Juzgar a Belisario, juzgar a un expresidente (obituario y testamento)
La primera persona que visitó Juan Manuel Santos tras su posesión como presidente de Colombia en 2010 fue a un expresidente, así lo contó El Espectador en su sección de picaresca social de alto turmequé: “esta semana en la casa del ex presidente Belisario Betancur y de su señora Dalita Navarro fue la primera reunión […]
La primera persona que visitó Juan Manuel Santos tras su posesión como presidente de Colombia en 2010 fue a un expresidente, así lo contó El Espectador en su sección de picaresca social de alto turmequé: “esta semana en la casa del ex presidente Belisario Betancur y de su señora Dalita Navarro fue la primera reunión social a la que asistió Juan Manuel Santos como Jefe de Estado. Hubo apenas veinte invitados, entre empresarios y amigos mutuos. Lo más llamativo de la cena fue la presencia de Fabio y Ramiro Valencia Cossio, no precisamente hombres de las filas del santismo sino del uribismo, pero ahora con ganas de acercarse al nuevo Gobierno.”.
Ya antes Belisario Betancur le había hecho guiños a Santos, y Navarro ya había dado a conocer por quién sería el voto de su marido en las elecciones presidenciales, que traicionaría a Noemí Sanín —quien fuera su censuradora Ministra de Comunicaciones—, y a su partido, el conservador, en aras de votar por Santos como candidato del Partido de la U. En una entrevista le preguntaron a Dalita Navarro: “Noemí afirmó que como Belisario Betancur está “muy enamorado de su esposa”, por eso votó por Santos en la primera vuelta. ¿Qué opina usted sobre esa afirmación?”, y ella opinó: “Que es en lo único que Noemí Sanín no se ha equivocado.”
Es posible que al asistir Santos a esa cena estuviera devolviendo favores, o buscando inspiración para convertirse, para la Historia, en otro “presidente de la paz”, pero también es evidente que el presidente saliente y los ex presidentes estaban muy pendientes de la salud de Belisario Betancur, no fuera a ser que se deschavetara, hablara de más y, antes de morir, terminara enredado ante la ley generando un grave precedente: juzgar a un expresidente.
Belisario Betancur tuvo la responsabilidad política de lo que pasó en la tragedia del Palacio de Justicia durante su mandato. Al menos así lo asumió él, de forma enfática y sin lugar a dudas, en vivo y en directo, en su declaración televisada del 7 de noviembre de 1985. Esa noche Belisario Betancur calificó la toma del M-19 como un acto de “inhumana, delirante y aislada espectacularidad”, y constato que este tipo de acciones “paradójicamente sirven para demostrar cuán fuertes son nuestras instituciones, cuánto repudia nuestra patria los extremismos.”
Belisario mencionó en su discurso a uno de los extremos del combate, el guerrillero, pero evitó extender su crítica a los otros: el de los militares y su retoma vindicativa a sangre y fuego y el del gobierno que censuró a los medios por vía de su Ministra de Comunicaciones. Belisario Betancur intentó rellenar el vacío de poder, más que evidente en esos días, con lo que mejor se le daba: las palabras.
Fue entonces cuando Betancur afirmó que “el gobierno es firme en su defensa de los principios y de las instituciones” y que “puede por lo mismo dedicarse a la búsqueda de las mejores soluciones a problemas que aparentemente no ofrecen sino una salida”, tras lo cual asumió la responsabilidad en pleno por los hechos y se incriminó para siempre y por siempre como responsable absoluto: “Esa inmensa responsabilidad la asumió el Presidente de la República que, para bien o para mal suyo, estuvo tomando personalmente decisiones, dando las órdenes respectivas, teniendo el control absoluto de la situación, de manera que lo que se hizo para encontrar una salida fue por cuenta suya y no por obra de otros factores que él puede y debe controlar.”
Pero Belisario Betancur solo pareció haber asumido la responsabilidad de los hechos “para bien” y, amparado por el fuero y el espíritu de cuerpo del poder político, se negó a reconocer públicamente el para “para mal” de la responsabilidad que años atrás sí asumió cuando dijo ante todo el país que tuvo “control absoluto de la situación”. En lo político su caso fue examinado por la comisión acusaciones y este cuerpo camaril, haciendo honor a su apodo, “comisión de absoluciones”, hizo lo propio.
