Colombia no es un país en guerra, sino en guerras. Así, en plural. A seis años de la firma del Acuerdo de Paz con las Farc es evidente que el conflicto mutó y golpea distintas regiones y subregiones en más de la mitad del país. El vacío que dejó la antigua guerrilla fue rápidamente ocupado por nuevos actores que surgieron y otros viejos que se reorganizaron. Las esperanzas de paz se han ido diluyendo frente a las masacres, los desplazamientos, las desapariciones, el confinamiento, los asesinatos de líderes sociales y el control que ejercen los actores armados en el territorio. El país parece haber retrocedido a su pasado más tenebroso. O aún peor: puede que nunca haya salido realmente de ahí.
Un informe de la Unidad de Investigación y Acusación de la Justicia Especial para la Paz (JEP) concluyó que la violencia se reactivó o se intensificó en 2021 doce zonas de Colombia: los Montes de María; el sur de Bolívar; el occidente antioqueño; el sur del Chocó y el Bajo Calima; el Medio y Bajo Atrato; el Norte del Cauca y el sur del Valle del Cauca; el Pacífico nariñense y el sur del Cauca; Catatumbo; el Caguán, Yarí, el Ariari y el Bajo Putumayo; la Sabana y el piedemonte araucano; el Nordeste antioqueño y el Bajo Cauca y el Urabá antioqueño y el Sur de Córdoba. Eso era hasta 2021, porque este año se han sumado nuevas regiones: la Sierra Nevada de Santa Marta, que involucra al Magdalena, el Cesar y La Guajira; y el sur del Tolima. También otros territorios como Vichada, Guainía, Vaupés y Amazonas.
La Liga Contra el Silencio elaboró un mapa de las zonas en guerra basado en los informes de la JEP y otras organizaciones como la Fundación Ideas para la Paz (FIP), Indepaz, la Fundación Pares y reportería propia. El denominador común es el miedo y el silencio que imponen los violentos.
Pocos líderes se animaron a contar el calvario de sus comunidades, siempre temerosos de las consecuencias. La presión que ejercen los grupos armados ha hecho que sea casi imposible el cubrimiento periodístico. Si ya resulta arriesgado organizar desembarcos desde el centro del país, el peligro aumenta para los periodistas en el terreno. “Aquí hay que ser un poco suicida para sobrevivir”, dice una reportera en Arauca. “Nos toca la autocensura. Ni en las comunidades se habla de esos temas; sólo palabras decentes”, reconoce otro periodista en el Bajo Cauca.
En cada región las dinámicas varían. Un solo actor armado se comporta distinto dependiendo del contexto y de sus intereses. Mientras en el sur de Bolívar las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC, o Clan del Golfo) ganan su guerra contra el ELN, en el Putumayo se disputan el territorio las disidencias del Frente Carolina Ramírez y los Comandos de la Frontera, que incluye alianzas con narcotraficantes.
Lo que ocurre en un territorio no siempre tiene que ver con lo que pasa en otros. “Las lógicas son cada vez más locales, cada zona tiene su particularidad”, dice Andrés Cajiao, investigador de FIP. “Ya nadie está luchando por tomarse el poder. Estos grupos, por lo general, se defienden de la acción estatal, no están a la ofensiva [contra el Estado], salvo lo que ocurrió durante el paro armado de las AGC, que se sintió especialmente en Sucre y Bolívar. Ahora las guerras son regionales”, sostiene el investigador Luis Fernando Trejos, director del Centro de Pensamiento UNCaribe de la Universidad del Norte.
El Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) ha identificado seis conflictos armados. Tres involucran al Estado contra el ELN, contra las AGC y contra las disidencias de las antiguas Farc que no suscribieron el Acuerdo de Paz y que estuvieron al mando de alias ‘Gentil Duarte’ (muerto en combate) y ahora de alias ‘Mordisco’. En los otros tres se enfrentan varios grupos entre sí: el ELN contra las AGC; parte de las antiguas Farc contra la Segunda Marquetalia (al mando de Iván Márquez, firmante de paz que se devolvió a la guerra); y parte de las antiguas Farc contra los Comandos de la Frontera.
El diagnóstico del CICR se hace bajo los parámetros del Derecho Internacional Humanitario, pero para investigadores como Luis Trejos, esta metodología está desactualizada. “El marco del DIH que utiliza el CICR es muy rígido y ya no sirve para interpretar el cambio tan profundo que ha sufrido nuestra guerra”, explica. Mariana Chacón, coordinadora de la Unidad Jurídica del CICR, considera que diagnosticar seis conflictos no supone que no se estén analizando otras dinámicas y otros actores. En ese proceso, pueden surgir más conflictos o desclasificarse otros. “Uno de los grandes retos que tenemos en Colombia es cómo fluctúa el contexto. En una semana puede haber unas circunstancias en la que dos grupos armados aparentemente tienen un acuerdo tácito de no agresión, y la semana siguiente están enfrentándose en la misma zona”, explica Chacón.
