Elogio del estorbo Vol. II: Los jóvenes de la Primera Línea son los verdaderos republicanos

Cuando se quiebra el pacto social, resistir a la opresión es un deber, un deber que cumplen las primeras líneas en diferentes territorios del país.

por

Gabriel Rojas Andrade

@GabrielRojas54

Filósofo y literato, profesor de la Facultad de derecho de la Universidad de los Andes, experto en justicia transicional


08.06.2021

El 20 de noviembre de 2019 publiqué en este portal una oda al estorbo con base en los fundamentos del liberalismo. Fue un llamado al deber republicano de desobedecer y protestar. Lo hice a propósito del Paro Nacional que apenas se convocaba y desde el que se observaba con ilusión la situación en Chile y Hong Kong. Mientras tanto, el gobierno de Iván Duque y su partido ya ajustaban las narrativas del “vándalo”, el enemigo interno, “yo no paro, yo trabajo”, “la gente de bien” e invocaban la eterna marcha infiltrada en la que nunca se atrapa a los infiltrados. 

Cuan ingenuo fui en aquel entonces con respecto a la capacidad del gobierno de Iván Duque, su politizada fuerza pública, sus aliados políticos y los grandes medios de comunicación de perseguir, reprimir y mentir para mantener su discurso decadente de seguridad y la ilegitimidad de sus abusos. 

Tras el asesinato de Dilan Cruz, el homicidio a golpes de Javier Ordoñez en un CAI, 54 heridos por armas de fuego y la muerte de al menos 13 manifestantes a manos de la policía el 9 de septiembre de 2020, desde el 28 de abril de 2021 se han presentado 1248 víctimas de violencia física; 45 homicidios presuntamente cometidos por miembros de la fuerza pública; 1649 detenciones arbitrarias en contra de manifestantes; 705 intervenciones violentas en el marco de protestas pacíficas;  65 víctimas de agresiones oculares; 80 casos de disparos de arma de fuego; 25 víctimas de violencia sexual; 6 víctimas de violencia basada en género; hombres civiles armados disparando contra marchantes bajo la protección de la policía; al menos 129 desaparecidos; dos bombardeos a niños en campamentos de grupos armados; 132 masacres, 271 firmantes del Acuerdo de paz asesinados y casi cien mil muertos por Covid-19. Todo ello en medio de una economía raquítica, en la que casi el 60% del país es pobre. Con base en este sombrío panorama no veo razón por la que la gente deba dejar de estorbar. Hoy, más que nunca, debemos ejercer nuestro deber liberal de resistirnos a la opresión. 

En los regímenes constitucionales basados en las ideas clásicas del liberalismo ilustrado, el tratamiento de la protesta no es ambiguo. Los ideales que dieron lugar al republicanismo como horizonte político de la independencia de Colombia –y de la cual bebe directamente la tradición constitucional del país– reconocen abiertamente el derecho y deber a resistirse a un gobierno ilegítimo.  

La Declaración de Independencia Americana (1776), por ejemplo, reconoce que “todos los hombres son creados iguales, que están dotados por su creador de ciertos derechos inalienables, que entre estos son la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. La legitimidad del gobierno se basa en el respeto de estos derechos así como del consentimiento de los gobernados. En consecuencia, «siempre que alguna forma de gobierno se vuelve destructiva de estos fines, es el derecho del pueblo cambiar o modificar abolirlo e instituir un nuevo gobierno, asentando sus fundamentos en tales principios y organizando sus poderes de tal forma que les parezca más probable que afecten su seguridad y felicidad”. 

La resistencia es necesaria cuando se dirige a derrocar a un gobierno que viola los derechos inalienables de mujeres y hombres. “Cuando una larga cadena de abusos y usurpaciones, persiguiendo invariablemente el mismo objeto manifiesta un designio para reducirlos al despotismo absoluto, es su correcto deber deshacerse de dicho gobierno y proporcionar nuevos guardias para su futura seguridad”.

