Contra los impenitentes versificadores

En 1907 un grupo de estudiantes le pidió al general Rafael Uribe Uribe –periodista, militar y líder del partido liberal– que escribiera en su revista literaria. Él les devolvió esta carta que bien le vendría leer a tantos aspirantes a periodista.

por

Rafael Uribe Uribe


09.12.2013

Foto: edición 070 a partir de imagen del Banco de la República @ Flickr

Rio de Janeiro, mayo 5 de 1907.

 

Señores Jesús Arenas y Pedro Luis Rivas, Redactores de la Revista “Albores”, Manizales.

Muy estimados compatriotas:

Entre las vidas de colombianos ilustres que están por escribir (¿Cuál la ha sido?), está la del doctor José Ignacio Escobar. Pertenece al tipo de hombres que se han hecho a sí mismos por el poder de la voluntad. Natural de Salamina y huérfano de padres desde temprana edad, viajó a pie hasta Bogotá; como pudo se hizo alumno de San Bartolomé, dio clases para terminar su carrera y antes de los 30 años escribió textos, pronunció discursos académicos memorables, fue secretario del presidente Parra, ministro de la Corte Suprema y después miembro de una de las mejor reputadas casas de jurisconsultos que ha tenido el país.

Fui su discípulo en varias de las asignaturas que dictaba en San Bartolomé, mas cuando la Regeneración invadió al colegio, pasé al del Rosario, donde me gradué de abogado. Al despedirme entonces del doctor Escobar, a cuya mesa hospitalaria me sentaba todos los domingos, díjele:

–Bueno, doctor: yo le aprendí cuanto pude de lo que usted tuvo a bien enseñarme. Ahora ya me voy para las luchas de la vida. ¿Tiene usted consejo práctico qué darme?

–Cómo no, Rafael, tengo un muy bueno que me dictan mi experiencia y mi cariño por usted, y es este: guarde los códigos en el fondo del baúl, o mejor, véndalos, o regálelos, y tome otro oficio.

–Pero, señor doctor, entonces más valía no haber venido a cursar a Bogotá.

–No rehuyo la consecuencia- me contestó-. Para la educación que se da en nuestros colegios, mejor sería que los jóvenes de provecho no la recibieran. Pero, en fin, ya vino y ya se graduó. Si así no hubiera sido, probablemente usted se habría quedado toda la vida lamentando su mala estrella, que le habría negado seguir su inclinación. Pero ahora, con conocimiento de causa, insisto en que le conviene dejar la abogacía, antes de que ella lo deje a usted, y dedicarse a otra cosa.

La mano del facultativo era experta y amiga, pero la pócima amarga, y tardé cuatro años de deglutirla, los mismos que deploro haber perdido. Y eso que la suerte se me mostró propicia: fui profesor de la Universidad de Antioquia, fiscal del Estado, procurador general, y ya me iba acostumbrando a los empleos cuando, con la caída del partido liberal en 1885, llegó la ocasión de seguir por fuerza el consejo del doctor Escobar, que antes no había seguido de grado. Me fui a tumbar monte, y nunca me he arrepentido del cambio de profesión.

Un buen consejo

De ese episodio de mi vida me acordaba, leyendo el primer número de “Albores”, la revista literaria que ustedes han empezado a publicar y que han tenido la bondad de remitirme con esta nota marginal: “General Uribe: nos sentiríamos muy honrados si usted destinara algún trabajo de su pluma para este esbozo de revista, producto de jóvenes que solo se distinguen por su buena voluntad”. Es posible que ustedes aguarden de mi palabras de estímulo, que serían muy merecidas por cierto, a causa del talento que revelan y del notable material de este primer fascículo de su publicación. Pero, justamente, el interés que ustedes han logrado despertar en mí, la edad que alcanzo y la experiencia adquirida, me inducen a dirigirme a ustedes como hace 27 años lo hizo para conmigo el doctor Escobar, y, aunque ustedes me piden colaboración y no consejos, allá va el que me creo obligado a darles:

–Dejen la revista, dejen la literatura, y tomen otro oficio.

