los he estado abrazando y les he dicho que mantengamos distancia. Soy joven y sé que si me da de pronto pasaré un mal rato pero salgo adelante, pero a mis papás si el virus los coge los mata. Incluso, cuando comemos, trato de hacerlo un poquito distante porque no tengo certeza de estar sano.

Yo quisiera salir a parchar, a beber y emborracharme, ir a conciertos y salir con gente, pero creo que es algo que solo podría hacer si no viviera con ellos y tuviera un trabajo estable para pagarme un apartamento solo. Pero en este momento no es así, y me toca sacrificar la parte social.

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