Los jóvenes de la Primera Línea son los verdaderos republicanos. Frente a la comodidad de una clase media, los jóvenes establecen puertos de resistencia a la violencia urbana

La Declaración Francesa de los Derechos del Hombre y de los Ciudadanos (1789) recibió una gran influencia de la Declaración Americana, pero también fue capaz de innovarla adoptando un enfoque más directo. En particular, menciona la resistencia a la opresión entre los naturales e imprescriptibles derechos humanos. Durante los siglos XVIII y XIX, la historia francesa vio varios derrocamientos y cambios de poder y cada uno de los nuevos gobiernos franceses reconoció el derecho a protestar. En particular, la Declaración de los Derechos del Hombre y los Ciudadanos (1793) afirma que: “la ley debe proteger la libertad pública y personal frente a la opresión de quienes gobiernan” y que “la resistencia a la opresión es consecuencia de los demás derechos del hombre”. Por lo tanto, “cuando el gobierno viola los derechos del pueblo, la insurrección es para el pueblo y para cada porción del pueblo, el más sagrado de los derechos y el más indispensable de los deberes”.

El ordenamiento jurídico colombiano, además del artículo 37 de la Constitución Política, que reconoce al pueblo su derecho de reunirse y manifestarse pública y pacíficamente, también cuenta con una jurisprudencia de la Corte Constitucional sobre los criterios consagrados en nuestro marco normativo para distinguir el delito político del común y la justificación de dar al primero un tratamiento más benévolo que al segundo. Un buen ejemplo se encuentra en la Sentencia C-009 de 1995, donde –con ponencia del Magistrado Vladimiro Naranjo Mesa– dijo la Corporación:

«El delito político es aquél que, inspirado en un ideal de justicia, lleva a sus autores y copartícipes a actitudes proscritas del orden constitucional y legal, como medio para realizar el fin que se persigue. Si bien es cierto el fin no justifica los medios, no puede darse el mismo trato a quienes actúan movidos por el bien común, así escojan unos mecanismos errados o desproporcionados, y a quienes promueven el desorden con fines intrínsecamente perversos y egoístas. Debe, pues, hacerse una distinción legal con fundamento en el acto de justicia, que otorga a cada cual lo que merece, según su acto y su intención».

Desde que nuestro país se constituyó en república independiente bajo el influjo –entre otras– de la filosofía que inspiró la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, ha sido casi una constante, en sus Constituciones y en sus leyes penales, el tratamiento diferenciado y generalmente benévolo del delito político, entendido como una conducta que persigue metas altruistas en tanto se enfrenta a lo que considera un gobierno ilegítimo. Lo que nos lleva a considerar la legitimidad de la violencia al manifestarse.

En primer lugar, deberíamos dejar de equiparar la violencia del poder punitivo del Estado impuesta por medio de una Fuerza Púbica armada con las agresiones de ciudadanos con piedras y palos que hacen un bloqueo a una vía. Por supuesto que en un país profundamente desigual y dependiente del narcotráfico también hay grupos organizados que aprovechan las manifestaciones para mantener sus economías ilícitas funcionando por medio de acciones criminales. Y por supuesto que en un país empobrecido y sin oportunidades, la delincuencia común y la rabia y frustración de individuos hartos del abandono estatal se expresa en la destrucción indiscriminada de bienes públicos y privados o el saqueo oportunista. Pero de allí a hacer la simple y peregrina afirmación de que hay que rechazar la violencia “venga de donde venga”, hay un largo trecho. 

Es imposible evitar la estupefacción al ver cómo el presidente Duque rápidamente niega la sistematicidad en el asesinato de lideres sociales o en las acciones abusivas de la fuerza pública, mientras hace generalizaciones sobre la violencia en las protestas. No solo hemos visto con nuestros propios ojos a agentes de la policía llevando a cabo actos vandálicos, sino que también es evidente que la mayoría de las protestas del Paro Nacional no son criminales. Su violencia directa se reduce a estorbar con vehemencia. De otro modo, los jóvenes que resisten y lideran el ejercicio del derecho a manifestarse contra lo que consideran un gobierno ilegítimo, no hubieran sido escuchados. 

