Entre policías de balcón y vigilancias selectivas

El gobierno planea reabrir espacios públicos en medio de jueces de las actividades cotidianas de los otros. Salta a la vista la importancia de la responsabilidad social en el cuidado colectivo y una vigilancia que debería primar, no sobre los demás, sino sobre la garantía de derechos.

por

Laura Quintana

@laquintana2015

Profesora de Filosofía de la Universidad de los Andes.


25.08.2020

Ilustración: Ana Sophia Ocampo

Desde que Colombia entró en un aislamiento preventivo obligatorio por Covid, la cuarentena no ha sido la misma para todos: hay quienes efectivamente han podido guardar distancia social de manera estricta, mientras que otros, por sus oficios y la necesidad económica, han estado constantemente expuestos. Y hay quienes, también, han insistido en saltarse las restricciones y han preferido hacer parte del “anti distancia social club”. 

Sin duda, este tipo de actitudes se pueden volver preocupantes en estos momentos de suspensión de la cuarentena e insistencia en el autocuidado, cuando todo el peso se hace recaer sobre el comportamiento individual, y en los efectos que éste puede tener sobre lo colectivo. De hecho este énfasis en la auto responsabilidad puede en muchos casos propiciar más que la responsabilidad común, distintas formas de mutua vigilancia. Una vigilancia que, en últimas, no garantiza la inmunidad. 

Recordemos que no había pasado un mes desde que se anunció la emergencia sanitaria en el país, cuando en unidades residenciales y edificios aparecieron misivas de vecinos dirigidas a los profesionales de la salud exigiendo su desalojo para “no poner en riesgo” la salud de los demás. La discriminación a los profesionales que estaban en primera línea de lucha contra el coronavirus mutó pronto a otras actividades, menos esenciales, que son juzgadas por los mismos vecinos como de alto riesgo: las fiestas, por ejemplo.

La vigilancia desde el espacio doméstico ha fomentado el surgimiento de policías de balcón, apoyados, además, en decisiones administrativas de los alcaldes: el de Medellín por ejemplo, Daniel Quinterio, lanzó la campaña “Fiesta que veo, fiesta que sapeo” y después amenazó a la ciudadanía con cortarle los servicios públicos, en caso de “pillar” una fiesta. 

El encuentro social, ahora que la cuarentena parece aflojar en el país, entra en tensión con las garantías individuales, y se convierte en el nuevo debate sobre preservar intereses y bienestar para unos pocos o para todos. El problema es que el discurso de la auto responsabilidad, promovido institucionalmente, puede dar lugar a una vigilancia ciudadana persecutoria que evade los marcos de cuidado público y de protección social que el Estado debería garantizar. Es una vigilancia sobre nosotros mismos, que puede exacerbar algo que las violencias en el país ya han acentuado, y es la idea del ‘sálvese quien pueda’. Un impulso que se puede relacionar con lo que Deleuze y Guattari llamaron “microfascismos” (o fascismos moleculares), y que me ha interesado conectar con lo que he insistido en llamar “afectos inmunitarios” para sugerir el efecto de cierre en la sensibilidad que pueden producir y sus irradiaciones políticas sobre los cuerpos.

Empecemos por entender por qué hablo de microfascismos aquí.

En Colombia ha habido una construcción de lo público muy dificultosa y atravesada por ambivalencias sistemáticas. Por un lado, tenemos una constitución basada en la figura garantista del Estado social de derecho. Pero por otro lado, tenemos instituciones que desde siempre han sido cooptadas por intereses privados o de particulares y por muchas formas de violencia, algunas bastante opacas, con daños estructurales que nos han afectado a todxs. De modo que en un sentido, vivimos en una sociedad donde se ha producido una notable y destructiva privatización de lo público.

Y esto último tiene múltiples efectos, entre ellos, el más evidente, es que la gente se siente muy poco vinculada a algo que pueda reconocer como “común”, y le resulta difícil pensar en los espacios que comparte, como unos que le atañen en conexión con otros. Pero otro efecto notable es una experiencia diferenciada de exposición y vulnerabilidad, que hace que aprendamos a vivir bajo un permanente sistema de alerta ante cualquier riesgo y amenaza. Un sistema que se intensifica porque el Estado actualmente tiende a operar de un modo securitista, pendiente de identificar amenazas (económicas, sociales, sanitarias, de seguridad), desde una lógica para la cual importa más la defensa de un cierto orden de cosas, que por ejemplo crear las condiciones para espacios más igualitarios y plurales. 