Lo que sí es innegable es el aumento de la violencia y del sufrimiento de la población. Entre enero y junio de este año el CICR documentó un incremento del 43 % con respecto al mismo periodo de 2021 entre las víctimas de artefactos explosivos (377), la mayoría (el 53 %) civiles. El desplazamiento y el confinamiento también crecieron: 29.729 personas se desplazaron de forma masiva (en 2017 fueron 14.594) y 19.210 permanecieron confinadas por las acciones de los actores armados; el 57 % de estas en Chocó, uno de los departamentos más castigados.
Hay otros ejemplos dramáticos, como el de Arauca, donde el desplazamiento individual pasó de 763 personas reportadas en 2021, a más de 11.000 en el primer semestre de este año, también según el CICR. En ese departamento ya se contaban 341 asesinatos selectivos hasta los primeros días de diciembre, afirma la Defensoría del Pueblo. Según Sonia López, presidenta de la Fundación de Derechos Humanos Joel Sierra, que trabaja en la región, la situación es tan crítica que las autoridades ya no hacen los levantamientos de los cadáveres, sino las funerarias. “Y en la zona de la sabana, que es donde hay enfrentamientos casi permanentes, la gente lo está pasando muy mal. Hay amenazas y atropellos, incluso de la fuerza pública. Los confinamientos dificultan el acceso de los niños a la educación y también la alimentación de las familias. Hemos aprendido a sobrevivir en medio de la guerra y a los campesinos les ha tocado la peor parte”, dice.
Los actores armados se ensañan contra los civiles, pero más aún contra los líderes sociales. En solo tres meses del gobierno de Gustavo Petro han asesinado a 35 defensores, según Human Rights Watch (HRW). Hasta noviembre ya iban 169 líderes muertos, solo dos menos que en todo 2021, según Indepaz. Ni siquiera los anuncios de la Paz Total que promueve el gobierno, y por la que ha mostrado interés una veintena de grupos incluidas las AGC, las disidencias de las Farc y bandas locales de crimen organizado, han aliviado la intensidad de las guerras.
“Un día el ELN reúne a las comunidades para dar órdenes, otro día son las AGC, otro día las disidencias. Uno no sabe ya ni quiénes son. Pero eso sí, a todos hay que pagarles impuesto”, cuenta una lideresa del Sur de Bolívar. Mientras dicen que se apuntan a la Paz Total, los grupos mueven sus fichas. El control social, los hostigamientos, los combates y los asesinatos continúan, tal vez en un intento por mostrar fuerza frente a una futura negociación.
En su afán por parar las guerras, el gobierno se ha embarcado en un difícil proceso de paz con el ELN. La prórroga de la Ley 418 o de Orden Público, recién aprobada por el Congreso, le permitirá entablar conversaciones con otros grupos ilegales más allá de esta guerrilla. Pero todavía quedan muchos cabos sueltos frente a esta iniciativa. Son más las preguntas que las respuestas sobre la Paz Total. “Creo que es un momento de zona gris y de incertidumbre. Falta claridad, hay mensajes contradictorios y la preocupación pasa por saber cuál es el tratamiento que se dará a los distintos grupos”, dice Juan Carlos Garzón, investigador de la FIP.
Ninguna lectura explica completamente por qué se han exacerbado las disputas en las regiones. Trejos apunta a tres causas en un periodo alargado: la desmovilización de las AUC (Autodefensas Campesinas de Colombia), que atomizó una federación paramilitar y derivó en varios grupos; la declaración del ELN de convertirse en resistencia armada y pasar de la búsqueda del poder a solo el control de territorios; y la desmovilización de las Farc. Esos tres factores, explica, alteraron la dinámica de la guerra conocida.
Un miembro de la Unidad de Investigación y Acusación de la JEP destaca también fallas en la política de seguridad, que durante el gobierno de Iván Duque se centró en objetivos de alto valor: los grandes cabecillas. Eso, dice el investigador, generó que las organizaciones criminales tuvieran líneas de relevo más rápidas y que los nuevos mandos llegaran a imponerse a la fuerza, generando más violencia.
El otro factor son las condiciones favorables para las economías criminales. Estas estructuras se nutren, entre otras, del narcotráfico y de la minería ilegal de oro. “En este momento los precios internacionales de la coca y el oro están disparados. Creo que nunca en la historia de Colombia las organizaciones habían podido captar más ingresos, ni siquiera en la época de Pablo Escobar”, dice el investigador. Además, señala el fracaso del PNIS (Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos Ilícitos) dentro de los incumplimientos del Acuerdo de Paz. “A todas las familias que suscribieron el compromiso de sustitución, les incumplieron. En la JEP hicimos un estudio donde se mostraba que un líder del PNIS tenía cinco veces más probabilidad de morir que otra clase de líder social. Entonces no hay incentivos para que la gente asuma esos liderazgos”, dice.
Mientras avanzan o no la iniciativa de Paz Total y los diálogos con el ELN hay poblaciones enteras aferradas al urgente cumplimiento del Acuerdo de Paz: según ellos, la principal razón de la nueva configuración armada ilegal en el país. En este mapa se describe la situación de 16 zonas que corresponden a 20 de los 32 departamentos del país. Son territorios silenciados que siguen soñando con un futuro libre de balas.