Belisario Betancur no quiso volver a usar la televisión o los medios para referirse a los hechos del Palacio de Justicia, y por ejemplo, en La Toma, un documental sobre el Palacio de Justicia, se hace énfasis en las víctimas y en el caso judicial del General Plazas Vega, pero la ausencia estratégica de Betancur termina por ocultar las actuaciones del Gobierno de ese entonces. Aun así el documental muestra cómo algunos de los ministros, incluido el de justicia, se fueron a dormir la noche en que el Palacio de Justicia ardió; también se ve cómo el gabinete ministerial solo se enteraba de lo que estaba sucediendo por los medios de comunicación que ellos mismos, horas antes, habían censurado (en el discurso televisado Betancur le “agradeció” a los medios por su silencio: “Sea este el momento de agradecer a los medios de comunicación la forma ponderada, tranquila y patriota como han venido llevando a la Nación y al mundo, el detalle de los acontecimientos”).
Betancur se negó a participar de lo que él llamaba el “linchamiento mediático” de la prensa, y solo declaró ante la justicia; aun así es hasta es sospechoso el poco bombo que los grandes medios le dieron a a declaraciones tan apabullantes como la que dio ante la Fiscalía, en 2005: Belisario Betancur ahí reconoció que durante la retoma militar supo de tres guerrilleros que salieron vivos del Palacio de Justicia. Un conocimiento que mostraría que el presidente, como máxima autoridad, tuvo conocimiento sobre estos desaparecidos, un crimen que él ocultó en su momento y que podría haber ayudado a esclarecer estas y —sobre todo— otras desapariciones: las de los justos —por ejemplo, los empleados de la cafetería—, y no solo las de los culpables y corresponsables de esta tragedía —los guerrilleros—.
Tener conocimiento público de lo que sabe Belisario Betancur sobre el Palacio de Justicia era fundamental; es necesario aclarar pasajes tan oscuros y extraños como ese de que durante la retoma del Palacio de Justicia sí se logró sacar con vida al hermano de Belisario Betancur, que formaba parte del Consejo de Estado, y a la esposa de Jaime Castro, en ese entonces ministro de Gobierno, cuando fue poco o nada lo que se hizo para sacar con vida al resto de los rehenes o por preservar la vida de unos guerrilleros. Es molesta la insistencia de Betancur de su apertura al diálogo durante la toma y contrasta con los hechos de la mañana del 7 de noviembre, cuando el ejército, que conocía la ubicación exacta de un reducto de rehenes y de guerrilleros por medio de un mensajero que salió buscando una salida negociada, lo primero que hizo fue atacar brutalmente la zona donde estaban los sobrevivientes para dar por terminada la retoma del Palacio de Justicia y luego borrar toda evidencia lavando de piso a techo con mangueras y baldados de agua el aun humeante Palacio de Justicia.
De acuerdo a su declaración televisada de 1985 Belisario Betancur, al tener “el control absoluto de la situación”, era responsable, y la vergüenza de su cobardía se extiende a una de las muertes más trágicas, la del magistrado Uran, que salió con vida del Palacio de Justicia, como quedó registrado en un video, para aparecer días más tarde en el inventario de cadáveres incinerados dentro del palacio. El cadáver apareció con un inexplicable tiro de gracia en el cráneo y su billetera fue encontrada más de 20 años luego, y gracias a una orden judicial, en las instalaciones de inteligencia del Estado donde se practicaron actos de brutalidad policiaca que se han obviado y ocultado de manera sistemática. Un crimen (casí) perfecto que operó con el mismo modus operandi de la práctica militar reciente conocida bajo el nombre de “falsos positivos”.
