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Bill Cunningham nació el 13 de marzo de 1923 en Boston. Tras apenas unos meses como estudiante becado en la universidad de Harvard, Bill dejó todo atrás para encontrar su destino definitivo en Nueva York. Abandonó nuevamente una incipiente carrera como publicista y creó su primera línea de sombreros “William J.”, entregando su talento […]
Bill Cunningham nació el 13 de marzo de 1923 en Boston. Tras apenas unos meses como estudiante becado en la universidad de Harvard, Bill dejó todo atrás para encontrar su destino definitivo en Nueva York. Abandonó nuevamente una incipiente carrera como publicista y creó su primera línea de sombreros “William J.”, entregando su talento a crear las piezas de moda que de niño lo distraían del sermón en la iglesia a la que asistía con su familia. En 1978 cambió su historia, cuando por primera vez publicó en el New York Times una serie de fotografías impromptu de la actriz Greta Garbo caminando por las calles de la Gran Manzana. Así nació el Street-style y el mundo de la moda que entendemos hoy.
Hace poco más de una semana murió Bill Cunningham, y entendiendo la pérdida irremediable de su leyenda, me pregunto ¿Cómo habría sido la historia si Bill no hubiera disparado su cámara en Manhattan sino en Bogotá?
El día de su muerte, estaba yo haciendo fila en el cajero de Davivienda de la 122 mientras mi mamá esperaba con afán frente a un letrero de prohibido parquear, a que yo hiciera un retiro. Dos minutos, tres minutos, cuatro, cinco… Tres niñas (¿jovencitas?) de más o menos 18 años acaparaban el cajero frente a mí, y entre risas y chistes internos generaban que la fila se alargara más y más detrás de mí. Salieron y un ojo desprevenido hubiera creído que el futuro había llegado y tres clones idénticos salían desfilando de aquel cajero. Las tres tenían el mismo peinado, el mismo saco, los mismos jeans y zapatos. Las únicas variaciones estaban en la combinación de colores, que igualmente parecía una decisión perfectamente coordinada y acordada, al mejor estilo “on Wednesdays we wear pink” de Mean Girls. Una con un sweater lila, la otra de azul y la última con uno rosado pastel; una con jean azul claro, la otra con un par de un tono más oscuro, y la de rosado con uno estratégicamente roto y deshilachado. A mi parecer, un resumen del comportamiento de la moda bogotana.
Quizás en Bogotá, Bill Cunningham no habría sido el ojo sagaz que descubrió tendencias y resaltó el colorido y extravagancia de la escena de la moda neoyorkina, sino que tal vez habría sido un personaje más del estilo de Hans Eijkelboom. Sus fotografías serían más el testamento de una globalización aplastantemente homogeneizadora que esparce la moda rápida desde París hasta Timbiquí.
¿Cuál es el placer de vernos todos iguales?
Bogotá no es excepción, y tras años de observaciones desde cualquier café o local con vista a la calle, he llegado a la conclusión de que la capital está casi tan uniformada como laChina maoísta de mediados del siglo pasado. En tiempos de dictadura, la moda, cumple una función pedagógica y discursiva para formar el imaginario colectivo de los modelos de hombre y de mujer que pretende el régimen de turno. Pero como el castro-chavismo (todavía) no ha escalado los 2.600 metros para estar más cerca de las estrellas, de la alcaldía o la presidencia, ¿qué pasa con el estilo de los bogotanos?
Existen varios uniformes en la capital. Estilos glorificados, duplicados e imitados trascendiendo las simples tendencias que se proliferan en los blogs e instagrams de moda más populares. No hay líderes que prediquen estas modas, pero sí cientos de miles de seguidores que cuando piensan en su propia identidad lo hacen a partir de la imagen que otro, que como ellos mismos, proyectan con las pintas estereotípicas que desfilan hombres y mujeres en los tumultos de 5:00pm de las estación de Las Aguas así como en la Noche de Galerías de cualquier circuito de Arte en Bogotá.
Está el ejército de lo que llamaré ‘las chicas sinbol’, fanáticas empedernidas de los tal vez cómodos pero siempre imprácticos y sensuales jeans sin bolsillo. Usualmente accesorizan sus pantalones predilectos (siempre 2 o 3 tallas más pequeños), con una chaquetica corta y abullonada, botas planas o de tacón hasta la rodilla, una blusa pegadita con brillos y estampados modernos, y un tumbao casi caleño.
Los ‘alternos’, hippies con ese espíritu post-adolescencia-emo-superada, cuyos adeptos van de jóvenes tira piedra hasta graduandos de colegio privado cuya cuna de oro pesa tanto que entregan el resto de su juventud a trascender las puertas de la percepción con todo tipo de alucinógenos y retiros espirituales budistas/chamánico en las montañas colombianas. Su look se compone usualmente de pantalones de algodón tipo harem (de los que venden en todas las ferias y pulgueros de domingo en toda la gama de colores rastafari), saco de lana o en su defecto peruano (usualmente comprado después de la experiencia mística evidenciada en la foto de perfil enMachu Picchu), botas Brahma o Dr. Martens, camiseta con el cuello y las mangas recortadas, y una mochila arhuaca o morral de viaje.
El estilo de ‘niño bien’, tan popular, pero no exclusivo, de nuestro alma mater (#uniandes4life), tiene quizás más variables, pero no menos uniformidad. Para los hombres, la pinta casual, ideal para el día a día universitario así como para los asados domingueros en la finca de Juanpi Santos del Castillo se compone de la clásica chaqueta térmica (preferiblemente negra) de $988.900 de The North Face, (porque ¿cómo más podríamos afrontar el frío de nuestra querida montaña?), jeans entubados oscuros (bye bye bota recta), tenis de tela y suela blanca, y camisa blanca o camiseta en ‘V’ para los más deportivos. Si hay una ocasión especial, o simplemente quieren proyectar con la pinta su prometedor futuro ingenieril o político, sobre la camisa irá un saco de cashmere en colores pasteles, mocasines (sin media, obvio), una chaqueta de equitación impermeable y los jeans pueden ser reemplazados por caquis. Para las niñas, las opciones son similares: baletas, Tom’s, o botas hunter de lluvia; skinny jeans o leggings, blusas blancas de cualquier estilo (siempre y cuando clásicas y über femeninas); y para protegerse de las calamidades del clima bogotano, chalecos de faux-fur, blazers en colores primarios y neutros, o la misma chaqueta de equitación de los niños, pero en versión mujer con la cintura entallada.
¿Cuál es el placer de vernos todos iguales? ¿Acaso buscamos el nirvana de la aceptación social y la mística de entender nuestra propia identidad a partir de una pinta repetida? ¿O simplemente somos demasiado perezosos como para adentrarnos en el iceberg del yo y por eso imitamos a nuestro parche de preferencia? André Leon Talley dijo “ellos te aceptarán si ven que lo que tú eres es realmente auténtico”.