Hace parte integrante de nuestra pobre reputación en el exterior la de impenitentes versificadores. Se tiene por sabido que el Ecuador produce tagua, cacao y sombreros; Perú, sal, azúcar y minerales; Bolivia, plata y escaño; Chile, salitre, cobre, vino y frutas; Argentina, cereales, carnes congeladas y caballos; Paraguay, mate y naranjas; Uruguay, charque o tasajo y extracto Liebig; Brasil, café, caucho, tabaco, algodón, manganeso y arena monazítica; y Colombia, versos. Esa es nuestra industria, en eso nos ocupamos todos.

Mas de una vez ha estado al canto de subírseme la mostaza a las narices, cuando al declinar mi calidad de colombiano, el interlocutor chileno o argentino me han dicho al punto con cierto acento irónico o de lástima: “Por supuesto, el señor hará versos”. Suposición eminentemente injuriosa para quien en su vida perpetró uno solo y que jamás tuvo como signo de inferioridad su incapacidad radical para alinear por la cabeza rengloncitos cortos con las colas rimadas.

¡No más versos!

¡Y con qué pena, con qué alarma, contemplo desde lejos propagarse más cada día esa epidemia en mi tierra! Es un constante resonar de nombres nuevos, adquiridos para la malhadada secta versificadora; es una viciosa floración de publicaciones literarias por todas partes, como una especie de maleza nacional. Y a eso llaman “renacimiento de la prensa”. Mal sabe leer y escribir la bulliciosa turba estudiantil, y ya piensa que el noble arte no tiene mejor empleo que fabricar cuartetas. ¡Y a fundar periódicos! Primero manuscrito, desde las mismas aulas, y luego impreso con los recursos sonsacados a los papás orgullosos de tener en casa un genio. Y como es imposible que cerebros, donde antes nada se puso, fluyan cosa que valga, y que alguien pretenda enseñar sin haber antes aprendido, viene lo de reunirse en la taberna, para expoliar el ingenio con el excitante alcohólico; y esa es la causa inmediata del fin triste de tanto mozo inteligente, como los desventurados Julio Gutiérrez y  Camilo A. Escobar, a quienes ustedes endiosan en su revista y que estuvieran vivos y sanos a no haber sido por la homicida literatura.

Porque una de las peores influencias que esta ejerce es la de distraer talentos y robar energías que habrían florecido ventajosamente en otras disciplinas.

Para ejemplo, citaré un caso que me parece típico. Cuando el joven caucano Isamel López publicó hace un año su tesis de grado sobre la libre navegación de los ríos, fui de los primeros en saludar en él a un distinguido internacionalista futuro, que harto los ha menester nuestro combatido país; mas cuando poco después lo vi suscribiendo una traducción, por otra parte magnífica, de El Centavro, -(con V porque así lo escribe El Mercurio de Francia)- y dirigiendo “Revista Literaria”, por lo demás excelente, mi decepción y mi pesar fueron tan grandes como si hubiera visto a un mozo gallardo y de buena familia paseando por la calle la primera mona. Y si esto digo del señor López, que es de los mejores entre los buenos, juzguen ustedes lo que pensaré de los demás. Así como se ha creído conveniente poner trabas para la formación de más abogados y médicos, aplaudiría a dos manos cualquier medida legal y aun dictatorial que tuviese por objeto impedir o dificultar la salida de los periódicos literarios. Creo que bastaría gravar con un fuerte impuesto la licencia para publicarlos y exigir una estampilla de valor para su circulación por los correos.

Los analfabetas

¿Qué buscan los jóvenes por ese camino? Sería suponerles una inocencia primaveral si abrazasen las letras como profesión productiva. Fuera de los empleados, ¿quién vivió nunca en Colombia de su pluma? La literatura en nuestro país puede clasificarse entre las que Larra llamó “industrias para vivir que no dan de vivir”. Además, entiendo que la gente nueva considera el dinero como cosa vulgar. Si se solicitan suscriptores a las revistas es para “seleccionar los lectores”, no como negocio. Y aciertan pensado así, porque también demostrarían candor inoxidable si creyesen que las hojas literarias pagan. Así las vemos morir antes de llegar al número 13. Afortunadamente.