El hecho de que Belisario Betancur en vida reconoció saber sobre los desaparecidos debería haber bastado para comprometerlo con el caso judicial del Palacio de Justicia, al menos es por la desaparición de dos guerrilleros, un crimen inexpugnable, que la condena a 30 años del coronel Plazas Vega fue ratificada en su momento (¿Betancur nunca le preguntó a los militares por la suerte de los tres guerrilleros que menciona? Y, si lo hizo, ¿por qué no contradijo a los militares cuando estos durante años han afirmado que no hubo torturas ni desapariciones?). En contraste con Betancur, el protagonismo judicial que tuvo Plazas Vega por sus acciones en el caso del Palacio de Justicia fue directamente proporcional al estrellato mediático que obtuvo en 1985 durante la retoma militar y que se debe a la “palomita” que se dio con la célebre frase con que intentó maquillar ante la Historia la desmedida acción militar: “defendiendo la democracia, maestro”.
Lo raro es que el brillo de la infamia del coronel Plazas Vega es de una magnitud desproporcionada que ha servido para opacar las investigaciones y las condenas de otros militares con igual o mayor responsabilidad en la estructura de poder de esos días: el General Arias Cabrales (condenado a 35 años de cárcel), el teniente coronel Rafael Hernández López (investigado), el mayor Carlos Fracica (investigado), el teniente coronel Iván Ramírez Quintero (absuelto), el coronel Edilberto Sánchez (investigado), el Mayor Joaquín Téllez, el General Rafael Zamudio y una larga lista que incluye hasta a Miguel Alfredo Maza Marquez, ex-director del Das y quien fungió como responsable de la seguridad del palacio. Un gabinete militar bajo la sombra que no solo debe dar cuenta de la responsabilidad que tuvo en las desapariciones sino que debe ser investigado por el retiro de la vigilancia del Palacio de Justicia días antes de la toma: las infiltraciones que le había hecho al M-19 podrían haber dado cuenta del plan guerrillero y facilitado una celada del ejército que, en cambio, dejó suceder la toma para hacer una encerrona que no solo ponía en marcha todos sus juguetes bélicos, sino que a la vez detenía el movimiento certero de la justicia. Porque hay que recordar que en esas fechas las Altas Cortes acababan de dictar una sentencia histórica en contra del Presidente Julio Cesar Turbay Ayala y de su Ministro de Defensa el General Miguel Vega por torturar a la médica Olga López y a su hija de 5 años.
Algunos sectores de las fuerzas militares usaron durante el Gobierno Santos el caso del coronel Plazas Vega para clamar por una persecución judicial y justificar un “desaliento” que afectaba su desempeño y esto tuvo su costó en las encuestas y generó altibajos en la percepción de la seguridad en el país. Así, con el icono del militar condenado, el ejército pidió dadivas judiciales como contraprestación por sus servicios “a la Patria”. Estas demandas son lastimeras y oportunistas pero resultan comprensibles a la luz de una falta de una corresponsabilidad del poder político. Es más, da la impresión de que los militares y los servicios de inteligencia siempre tienen que hacer el trabajo sucio —o los paramilitares en su defecto— , mientras los políticos de alto turmequé pueden salir ilesos de estas jugadas que ellos mismos propician.
Colombia parece estar lejos de Francia donde la justicia francesa sí se atrevió a condenar al expresidente Chirac por corrupción, incluso parece estar más guatepior que Guatemala donde al exdictador y ex general Rios Mont le quitaron su inmunidad y los arrestaron bajo cargos por genocidio por crímenes cometidos 25 años atrás. Juzgar a Belisario Betancur habría sido juzgar a un expresidente, todo indica que la justicia solo llega hasta el nivel de un pantallero ex Ministro de Agricultura o de un opaco ex Secretario General de la Presidencia o de un ex fiscal anticorrupción corrupto y extraditado para que no delate acá a otros corruptos, pero a los expresidentes hay que rodearlos, no vaya a ser que se escapen del cerco del poder presidencial y por juzgar a uno terminen siendo juzgados todos.
