Hipócritas

¿Por qué los pregoneros del pecado homosexual se quedaron callados cuando la heterosexualidad vagabunda destruyó el matrimonio de mis padres?

por

Juan Carlos Rincón


09.09.2013

Ilustración: Juan Camilo Chaves

La heterosexualidad vagabunda destruyó el matrimonio de mis padres, pero eso sí es «normal». Hipócritas. Todos y cada uno de ustedes que se esconden tras argumentos falaces para justificar la repugnante discriminación que perpetúan por el temor a lo que creen diferente; todos y cada uno de ustedes que con su silencio o indiferencia -o, peor, con su relativismo insulso- toleran la marginalización de los homosexuales, son unos hipócritas. Por su culpa, “los homosexuales son una raza maldita, perseguida como Israel. Y finalmente, como Israel, bajo el oprobio de un odio inmerecido por parte de las masas, adquirieron características de masa, la fisonomía de una nación (…) son en cada país una colonia extranjera”, como escribió el afilado y suave Marcel Proust.

Esos hipócritas -a quien llamaré necios- están en vía de extinción, pero es nuestra generación la llamada a enterrarlos de una buena vez

Cuando se refirieron a la homesexualidad como depravación, la historia les contó de épocas donde las parejas del mismo sexo eran veneradas, la biología les recordó que la naturaleza también es hogar de la homosexualidad, la psicología les probó que no hay trastorno alguno en no ser heterosexual, y la filosofía planteó una pregunta que sigue sin ser contestada: ¿qué es lo normal y cómo se define lo normal sin que dicha definición no sea una decisión política? Desesperados, acudieron a la tradición sagrada como sustento, alzando la biblia (ese libro producto de su contexto y de las necesidades de sus redactores) y convirtieron sus prejuicios en una cruzada por la moralidad. Olvidaron que el Estado es de todos, mientras que la fe es de cada vez menos, y que la tradición por sí sola no es autoridad suficiente para destruir la vida de los demás. Ahora, en un punto clave de la historia, cuando la lucha homosexual parece alcanzar hitos esperanzadores, utilizan su mal ganado poder institucional para presionar a los notarios y jueces, e irrigan el discurso público con mentiras que la historia -no me cabe duda- juzgará con garrote.

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Esos hipócritas -a quien llamaré necios- están en vía de extinción, pero es nuestra generación la llamada a enterrarlos de una buena vez. Y eso es lo que me preocupa. Aquellos jóvenes heterosexuales que se sienten cómodos en el silencio; aquellos que no cuestionan los prejuicios de sus familiares y amigos homofóbicos; aquellos que no sienten como propio el sufrimiento de los censurados; aquellos que no se indignan con los atropellos del Procurador Ordoñez, o con los bares que no permiten la expresividad Trans, o con los miles de victimarios homofóbicos que día a día marginalizan en la universidad, en el colegio, en Transmilenio y en todas partes. Los heterosexuales, desde nuestro privilegio, tenemos un compromiso con la justicia; una deuda con la comunidad LGBT.

Es hora de entender aquel grito homosexual que reza así: “ser marica no tiene que ver con el derecho a la intimidad: tiene que ver con la libertad de ser públicos, a ser simplemente quien somos”[1]. Ellos merecen ser quienes son. La nueva generación heterosexual debe dejar su ambivalencia y hacer acto de presencia: unirnos en un nosotros que erradique la discriminación, primero del ordenamiento jurídico, y después de todos los rincones sociales. No más hipocresía tolerante de la maldad. No más libertades coartadas sin justificación. La historia nos llama, así como lo hizo con otras generaciones en tantas otras ocasiones, a ser más grandes que nuestros miedos. Es nuestro momento de hacer justicia.

 


[1] Las citas de este texto fueron extraídas de un documento que el profesor Mauricio Albarracín entregó en su clase de Derecho y Diversidad Sexual.

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