 

Porque, señores míos, analicemos: ¿cuál es su público? Acabo de revisar el cuadro del censo general de Antioquia, en el año 1906, levantado por don Pedro Uribe Gómez. En las diez provincias del departamento, sobre un total de 699.433 habitantes, no saben leer ni escribir 407.258, esto es, el 60 por ciento, ¡como en África! Qué bien hizo el señor Uribe Gómez en poner la columna de los analfabetos al lado de la de los ciegos, aunque harto mejor habría sido refundir la primera en la segunda, por lo que reza nuestro adagio: “el que no sabe es lo mismo que el que no ve”. (A propósito: me parece enorme el número de ciegos, 404. Me permito llamar la atención de los médicos hacia el estudio de las causas del mal, y la del gobierno de fundar un asilo especial para esos desgraciados).

En Caldas, la proporción de los analfabetos debe ser mayor que en Antioquia, y mayor aún en los demás departamentos. El promedio general de la ignorancia en Colombia debe andar alrededor del 70 o 75 por ciento. Por tanto, los periodistas no pueden contar con más de un 25 o 30 por ciento de los habitantes. De entre ellos, un dos por ciento leerá periódicos políticos; y el uno por mil del sobrante, revistas literarias. Luego, según mis cálculos, ustedes tendrán 300 suscriptores, 500 si mucho. Con la modestia característica de los vates, de que es buena muestra el Prólogo que D´Annunzio acaba de poner a su silbada Piú che I Amore, ustedes dirán que esa élite les basta y que no escriben para el vulgo. Ya en un suelto se curan en salud, diciendo con Gustavo Kahn que “el poeta y el artista viven solitarios, incomprendidos. Tienen partidarios, pero raramente público. Son perseguidos e ignorados – (si los ignora, mal pueden perseguirlos) – por lo que no admiten más que una mediocridad vaga”.

La pereza

Cuatro son los géneros literarios que quisiera ver cultivados en Colombia: la historia, la crítica, la novela o siquiera el cuento corto, y el teatro. Pero hasta donde esté bien informado, veo desiertos los caminos que a ellos conducen. Como exigen tiempo, preparación y estudio, ¡como piden ciencia y competencia, reflexión y laboriosidad, nadie se improvisa historiador, crítico, novelista, ni dramaturgo! Don Álvaro Restrepo publicó hace dos años un trabajo histórico apreciable. Los señores Posada e Ibáñez se han limitado a coleccionar y poner prólogos a tres o cuatro volúmenes de documentos, pero ya por eso solo merecen aplausos. Esos sí son verdaderos solitarios. La historia de la literatura está por escribir en Colombia, la tierra de los literatos. El ensayo de Vergara y Vergara apenas puede tenerse como una crónica bibliográfica. Pero no existe la primera línea de la historia literaria por los métodos modernos, de que Taine presentó un modelo en la Inglaterra. De crítica han sabido ocuparse Grillo, Sanín Cano, S. Restrepo y C.E Restrepo – (hablo solo de antioqueños)-, Carrasquilla, Zuleta, Velásquez y Rendón publicaron cada uno una novela. Pero de los cuatro entiendo que solo el primero, el insigne autor de A la Plata, ha seguido en la brecha. En el teatro ha hecho raras apariciones el doctor León Gómez, y una vez los señores Marroquín y Rivas. No hay quien acometa empresas de aliento, de saber y de perseverancia. Lo que abunda es la gárrula caterva rimadora. Pongo aparte desde luego a los maestros de las tres generaciones anteriores, de que son representantes, para señalar solo unos pocos: Pombo, Caro, Marroquín, Cano, Restrepo y Tamayo, Valencia, Flórez, Londoño, Arciniegas y Torres.

