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#Instaenvidia

  Elegir la foto perfecta para Instagram no es sencillo. Cada uno de nuestros seguidores debe entender, admirar (y con suerte envidiar) lo que queremos mostrar con cada imagen que posteamos: Buscamos que nos vean cool, como viajeros experimentados, con buen sentido del humor y del estilo, pero sin intentarlo demasiado; de buen gusto (visual […]

INSTANENVYtransparente

 

Elegir la foto perfecta para Instagram no es sencillo.

Cada uno de nuestros seguidores debe entender, admirar (y con suerte envidiar) lo que queremos mostrar con cada imagen que posteamos: Buscamos que nos vean cool, como viajeros experimentados, con buen sentido del humor y del estilo, pero sin intentarlo demasiado; de buen gusto (visual y culinario), interesantes, incluso profundos… ¡perfectos!

Para eso hemos hecho un ejercicio curatorial digno del MoMA, -o al menos del MAMBO- para tener una página en perfecto equilibrio. Hablamos con fluidez el lenguaje internacional de Instagram:
¿Foto sentada desprevenidamente frente a un riad marroquí a pesar de que ISIS pueda ser una amenaza en Medio Oriente, Europa y el Norte de África? Traducción: Me siento plena en mi nueva etapa neo-hippie de apertura espiritual #bendecidayafortunada #makelovenotwar #buenasvibras

¿Foto del espacio de trabajo repleto de post-its de colores, figuritas de acción vintage, un Mac en cualquiera de sus versiones con fondo de pantalla humorístico? Traducción: Soy creativo, eficaz, arduo trabajador pero también me sé divertir y haber superado mi etapa hipster no significa que no disfrute de las cosas bonitas de la vida. #startedfromthebottom #trabajartrabajarytrabajar #workhardplayhard

El secreto está en que el esfuerzo y tiempo que invertimos en obtener la fotografía perfecta sea inversamente proporcional al evidente. Es decir, después de haber pasado 1.5 horas buscando la imagen precisa, habernos debatido entre los tres únicos filtros que utilizamos en nuestro Instagram (porque ¿quién a estas alturas no ha definido la paleta de colores de su página?), y haber pensado en la frase justa y cantidad de emojis que la acompañe, DEBE parecer como si todo fuera pura serendipia, una casual fortuna cotidiana que decidimos compartir con nuestros 976 fieles seguidores.

¿Postear o no postear?

Y a pesar de que somos conscientes de las maromas que hacemos para mostrar con orgullo e inequívocamente la mejor versión de nosotros mismos, sufrimos de amnesia selectiva, creyendo que para los demás, estos rituales no aplican. Cuando no somos nosotros los que posteamos, llenamos cada segundo improductivo de nuestros días deslizando hasta el cansancio nuestro feed, embelesados con los logros y posesiones de nuestros allegados instagrameros. De repente, el mes que pasamos mochileando por Europa Oriental parece poca cosa frente a la semana en Dubai de esa niña con la que fuimos al colegio; nuestro gato parece que ya está muy viejo y fofo comparado con el nuevo cachorrito que adoptó ese tipo churro que no sabemos bien quién es, ni por qué lo seguimos; los tenis para los que ahorramos 6 meses parecen chancletas roídas en comparación a los tacones Louboutin que posteó esa vieja rara de la universidad que hace 2 semanas se volvió blogger de moda y ya tiene 3 millones de followers; nuestro último ascenso laboral es una vergüenza esclavista ahora que vimos que a ese Fulanito hijo de Yonosequiensito le publicaron su primera novela (¡y eso que el tipo siempre tiene errores de ortografía en sus captions!).

Bienvenidos a la crisis existencial número 758 patrocinada por Instagram y compañía.

Hace 20 años, lo máximo a lo que nos enfrentaríamos sería a la semana de anécdotas, souvenirs y el álbum de fotos que ese buen amigo trajo de su viaje a Miami. Nuestro cariño por él quizás opacaría cualquier rastro de envidia en nosotros, y la vida seguiría así sin más. Pero hoy no es solo un amigo o dos en una fiesta contándonos sobre su fortuna, sino cientos, miles de conocidos y desconocidos que inundan nuestro celular con sus #bendiciones y #goals, cada minuto del día. La cantidad de corazones rojos que validan nuestras experiencias a veces no son suficientes para evitarnos el #FOMO (“Fear of missing out” o miedo de perdernos algo). Y a veces pareciera que solo hace falta una foto de la playa para hacernos sentir como unos verdaderos perdedores.

¿Postear o no postear?

En una época absolutamente voyerista como la nuestra todo lo que nuestros ojos ven, nuestro corazón lo siente. Instagram se convierte en una ventana con filtro Mayfair hacia una vida “aspiracional” pero no siempre cercana a la realidad. Recuerdo una conversación donde alguien me explicaba cómo tenía que postear la selfie perfecta para que su ex novio viera lo bien que ella estaba sin él, a pesar de no poder contener las lágrimas con el rímel derretido mientras buscaba la foto ideal en la fototeca de su iphone. Y de este comportamiento (casi sociópata) todos podemos declararnos #instaculpables.

No es cuestión de empezar una nueva tendencia de selfies llorando donde relatamos las tribulaciones de nuestro día a día para que todos entiendan que la vida no viene con el filtro Valencia. Ni de cambiar el #bendecidayafortunada por un hashtag depresivo o demasiado cínico. Ni siquiera hacer lo que Essena O’Neill y confesar en un vídeo con la cara lavada (#iwokeuplikethis), el pseudo-trágico ‘detrás de escena’ de cada post pagado de Instagram. Es tal vez entender las cosas por lo que son: una simple pantalla.

 

 

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