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Julio Daniel Chaparro y Jorge Torres: 30 años sin la verdad de su muerte

La investigación judicial sobre el doble homicidio de los reporteros de El Espectador en 1991, dejó de lado otras hipótesis importantes e ignoró las pistas que habían quedado escritas en una libreta de apuntes. Los presuntos autores intelectuales y materiales del crimen también fueron asesinados. Aún no hay nadie condenado por el caso, que recientemente fue admitido por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.

por

Catalina Lobo-Guerrero

@clobo_guerrero

Periodista. Autora del libro: 'Los restos de la revolución'


27.11.2021


[N. de la E. Esta historia fue publicada originalmente por la IPYS y la UNESCO aquí].

SANDRA: Me voy, esto está muy miedoso.

Fue una de las últimas frases que Julio Daniel Chaparro escribió a mano en su libreta de reportería, antes de que lo asesinaran a él y al fotógrafo Jorge Torres, el 24 de abril de 1991, en Segovia, un pueblo minero del nordeste antioqueño colombiano. ¿Quién era Sandra? ¿Por qué tenía tanto miedo? ¿Su testimonio tiene alguna relación con la muerte de los reporteros del diario El Espectador?

Han pasado 30 años y aún quedan muchas preguntas sin respuestas sobre el caso, entre otras razones porque los investigadores no siguieron varias de las pistas que el periodista dejó anotadas. Se sabe que la libreta existió porque alguien, al menos, tuvo la precaución de fotocopiar tres de sus páginas, antes de que la Fiscalía la destruyera, junto al resto de sus pertenencias. Fueron incineradas por estar “impregnadas de sangre y suciedad” y eran “un grave peligro para la salud” de quienes trabajan en la entidad.

SEGOVIA, Abril 24-91

Es el título y la fecha, enmarcada entre una caja dibujada con lapicero, que se puede leer en la primera de las páginas fotocopiadas de la libreta, que hoy hacen parte del expediente judicial. En esa hoja y en las siguientes, Chaparro dejó anotado (en cursiva) lo que no debía olvidar de su viaje: nombres de contactos, llamadas por hacer, observaciones del entorno y hasta un último verso.

Recién había cumplido 29 años, pero ya era una estrella ascendente de la crónica, y lo sabía. Sin ninguna modestia, aseguraba que sería el próximo Nobel colombiano de literatura. Y cuando no andaba reporteando, escribía poesía. Esa doble identidad de periodista-poeta lo acompañaba a todas partes. En los últimos meses, se había dedicado a visitar algunos de los municipios más golpeados por la guerra para escribir una serie de crónicas llamadas “Lo que la violencia se llevó”. La última sería la de Segovia.

Olor a trópico… loma, palmas, naranjos, papas, almendras

Su compañero de viaje, Jorge Torres, se había sumado a última hora, porque el fotógrafo asignado en un inicio se enfermó. Aunque Segovia era un lugar difícil, Torres lo reemplazó sin ningún agüero. Tenía más de 20 años de experiencia y había estado presente en atentados, el secuestro de una embajada e incursiones de varios grupos armados. Su velocidad para cambiar rollos era legendaria; le había permitido salvar el único retrato de una toma guerrillera en el Caquetá, antes de que un soldado le decomisara la cámara.

Ese miércoles 24 en la mañana, antes de viajar, Chaparro fue a despedirse de sus dos hijos pequeños al colegio y Torres le aseguró a su esposa que volvería al día siguiente, para ayudarle con los últimos preparativos de la fiesta quinceañera para su hija Diana, que se celebraría el sábado. A mediodía, tomaron un vuelo de Bogotá a Medellín, y luego otro de Medellín al municipio vecino de Remedios. Al aterrizar allí, un soldado del Batallón Bomboná les pidió identificarse y ambos lo hicieron como periodistas de El Espectador, en el libro de movimientos de pasajeros, antes de continuar por carretera hacia su destino final. Al llegar a Segovia se registraron en el hotel Fujiyama, dejaron sus maletas, y luego de llamar a alguien desde el teléfono de la recepción, salieron a recorrer las calles de ese pueblo, que desconfiaba de cualquier forastero después de ese viernes, 11 de noviembre de 1988.

Alcaldesa Rita Ivonne Tobón

La alcaldesa Rita alcanzó a ver cuando una caravana de camionetas con hombres armados, vestidos y armados como Rambo, del grupo paramilitar Muerte a Revolucionarios del Nordeste (MRN), entró en contravía disparando ráfagas a todo lo que se moviera en el pueblo. Subieron por la calle La Reina y, lista en mano, asesinaron a todos los simpatizantes y colaboradores del nuevo partido de izquierda, Unión Patriótica, (el de la alcaldesa Rita, que se salvó porque se escondió) y a cualquiera que fuera un supuesto miembro de los grupos guerrilleros: las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) o el Ejército de Liberación Nacional (ELN).