Otro ramo que me holgara que tuviese cultivadores sería el de la declamación. Es Colombia el país donde más se abusa de la palabra y donde es más desconocido el arte de la palabra. Con decir que, si se exceptúa al padre Cortés Lee y al doctor Esguerra, ya no tenemos un solo orador, y que nunca hemos tenido un actor. El fastidio que me siento incapaz de disimular para con las nuevas barras o anchetas de versificadores que nos están llegando, lo trocaría gustoso en aplauso, para los valientes jóvenes que, afrontando dificultades y prejuicios, quisiesen organizar compañías dramáticas, pero no de cómicos de la lengua, sino artistas, o siquiera de mozos de estudio y de talento. Me parecería perfectamente bien empleado todo el apoyo que la nación, los departamentos, los municipios y el público prestasen al fomento del teatro nacional.

¿Por qué no trabajan?

Confiéselo o no, lo que buscan los “niños célebres de la literatura” es nombradía; la que ya otros alcanzaron, no los deja dormir. Mas por ventura, ¿son las letras el único camino de la fama? Se puede adquirir por otros mil medios, siendo de paso útiles a sus conciudadanos. Si los mueve el ansia de comunicar a los demás todo lo que saben, ¿por qué no abren escuelas nocturnas para obreros? Si es un irresistible impulso a poner su espíritu en comunicación con el de los otros, ¿por qué no organizan series de conferencias públicas sobre temas de conveniencia general? ¿Es la palabra impresa el único medio de transmitir el pensamiento? Que si es prurito de singularizarse, les sé decir que no hay senda más vulgar y más trillada que la de la literatura. Por ahí trajina todo el mundo en Colombia, y dan prueba de muy escasa originalidad los que la siguen. Son Vicentes que se encaminan a donde va la gente. Eso debiera bastarles a los sedientos “snobs” y amantes del exotismo para hacer un gesto de hastío y torcer el rumbo hacia otras tierras intelectuales. O si simplemente lo que procuran es un empleo a su actividad desbordante de jóvenes, ¿por qué no emprenden una de tantas labores en que pueden distinguirse y de que tanto necesita nuestra sociedad? Haré de algunas de ellas una corta enumeración.

¿Ya los hijos del departamento de Caldas se preocuparon de levantar una estatua al sabio y mártir cuyo nombre llevan, o a Córdoba, o Girardot, o a otro de nuestros próceres?

Propendan por el progreso de la buena música, siquiera para suministrarle al pueblo melancólico audiciones frecuentes.

Establezcan una escuela de Bellas Artes. Todos ustedes hacen versos, pero ninguno es capaz de pintar un cuadro, un paisaje o una acuarela, ni de manejar el cincel del escultor, ni saben jota de arquitectura. Porque eso requiere consagración y genio. Pero, entonces, renuncien a vendérsenos como enamorados del arte y obreros de lo raro; fomenten los deportes para hombres y mujeres y así para la alta sociedad como para las clases pobres. La elegancia, la fuerza, la salud, la alegría y el aumento de la sociabilidad serán los resultados inmediatos que cosecharían con el tenis, el cricket, el fútbol, el polo y las carreras de caballos.

Funden sociedades de tiro al blanco; traten de mejorar el régimen de las cárceles y hospitales. ¿Ya hicieron algo por sus hermanos los enfermos del cuerpo y por los que son aún más dignos de lástima, sus hermanos los enfermos del alma y por las víctimas de la justicia humana?

Estudien el problema de la mendicidad y el de la protección a los húerfanos y a los ancianos; funden sociedades protectoras de animales y estimulen el cultivo de las flores y de los árboles; y esfuércense por aclimatar los sistemas de seguros y las cajas de ahorro.

La prosperidad del país

Nada he dicho de otros empleos aún más serios de las facultades por temor de que ustedes los califiquen desdeñosamente de prosaicos. Ustedes no han de querer ocuparse de reforma de las instituciones militares ni de la defensa nacional, ni de mejorar las razas animales, ni de altas cuestiones agrícolas, ni de luchar contra el alcoholismo, la tuberculosis, la sífilis, la lepra, el paludismo, la fiebre amarilla y otras enfermedades contagiosas; ninguno de ustedes querría ser electricista o mecánico, profesiones que yo abrazaría si hubiese de recomenzar mi vida; ni pensarán hacerse naturalistas, especializándose en algún ramo de la geología o de la botánica o de la zoología. Nada de eso puede pedirse a entendimientos delicados, que solo gustan de los primores poéticos.