“No podemos permanecer silenciosos frente a un fallo que pide que al Presidente Betancur, que ya va a cumplir 90 años de servirle al país, 90 años de defender la cultura, 90 años de promover las letras, 90 años de una vida de servicio público, que a estas alturas pidan que una Corte Internacional lo juzgue por el Palacio de Justicia. Eso no tiene ningún sentido jurídico y de ninguna naturaleza”, expresó el presidente Santos al conocerse el último intento de llevar a Belisario Betancur a juicio en 2015. A esto habría que responder con optimismo: la justicia cojea pero llega, no importa cuán cojos, achacosos, cultos y viejos sean los aforados.
Ahora, tras el fallecimiento de Belisario Betancur, varios textos elogian su vida y obra, se ha hecho mucho énfasis en sus aciertos y poca memoria de sus errores. Los rumores dicen que el expresidente dejó un testamento que solo podría ser publicado al momento de su muerte con documentos que dan pistas sobre sus acciones políticas. Habrá que ver si esta última voluntad no se engaveta.
Es posible que, entre los poemas y dibujos “cometidos” por Belisario Betancur en su prolongada pasantía cultural, aparezca una confesión que de luz sobre lo que pasó en esos días en que fue palpable un apagón político y la captura del estado por el alto mando militar. Uno desearía que, más allá de pedir disculpas y de buscar la vía rápida de un perdón, Betancur se extienda en explicaciones sobre otra tragedia que también presidió, la de Armero. La ineptitud del mandatario y de todas las instancias gubernamentales ante el SOS radicado por vulcanólogos y políticos humildes —sumada a los contratos y robos millonarios en todas las instancias de prevención, rescate y reconstrucción— han dejado claro que la culpa no fue del volcán: el mito del “desastre natural” de Armero convirtió en mera estadística la muerte de 25.000 personas, acalló el clamor de las peticiones de los sobrevivientes y tapó las culpas, entre ellas la negligencia de Betancur y tantos otros políticos (Iván Duque “padre”) y empresarios (Pedro Gómez Barrero) que usaron la causa filantrópica para encausar sus intereses empresariales.
De unos decenios para acá, a los expresidentes en Colombia les cuesta abandonar la escena política, y no solo porque les sea insoportable la viudez del poder —sus dádivas, sus genuflexiones—, sino porque de abandonar ese espacio privilegiado corren el riesgo de que ellos y sus allegados pasen a ser juzgados: ser expresidente se ha convertido en una forma activa de impunidad, de cuidar el fuero y mostrar que ante la ley, como en la granja animal de George Orwell, “todos somos iguales, pero hay unos más iguales que otros”. Los expresidentes pasaron de ser un conjunto de muebles viejos esparcidos en los rincones del edificio institucional, a ser una caterva de viejos inmuebles atravesados a la entrada, corredores, salas y salidas de la vida política, su sapiencia no parece radicar tanto en su sabiduría sino en todo lo que saben sobre aquellos que nombraron o están por nombrar en el juego de tronos estatal.
Así como el expresidente Betancur prefirió llevarse unas cuantas verdades a la tumba y vivir por más de treinta tres años sin dar a conocer lo que sí sabía, otro, la hipérbole más folclórica de la figura expresidencial, el “presidente eterno” Álvaro Uribe, se trincha en una política mezquina de guerra y en el horizonte de una constituyente para conservar intacto el cercado de la hacienda mental del país que habita con su familia, socios y allegados, para —tal vez, quién quita— volver a ser presidente en cuerpo propio.
Así como se hizo un proceso de paz para negociar la entrega de armas de la guerrilla de las FARC y la reinserción de sus combatientes a la vida social y la política, ahora se abre un nuevo frente: hacer la paz con los expresidentes. Para el expresidente Álvaro Uribe esta negociación ya comenzó, es el Gobierno Duque, un nuevo periodo de uribato que debilita la ley, las instituciones, la educación, las comunicaciones y la prensa con el fin de facilitar las negociaciones de este nuevo proceso de paz que busca su impunidad y la cadena de custodia de una verdad que, como en el caso del expresidente Betancur, puede quedar guardada en un cajón o enterrada en una tumba.
Nota: vale la pena darse el tiempo para oír «La noche más larga», los dos programas que hizo Radio Ambulante sobre la toma y la retoma del Palacio de Justicia: