Escribir en la academia

Creo que quizás sólo alguien que no conozca mucho, o que no haya intentado, la escritura académica puede decir con desdén que no es escritura o que no hay en ella una búsqueda estética o creativa.

por

María Mercedes Andrade


15.02.2017

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Los demás, ya sea un profesor que escribe un libro, o un estudiante que lucha con la obligación de escribir un ensayo para un curso, sabemos todos cuántas horas de esfuerzo, y a veces cuánta agonía, se esconden tras el intento de buscar la palabra justa, de encontrar la forma más adecuada y convincente de desarrollar un argumento, de buscar la manera de exponer una idea para lograr seducir a ese lector, que a veces (y quizás de hecho esta es una verdadera prueba de nuestro amor a la escritura) sólo es uno.

Yo recuerdo mi propio proceso de formación en la escritura. Me acuerdo de haber escrito como estudiante de primer semestre de pregrado algunos trabajos inspirados, seguramente ingenuos, y me veo descifrando durante horas un libro de crítica en francés (lengua que apenas leía) para poder escribir un trabajo sobre Camus, paralizada por no saber qué decir y sin ninguna certeza sobre cómo encontrar mi propio punto de vista. También reconozco mi propia vanidad cuando, unos semestres después y ya con más confianza, me ofendía porque un profesor “no entendía” algo que yo quería decir en un trabajo o no apreciaba el uso de formatos experimentales en mi tesis de grado. Después, durante el doctorado, fui comprendiendo que eso que llaman la “escritura académica” es un género vasto y complejo y que en realidad, en los mejores casos, supone haber afinado un instrumento y aprendido a usarlo con precisión y sin descuido. Entonces, comencé a entender cosas que durante el pregrado no sospechaba, estos aprendizajes —que fueron a veces dolorosos— me enseñaron humildad y respeto por la escritura. En mi primer semestre del doctorado, por ejemplo, le entregué un trabajo a una profesora que me explicó, sin el menor asomo de dulzura, que eso era un análisis o comentario de un texto literario pero que no era un trabajo de investigación, distinción que entonces no comprendí del todo. Recuerdo también la frustración de una compañera cuando un profesor descalificó su trabajo como “impresionista” y la de otro cuando le cuestionaron la escogencia de determinados autores en la bibliografía secundaria porque no parecían ser compatibles entre sí.

 

Como persona formada en el estudio de la literatura, cuando leo un texto académico soy sensible a aquello que tiene que ver con su estilo, ya que, como sabemos todos los estudiosos de las artes, el estilo no es algo secundario o superficial.

 

Estas situaciones me hicieron entender algo que hoy me parece evidente, y es que dentro de la escritura académica hay, por un lado, ciertas convenciones y normas, a veces no escritas, que se van aprendiendo con la práctica y que no equivalen a una mera repetición de unas fórmulas fijas y preestablecidas. Por otro lado, comprendí que en la escritura académica hay diferencias de estilo, según las épocas, las escuelas o la idiosincrasia personal, y que cada quien, como lector y como escritor, va encontrando o inventando, lentamente, el suyo. Comprender que los textos académicos también tienen estilos cambia la manera como uno se aproxima a ellos. Se aprende a apreciar el ejercicio retórico y el esfuerzo estilístico que se oculta tras un artículo sobrio, por ejemplo, o la habilidad narrativa que hace posible a un autor llevarnos de la mano hasta una conclusión inesperada. Se entiende que el escritor académico puede practicar varios modos distintos de escritura y se logra apreciar la maestría e incluso la belleza que puede tener su texto, o, por el contrario, juzgar que un texto determinado está mal escrito. Leer textos académicos con consciencia de su carácter escrito —y no como si fueran meros repositorios de información que supuestamente podríamos contemplar de manera directa, cosa que no son— permite una comprensión más matizada de lo que significa el acto de escribir y de leer dentro de un contexto académico.