El fetiche por la violencia directa es instrumental a sistemas opresivos: permite juzgar y resaltar episodios aislados de hartazgo social, como el incendio de un bus, mientras minimiza una violencia estructural constante, en la que las instituciones del Estado son burocracias ajenas e innavegables que le quitan seguridad al ciudadano en lugar de garantizar sus derechos. 

Lo mismo ocurre con una violencia más soterrada y compleja, relacionada con prácticas culturales de exclusión, racismo, clasismo, elitismo, homofobia y xenofobia, prácticas que ven enemigos internos en cada adolescente que se pone una capucha para protegerse de los gases lacrimógenos y lanza una piedra contra una armadura y un escudo del ESMAD. 

"Deberíamos dejar de equiparar la violencia del poder punitivo del Estado impuesta por medio de una Fuerza Púbica armada con las agresiones de ciudadanos con piedras y palos que hacen un bloqueo a una vía.

Si el tanque de guerra Venom que lanza bombas aturdidoras indiscriminadamente y las escopetas que disparan perdigones mortales no son consideradas una violencia más grave que un bloqueo, es porque hemos fracasado éticamente como nación. Hemos aceptado que un joven y su familia padezcan hambre y desaparezcan en las cifras de miseria, pero no aceptamos que ese mismo joven obstruya una vía para reclamar sus derechos. Le exigimos humanidad a un joven que hemos asumido como no humano, le pedimos que deje pasar la comida y la medicina que nunca ha recibido, lo tildamos de vándalo, lo perseguimos, encerramos o desaparecemos y solo allí nos sentimos tranquilos para volver a la normalidad.

Los jóvenes de la Primera Línea son los verdaderos republicanos. Frente a la comodidad de una clase media entumecida que mira la televisión y revisa con desolación las redes sociales para conocer cuál fue el horror que cometió la fuerza pública durante la noche anterior, los jóvenes establecen puertos de resistencia a la violencia urbana que proviene de las fuerzas policivas del gobierno. No es esta una loa romántica de su resistencia que nos salvó de una reforma tributaria regresiva, de una reforma a la salud monopólica y nos liberó por un rato de un par de políticos incompetentes y desligados de la realidad. Caracterizarlos como republicanos es un llamado a entender sus acciones como la representación del ideal liberal de participación en el Estado de derecho. Cuando se quiebra el pacto social, resistir a la opresión es un deber, un deber que cumplen las primeras líneas en diferentes territorios del país.

Probablemente no hemos estado prestando suficiente atención, quizá no hemos escuchado con cuidado lo que está ocurriendo. Es posible que el gobierno, sus partidos, algunos gremios, mesas de opinión y periodistas funcionales a esta plutocracia sigan pensando que los jóvenes republicanos se van a cansar, que en las elecciones de 2022 la gente de bien recuperará el control de su nación heredada. Si es así, estas elites endogámicas al fin habrán caído en la ingenuidad. Pero no nos equivoquemos, nadie es más peligroso que quien ha tenido, sabe lo que es el poder y teme perderlo. Pedir resistencia y agradecerla contiene una responsabilidad muy dolorosa sobre los desaparecidos, asesinados y heridos del Paro Nacional. 

A un año y seis meses de las primeras marchas, durante la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos para verificar la situación de derechos humanos durante las protestas y ahora que sabemos que la voz en las calles hace temblar los cimientos excluyentes de nuestro sordo país, resistir es la consigna, parar para avanzar, todavía, es la vía.  

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Gabriel Rojas Andrade

@GabrielRojas54

Filósofo y literato, profesor de la Facultad de derecho de la Universidad de los Andes, experto en justicia transicional


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