Por supuesto, el Estado colombiano no es homogéneo y hay distintas instancias que pueden gestionar de manera diferente lo público. Pero las lógicas que hoy se están imponiendo suponen que como el Estado no nos cuida, nos tenemos que cuidar por nuestra cuenta. Un pensamiento que se vincula mucho con el ‘autodefenderse’, o la ‘autodefensa’ que, por supuesto, tiene difíciles connotaciones en el espacio que habitamos, si se asocia con poderes paraestatales o paramilitares.

Esa visión de que cada quien “tira para su lado y preserva sus propios intereses”, se está poniendo aún más de manifiesto en medio de la pandemia, cuando lo que está en juego es pensar en el otro y cómo el comportamiento propio afecta a los demás. Pero esta condición produce, también, una tensión cuando ella se asume de una manera tremendamente simplificada, al pensar, por ejemplo, que aquél que está en una situación de mayor riesgo para sí mismo (porque está en contacto con personas que podrían estar o no contagiadas), significa un riesgo enorme para todos. Y que, por lo tanto, si nadie –el Estado– lo controla, cada uno tiene que entrar en una lógica de juez o policía por cuenta propia. 

Este comportamiento del policía represor de la vida cotidiana, donde cada quien se vuelve voz enjuiciadora y mirada vigilante de los otros es una forma de microfascismo de la que nadie escapa del todo. Esta actitud también se puede asociar con cierta forma de pensar la inmunidad: la idea de que ésta consiste en preservar la integridad de un individuo o de un cuerpo social frente a agentes extraños, fijados como riesgosos, que la pondrían bajo amenaza. El ejemplo del trato a los médicos, al principio de la cuarentena, es una muestra de esta lógica llevada a una exacerbación delirante. 

Lo que es preocupante, entre muchas cosas, es que esa vigilancia imperante pierde de vista las condiciones relacionales del mundo. Por ejemplo, pierde de vista la función social que cumplen los médicos, en condiciones muy difíciles y precarizantes, así como las formas de codependencia que necesariamente se tienen que dar entre quienes habitan un lugar, entre otros. Pues se trata de actitudes muy territoriales donde lo que importa es defender la propiedad, lo propio: “mi orden, mi terruño”.

Aquí, en experiencias como la anterior, están en juego lo que he llamado “afectos inmunitarios”. Estos son efectos de instituciones y prácticas que nos han habituado a fijar las fronteras entre los otros y yo, y a preocuparnos por preservarla para defender nuestra identidad, familia, propiedad, territorio, frente a todo aquello que pudiera amenazarlos. Son efectos que nos hace culpabilizar constantemente a otros y a simplificar los problemas, para encerrarnos en visiones unilaterales que resultan cómodas pero tremendamente agresivas e insensibles frente a lo que desborda el territorio propio. 

Sin embargo, el punto es pensar de dónde emergen estas actitudes. No meramente condenar moralmente que se den. Así, podría pensarse que si la gente no se siente cuidada por marcos de relaciones comunes y públicos, y más bien encuentra como socialmente aceptada e impuesta la vigilancia y la defensa a ultranza de la propiedad, puede tender a asumir esa función por su cuenta. Además, la respuesta del Estado hoy frente a esta reacciones es confusa, casi siempre represiva y muy pocas veces garantista, o preocupada por transformar la insistencia en la individualidad para pensar el cuidado de manera más pública.

De nada sirven estos juicios, si las instituciones no permiten pensar y crear espacios en común que nos permitan cuidarnos mutuamente.

También hay un montón de sin salidas y de conflictos que tienen que ver con que realmente lo común, por un lado, y lo público, por el otro, son instancias que tienen muy poco peso en la vida de la sociedad colombiana. Por eso esa idea de que la gente en este país es egoísta, un poco inconsciente e irreflexiva de la manera en que sus comportamientos afectan a los demás, tiene que ver con prácticas e instituciones sedimentadas, que han habituado a los cuerpos a sentirse así.

Por eso es necesario pensar en las condiciones sociales y estructurales que hacen que emerja esa actitud, y no tanto culpabilizar a los otros por bárbaros o salvajes o ignorantes, que son muchas veces los juicios morales que se imponen sobre este tipo de comportamientos. 