Como señalan Francis-Nöel Thomas y Mark Turner en su libro Clear and Simple as the Truth (2011) existen al menos siete estilos diferentes de expresión escrita (ya sea que se trate de ensayo o de ficción) y cada uno de ellos supone una determinada actitud hacia el mundo, hacia la relación entre el sujeto que escribe y su público, y hacia la relación entre lenguaje y “verdad”. Un estilo simple pretendería convencer al lector de que la verdad está al alcance de todos y que no se necesita un esfuerzo especial para alcanzarla; su pariente, el estilo clásico, pretendería que la escritura es transparente y que por naturaleza todos, con algún esfuerzo, somos capaces de comprender, y un estilo práctico se dirige al lector para responder un problema o comunicar una información, sin llamar la atención sobre la escritura. Por el contrario otros estilos, como el reflexivo, contemplativo, romántico, profético y retórico, parten de actitudes que problematizan la relación entre escritor y lector, así como entre lenguaje y verdad. Pueden ser estilos más difíciles de leer y hasta tortuosos, a diferencia de los primeros, que se ocultan y pretenden ser transparentes. Creo que algunas de las críticas a la escritura académica parten de una falta de comprensión sobre el problema del estilo y llevan a conclusiones dudosas. Así, si la escritura académica es clara, transparente o práctica se considera que no es escritura y se dice que no es creativa, cuando en realidad es muestra de un estilo bien logrado. Por otro lado, cuando la escritura académica se hace más difícil y requiere más esfuerzo, se le opone a estilos claros y se la encuentra deficiente. Una conversación más cuidadosa sobre la escritura académica debe incluir una mejor comprensión de temas estilísticos.

Todo lo anterior permite comprender que lo “creativo” y lo académico nunca han estado separados. Como persona formada en el estudio de la literatura, cuando leo un texto académico soy sensible a aquello que tiene que ver con su estilo, ya que, como sabemos todos los estudiosos de las artes, el estilo no es algo secundario o superficial. En mi caso, por ejemplo, aunque no esté de moda, admiro la simetría de los análisis de estructuralistas como Claude Lévi-Strauss o Roman Jakobson, y me maravillo de los edificios que logran armar, así no crea que simetría y verdad sean sinónimos. Me gusta desglosar cómo la invención de estos autores de modelos aparentemente perfectos y equilibrados funciona casi como un truco de magia, que convence al espectador con argumentos. Pero por otro lado, creo que casi cualquier página de Jacques Derrida o de Roland Barthes es un ejemplo de maestría en otro estilo y me parece que su manejo de la ironía, de los juegos de palabras y de la alusión hacen que sea un placer leerlos, apreciación que no tiene nada que ver con que el hecho de que sean difíciles o no. Pero hay muchos, muchísimos otros ejemplos de estilos académicos contemporáneos que son muestras de una preocupación consciente por el acto de escribir y que evidencian no sólo una búsqueda de conocimiento, sino también una exploración estética y formal. Los hay entre las grandes figuras y entre otras quizás menos conocidas, y, sólo como ejemplo, cito aquí algunos que se me ocurren ahora: el análisis que hace Rodolphe Gasché sobre las novelas de Huysmans, la lectura de Soshana Felman de Vuelta de tuerca de Henry James, el análisis de Sherry Ortner de la distinción femenino/masculino en relación con la dicotomía naturaleza/cultura en “Is Female to Male as Nature is to Culture?”, la discusión sobre el acoso sexual que hace Jane Gallop en Feminist Accused of Sexual Harassment, cualquiera de los muchos libros de Peter Gay sobre la historia de la cultura moderna y de las ideas, todos ellos publicados en medios académicos, en algunos casos dirigidos específicamente a públicos académicos. Quizás quien lea este texto pueda sugerir otros.

Como en todo, como en la literatura misma, hay escritores académicos buenos, menos buenos y malos. No todo escritor literario escribe una obra que inicia o termina un género, no todo novelista reformula el significado de lo que es una novela y no todo novelista es buen escritor. De la misma manera, no todo escritor académico transforma la escritura en su disciplina y, a la vez que hay simples comentaristas, quizás la mayoría, también hay maestros. No hay que caer en reducciones facilistas: la escritura llamada “académica” no es inferior a la que nuestras convenciones han dado en llamar “creativa”, al menos no por definición, y convendría, más bien, examinar de manera crítica por qué nuestra cultura pretende separar estos modos de escribir. Nuevamente, con esto no pretendo sugerir la inexistencia de escritores académicos que escriban mal: probablemente todos hemos padecido textos ilegibles, pero no por su dificultad, pues creo que este es un asunto aparte, sino por su descuido formal y su desinterés por el lector. Quizás la culpa de ello radique no sólo en las limitaciones personales de quien escribe un texto así, sino, en gran parte, en que no todo escritor académico haya aprendido a considerarse a sí mismo como escritor. Para mí, la escritura académica puede ser tan estética y tan literaria como puede ser la misma literatura, algo que, en todo caso, es un asunto aparte.

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