Tampoco han de querer consagrar sus capacidades a los tres más arduos problemas que tenemos: escuelas, caminos y moneda. Sin embargo, debieran saber que los tres principales elementos de la prosperidad de un país, son: lo que se sabe, lo que se produce y las facilidades para la circulación de la riqueza. Los desastres de Colombia son resultado directo de la ignorancia, de la pobreza y de la falta de vías de comunicación. Si de veras hemos aprovechado la terrible lección que recibimos y que llegó hasta la desmembración del territorio nacional en las condiciones más humillantes en que jamás lo sufrió nación alguna, deberíamos hoy estar enseñando y produciendo más y mejor. ¿Se ha asomado alguno de ustedes (me refiero a todos los perseguidores afanosos de las formas exquisitas del lenguaje) a ver si al frente de nuestras escuelas está o no todavía el mismo dómine aburrido y malhumorado de toda la vida, memorista rutinero que graba a mazo y formón, o lo que es peor a palmeta y denuestos, en la memoria de los niños, las eternas lecciones de gramática e historia sagrada, atrofiándoles el cerebro y matándoles el discernimiento y la iniciativa? ¿Vieron si en reemplazo de eso que llaman instrucción se da algo de verdadera educación, que es cosa radicalmente distinta, como que consiste en los principios esenciales que deben servir después para la vida práctica: rudimentos de agricultura, de higiene, de industria, de comercio, de minería, según el caso? Pero sí esas son cosas muy hondas, ¿se han fijado ustedes a lo menos en la parte material de las escuelas? Dificulto que haya una sola en Colombia de construcción y capacidad acomodadas a las más elementales prescripciones de la higiene física y moral. Muchas tienen por vecindad la cárcel, el hospital, el cementerio, la taberna o las casas de lenocinio; otras son la aireadas o demasiado aireadas; en su mayoría carecen de agua y letrinas, o las tienen inmundas; otras reciben emanaciones mefíticas de charcas y albañales; pocas tienen pavimento enlosado o de madera; el mobiliario y los útiles de enseñanza (libros, pizarras, papal, tinta y plumas, cuadros, mapas, aparatos de gimnasia, etc,) son nulos, deficientes y anticuados. Y es así, llenando de microbios la sangre y las ideas del niño, atormentando su alma y envenenando su cuerpo, negándole el oxígeno para sus pulmones y para su inteligencia; es ese taller y con esos instrumentos como estamos fabricando los nuevos colombianos que la dura experiencia pasada exige. Y ante tamaña tristeza, ustedes se atreven a ocuparse de tiquismiquis parnasianos. Por cierto, no serán ustedes los que atajen la decadencia nacional.

Talento mal empleado

¿Ya fueron a los campos, a ver si el azadón está reemplazado por el arado y si este penetra en la tierra una pulgada más que antes? ¿Ya averiguaron si progresa la aplicación de los abonos y del regadío? ¿No? Pues entonces, excusen que les diga que su talento está muy mal empleado y que yo doy todos los decadentes juntos por el hombre que enseñe a producir dos mazorcas de maíz, donde anteriormente solo se lograba una, o por el que aumente un plato en la pobre mesa del pueblo, y que todos los números de sus revistas literarias, así pasen de 13, no valen lo que un buen Manual de nociones agrícolas. Para mí, la moralidad y la belleza de la vida, su ética y su estética, consisten en vivirla desde el punto de vista de la mayor utilidad general; es la elevación del individuo por ante el pueblo, enalteciéndose para enaltecerlo.

La circulación de la riqueza depende de los caminos y de la clase y abundancia de la moneda. Así como en balde se construyen ferrocarriles si no se han empezado a mejorar las condiciones de producción, así esta de nada sirve si falta o es de mala calidad el instrumento de los cambios, o si no hay caminos para la traslación. ¿Se han preocupado ustedes de algo de lo concerniente a estos dos puntos? ¿No? Pues entonces permítanme otra vez que les declare que me parecen muy pobres estetas los que nada hacen por trocar el mugriento billete de papel moneda por la vistosa y resonante moneda de oro, y los que se resignan a viajar en mula por nuestros lodazales, y no en tren o en automóvil por una vía moderna. Nos quejamos de la inercia de los gobiernos y somos los ciudadanos los que no cumplimos estrictamente nuestro deber, ejercitando la propaganda y adelantándonos o coadyuvando a la acción oficial en todo lo que esté al alcance de la particular.