Más de 40 personas fueron asesinadas y otras cincuenta resultaron heridas, sin que la Policía, ni el Ejército, hicieran nada para detener la masacre. Desde entonces, los habitantes de Segovia confiaban menos en la fuerza pública y simpatizaban más con la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar, que agrupaba a varios ejércitos rebeldes.

Consignas de la CGSB- 1a cumbre de comandantes

Chaparro tomó nota de las pintadas que había en los muros del pueblo.

Mineros trepan a las 5

Y a Torres lo vieron tomando fotos en el cementerio, la plaza principal, el monumento a María y en el parque.

Palomares.. Parque del encuentro

Fue en el parque, cerca del Monumento al Minero, que los periodistas se encontraron con patrulleros de la policía antiguerrilla. Uno de ellos se sintió nervioso al verlos, sobre todo por las cámaras. Chaparro y Torres le dijeron que eran turistas, no reporteros, y el agente nunca les pidió identificación. Conversaron durante unos minutos y debieron preguntarle por la situación de orden público, porque Chaparro luego anotó:

Hasta hace 15 días OK. Ahora se alborotaron en el barrio de arriba y ya hay muerticos- Agente.

Los reporteros continuaron hacia la calle La Reina y entraron a una taberna que tenía el mismo nombre de la hija de Torres.

Estadero la Diana

Eran los únicos clientes. Se sentaron en la barra, bebieron un par de cervezas y conocieron a Alexandra, más conocida como Sandra o Aleida. Ella posó para la cámara de Torres y anotó el teléfono de una casa en Medellín a donde podían enviarle las fotos después. Durante el tiempo que estuvieron allí, los reporteros le pidieron que pusiera una y otra vez, la canción pegajosa de Francis Cabrel.

La quiero a morir, la quiero a morir, la quiero a morir…

Años después, Alexandra-Sandra-Aleida le diría a los investigadores que la interrogaron, que los periodistas le habían preguntado qué quedaba más allá del pueblo y ella les había indicado que había una quebrada.

La Cianurada.

Antes de las 7 pm, pagaron la cuenta de tres mil pesos y salieron del lugar. ¿Con quién iban a encontrarse? ¿Con la persona que llamaron antes de salir del hotel? ¿Esa persona vivía, acaso, en la calle La Reina? ¿Era un sobreviviente de la masacre? ¿Era la otra Sandra, Sandra Lezcano, como aparece en una página anterior de la libreta? ¿Iban hacia La Cianurada?

La última frase, o el último verso, que el cronista-poeta dejó en su libreta fue:

Asoma el blanco sol de abril.

Los segundos, los minutos, las horas inmediatas después de un asesinato son las más valiosas. Si los investigadores no actúan con la pericia y diligencia necesaria, dentro de ese margen estrecho de tiempo, es más difícil encontrar a los responsables después.

Mural en homenaje a Julio Daniel Chaparro, en el Festival de Literatura de Bogotá @photomauricio.

El cabo William Silva recibió una llamada anónima a las 19:40. Le informaron que en La Reina habían matado a dos señores. ¿Cuánto tiempo pasó entre la llamada a la estación y el momento en que la policía llegó a la escena del crimen? No se sabe. Algunos dicen que media hora, o una o dos. Los agentes argumentaron que debían esperar a un contingente del Ejército para entrar a esa calle, donde vivía tanta gente armada, porque podía ser una trampa. En cualquier caso, llegaron tarde.

Y no le avisaron a la juez de instrucción 30 criminal de Segovia, Nubia Jaramillo, a quien le correspondía hacer el levantamiento de cadáveres, sino que lo hicieron ellos mismos. En ausencia de la juez, la policía utilizó a dos ciudadanos, como testigos, en el levantamiento de cadáveres. En su reporte los únicos objetos encontrados junto a los cadáveres, tendidos boca abajo y con las manos apretadas, fueron los lentes estilo aviador de Chaparro y su última caja de cigarrillos Royal. Las dos cámaras de Torres nunca aparecieron, pero una de las testigos sería amenazada por un sujeto, días después, para que cambiara su declaración y dijera que allí sí habían encontrado los equipos del fotógrafo.

Tampoco quedó una sola vainilla en el suelo, según el reporte. A partir de un solo proyectil encontrado en el cuerpo de Torres, Medicina Legal concluyó que los tiros provenían de un revólver calibre 38. Los gatilleros sabían lo que hacían: solo apuntaron a las cabezas.