De nada sirven estos juicios, si las instituciones no permiten pensar y crear espacios en común que nos permitan cuidarnos mutuamente, y que eviten la represión, así como a dar lugar a garantías más sostenibles como una renta básica o un mínimo vital. En lugar de esto lo que vemos en la Administración nacional, y local en muchos casos, es proteger intereses empresariales, que no redundan en beneficios para la mayoría de ciudadanxs.

Sensibilidades selectivas

Los microfascismos también operan cuando se pretende justificar las violencias que padecen otros. Las personas que han matado, por ejemplo, con el pretexto de que han violado a la cuarentena, las masacres que han ocurrido en el país y las distintas formas en que intentan justificarse, son muy problemáticas. Nada justifica la violencia de una masacre y buscarle justificaciones es antiético y antipolítico. 

En Colombia tenemos que aprender a preguntarnos por qué se están produciendo fenómenos que son injustificables y ver las razones sociales, económicas y políticas que están detrás. También tenemos que analizar estos hechos desde una lógica más relacional entre los fenómenos. Entender, por ejemplo, cuáles son los intereses que pueden vincularse con estas formas de violencia y quiénes se benefician de vulnerar la vida de otros y de crear espacios de terror. Pensar en esto es más productivo para contrarrestar estas violencias que exhibir una visión simplemente indignada y moralizante, de policía de balcón, o sólo darse golpes de pecho. Preguntarse, por ejemplo, si al dejar pasar estas violencias brutales, el Estado se vuelve cómplice por inacción o al menos, entender que debemos vigilar y tratar de entender qué está haciendo el Estado en esos territorios donde se ejercen estas cruentas violencias tan opacas y quizá rentables para ciertos poderes.

Es una actitud que promueven ciertas formas de individualismo posesivo, asociado a valores patriarcales, racistas coloniales, que han sido fortalecidos por visiones políticas estigmatizantes.

La mayoría de ciudadanos ha sido indiferente a esos hechos de violencia pero no con lo que le pasa a su vecino. Es una indiferencia que se convierte en una forma de protección y de insensibilización, quizá porque sienten que viven en la repetición de lo mismo, que ya se ha dado en el pasado . 

Pero también es claro que hay personas que han desarrollado una “insensibilidad selectiva”, como lo llama Rita Segato, frente a estos hechos, y como lo ha retomado también recientemente Isis Giraldo. Esta es una actitud que vuelve inmunes a los sujetos frente a lo que le pasa a ciertos otros, pero no a lo que les pasa a ellos y a sus cercanos: el sufrimiento de aquellos que no se identifican conmigo no importa, porque lo que importa es la integridad de aquellos que sí identifico conmigo, con mi forma de vida. 

Ese tipo de insensibilidad se ha dado por condiciones que hay que analizar en ciertos sectores de clase media y citadina en Colombia. Aquellos que prefieren que el sufrimiento de esos otros no los toque para defender sus propios intereses cotidianos y salvaguardar un bienestar que asocian con ciertas formas de vida lograda o conseguida. Y las que cuidan, tendencialmente, son formas de autorrealización personal y cuando se sienten tocadas, cuando hay una amenaza, reaccionan, pero cuando el dolor de otros no se vincula con su tipo de ideales, entonces piensan: “como no tiene que ver conmigo, no me meto ahí”.

No es un comportamiento generalizado porque la mayoría de colombianos está en una situación muy precaria y no están en la condición de defender su propiedad. Pero es una actitud que promueven ciertas formas de individualismo posesivo, asociado a valores patriarcales, racistas coloniales, que han sido fortalecidos por visiones políticas estigmatizantes. Desde tal actitud se piensa sobre todo en defender lo que se ha conseguido con esfuerzo, desde la experiencia de que este país cuesta mucho “salir adelante“, y desde una mentalidad empresarial estrecha, preocupada por el provecho particular y no por la construcción de condiciones más igualitarias en el país.

Por eso también es que mucha gente se ha vuelto juez por cuenta propia. Porque pretenden que todos tenemos que vigilar al otro para garantizar que eso que me ha costado tanto conseguir no esté en riesgo. Es una mentalidad que le ha hecho mucho daño al país, que le ha cortado sus relaciones interpersonales y que ha inhibido que pensemos de manera colectiva: entender que lo que hacemos y elegimos afecta a otros, y que los marcos públicos y comunes son fundamentales para crear relaciones de respeto e igualdad en medio de las diferencias.

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Laura Quintana

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