Si los creyera más serios y más hombres de aventura, les propondría que trabajasen en la resolución de algún problema industrial en que otros hayan fracasado, o que saliesen en excursiones por las comarcas desconocidas del país. Los cuatro nombres de colombianos que recientemente he escuchado repetir con más placer, por su fama bien ganada, son los del doctor Alejandro López, inventor de la máquina para desfibrar cabuya; el de don Jorge Fety, explorador de las selvas del Ariari; el de don Virgilio Braco, que ha suplantado en Cúcuta el petróleo yanqui con el nacional y está abriendo el camino de Tamalameque para redimirnos de la servidumbre venezolana, y el del señor Gartner, ingeniero expedicionario, para trazar el camino de Apía al Chocó, que hará de Manizales una de las primeras plazas mercantiles de Colombia. ¿Cómo no se fueron ustedes en esa expedición? Por quedarse haciendo versos. ¡Famosa ocupación y magnífico porvenir el que con ella se les espera! Los compadezco y les digo que antes debieran cortarse con la izquierda la mano derecha, que emplearía en hacer frases: que lo único propio del hombre son los hechos, y que para abrirles campo es menester dar primero muerte a las palabras que solo sean palabras. Pueden ser perdonadas las palabras que sean hechos; pero la mera verborragia, sobre todo la rimada, “es el mayor flagelo” para un pueblo.

Las mujeres tienen la culpa

Las mujeres tienen mucha parte de culpa en el desarrollo de la deplorable afición poética. Si en vez de recibir con agrado esquelas de amores escritas en verso, reservaran su preferencia para los mozos audaces que les ofreciesen una piel de ciervo del Ruiz, o una de tigre de Risaralda, cazados por su mano, distinto anduviera el mundo. Pero, ¡ay!, el coronel Salvador Córdoba no formó escuela; ya no hay cazadores en Colombia.

Para mí, los hombres verdaderos son los que han afrontado la fatiga y el peligro sin pestañear; no importa que sintiesen miedo; ya fue un mérito exponerse, ya fue un minuto vivido aquel en que vimos de cerca la muerte; ya el color y la raza que quedaron trazadas en el espectro de nuestra vida fueron fuertes e indelebles, no como la faja gris, inexpresiva y monótona del común de los mortales. La perspectiva de las incomodidades físicas, de los trabajos pesados y de la soledad, solo la desafian los fuertes y los ambiciosos, pero no ofrecen ningún atractivo a los débiles y degenerados.

Ni es fuerza que al cambiar la vida contemplativa por la de acción externa todos sean triunfos. También las derrotas son una fuerte sensación y el sobreponerse al desaliento, da mayor mérito humano. La inquietud e intensidad de la vida, aunque sea tormentosa, es el único propósito digno de las generaciones jóvenes. Las vicisitudes, lejos de achicar la existencia, la enaltecen y realzan.

La vida solo concede sus favores al que le alega directamente, no al que la solicita por terceros o intermediarios. El contacto con la naturaleza, mal puede verificarse al través de los libros, ni desde los gabinetes de los plumarios. Hay que buscarla en donde ella está; y es esa espléndida naturaleza de nuestro país, que los rodea y se les mete por los ojos, la que ustedes no conocen. En lugar de ver se ponen a imaginar, ignorando que jamás esto valió lo que aquello, aun desde el mismo punto de vista literario.

Dígalo, si no, el noruego Bejer, que a los dieciocho años era jornalero y campesino, hoy, a los treinta y seis, es uno de los novelistas más leídos de Europa.

 

* Este texto fue recuperado –por la estudiante de la opción en periodismo del CEPER Gabriela Carrasquilla– del libro Pensamiento político de Rafael Uribe Uribe antología/selección, publicado por COLCULTURA en 1974. Pp: 56-72.

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