¿Quién o quiénes les dispararon? Esa noche, por miedo, por ineptitud o falta de experiencia, ninguno de los policías que estuvo en la escena del crimen recabó una sola pista, entre los vecinos y potenciales testigos. El policía Johnson Sosa, dijo lo siguiente al respecto: “Como es bien sabido, la gente de este municipio guarda total hermetismo con los miembros de la fuerza pública y no les colaboran en nada”. Pero como concluyó un juez que revisó las diligencias y las pruebas que se habían practicado a los ocho meses del asesinato de los reporteros, sin dar ningún resultado: “faltó pericia y malicia indígena al entrevistar a los testigos”.

Por eso resultó tan conveniente que aparecieran dos supuestos testigos del crimen, a principios de noviembre de 1991. Habían sido detenidos en un retén militar. Ofrecieron colaborar a cambio de protección, y de trabajo como informantes del Ejército. Dijeron que a los periodistas los habían confundido con agentes de inteligencia del gobierno y habían dado la orden de secuestrarlos. Luego decidieron que sería “mejor matarlos que poner a engordar a esos hijueputas en el monte”.

La hipótesis de que los milicianos urbanos (primero dijeron que eran de las FARC, luego que eran del ELN) los habían matado por error, sería reforzada por declaraciones de algunas personas, como el alcalde de Segovia: “El pueblo está tensionado y mire la respuesta. El pueblo le teme al forastero a raíz de la masacre del 88 y no ha podido olvidar”.

Otras hipótesis, entre ellas que los habían asesinado miembros de la fuerza pública, o algún grupo paramilitar por el tipo de trabajo periodístico que Julio Daniel Chaparro hacía (en un artículo previo sobre la masacre de Voladores había escrito que los responsables eran los hombres de Fidel Castaño, que también habían perpetrado la masacre del 88 en Segovia, en alianza con un cacique político liberal) fueron descartadas, o más bien nunca investigadas.

Los únicos detenidos por el crimen fueron los hermanos Ramiro y Joaquín Lezcano, quienes según los informantes habían sido los autores intelectuales del crimen. Pero a los tres años fueron liberados porque nunca se demostró que fueran miembros de la guerrilla y hubieran dado las instrucciones a otros para ejecutarlo. Cuando otra dependencia de la Fiscalía reactivó la investigación, años después, y volvieron a buscarlos a ellos, y a los presuntos autores materiales, todos habían sido asesinados. La hija de Joaquín, Sandra Lezcano, sería interrogada, pero nunca le preguntaron si ella había conocido a los periodistas o por qué su nombre aparecía en una de las páginas de la libreta de Chaparro.

En el expediente se observan otras fallas de procedimiento, negligencias o retrasos injustificables: hay hojas ilegibles, escritas a mano por algunos de los acusados, que nadie se preocupó por transcribir; el caso estuvo perdido o “traspapelado” en otra dependencia por casi un año; dejaron pasar mucho tiempo para buscar pruebas adicionales o diligencias.

“Aquí lo que no se investiga, para mí, es el asesinato de dos periodistas”, dice Daniel Chaparro, hijo mayor del reportero asesinado, quien ha insistido en que el asesinato de su padre -y también su obra periodística y poética- no quede en el olvido. Por esta razón, en abril del 2011, cuando ya habían pasado 20 años, las familias de Julio Daniel Chaparro y Jorge Torres pidieron declarar el crimen como de lesa humanidad. La Fiscalía rechazó la petición porque consideró que “fue un hecho aislado y espontáneo, no planeado, dirigido y organizado, llevado a cabo en razón a la actividad que estos comunicadores desplegaron de forma anónima, ante los ojos de la población”.

Posteriormente, en el 2018, la Fiscalía lo declaró un “crimen de guerra” imprescriptible, y decidió vincular y acusar a todo el Comando Central del ELN por los delitos de homicidio agravado. Una vez más, en su acusación, mantuvo la hipótesis original de que habían sido asesinados por error y no por ser periodistas, ya que solo se supo su identidad después de muertos. El caso está en etapa de juicio y el pasado 30 de junio de 2021 se celebró la primera audiencia ante un juez.

En paralelo, las familias de Chaparro y Torres, la FLIP, y la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) presentaron el caso ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. El pasado 28 de julio de 2021, la Comisión declaró admisible la causa. Independientemente de lo que suceda con el caso en la CIDH y con el juicio en Colombia, las familias no tienen muchas esperanzas de que se conozca toda la verdad, después de tanto tiempo. “Eso ya quedó así”, dice Diana Torres, la hija del fotógrafo, “el no saber finalmente qué pasó, es lo que tanto hemos cuestionado, porque eso es parte de la impunidad”.

Publicado en Impunidad, un proyecto de Instituto Prensa y Sociedad.

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Catalina Lobo-Guerrero

@clobo_guerrero

Periodista. Autora del libro: 'Los restos de la revolución'


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