Desde enero se celebran juicios sumarios contra 47 presos políticos encarcelados el año pasado por el régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo. Un solo tuit que no guste al gobierno puede costar hasta ocho años de prisión. Esta historia, contada desde el exilio, muestra cómo la pareja presidencial ha convertido el silencio y la cárcel en las únicas opciones para la mayoría de los nicaragüenses que permanecen en el país.
por
Wilfredo Miranda Aburto
27.02.2022
“No hay publicaciones disponibles”
En estas semanas de febrero en las que se suceden los juicios sumarios contra 47 presos políticos en Nicaragua, Samantha Jirón, la más joven de ellos, 22 años, lleva más de dos meses en el presidio La Esperanza obsesionada con su celular. Sabe que cuando le llegue el turno de ser juzgada, fecha que las autoridades han pospuesto sin motivos, los mensajes publicados desde su teléfono serán usados por la fiscalía: en Nicaragua opinar en contra al gobierno de Daniel Ortega en redes sociales es un delito con una pena de hasta ocho años.
Su madre me cuenta la zozobra de Sam, como todos la conocen, y a mí no me cuesta imaginármela. En septiembre del año pasado recibí varios mensajes urgentes de ella. Le habían advertido de que iba a ser apresada por su vinculación con el equipo de comunicación de Félix Maradiaga y por pedir su libertad en redes sociales. Maradiaga estaba en la cárcel al igual que los otros seis precandidatos presidenciales que se oponían al régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo. Era una cacería sin precedentes basadas en un cóctel de leyes represivas y arbitrarias: la Ley de Agentes Extranjeros, que criminaliza el acceso a financiamiento internacional; la Ley del Pueblo, usada para los supuestos “traidores a la patria”; la Ley de “Soberanía” que castiga “conspiración y menoscabo a la integridad nacional”, y la Ley de Ciberdelitos, contra la “propagación de noticias falsas a través de las tecnologías de la información y la comunicación”.
“¿Qué me recomendas? ¿Me voy para Costa Rica de nuevo? Ahorita me ando moviendo de casas en Masaya y Managua”, me preguntaba la joven.
Sam me consultaba porque la fiscalía me había amenazado con aplicar la Ley de Ciberdelitos. Quería entender el alcance práctico de esta normativa. No pude ahondar en detalles porque, como le dije, mi caso se resume a una amenaza. “Lo único que puedo recomendarte es que salgas del país. En Nicaragua siempre corres el riesgo de caer preso”, le escribí.
Sam y yo nos habíamos conocido a mediados de 2019 en San José, la capital de Costa Rica. Los dos formábamos parte de los más de 130 mil nicaragüenses que se exiliaron a finales de 2018 producto de la persecución que desató la Policía y el Poder Judicial después de las masivas protestas contra el régimen orteguista. De nuestro primer encuentro en la sede de la Fundación Arias para la Paz y el Progreso Humano, donde ella asistía como pasante, recuerdo a una adolescente de sonrisa perenne, ojos vivarachos y un entusiasmo contagioso. Esa tarde yo estaba a cargo de un taller con exiliados sobre cómo “combatir noticias falsas en redes sociales” y Sam participaba con entusiasmo en el foro porque varias de sus publicaciones habían sido usadas por simpatizantes sandinistas para desinformar.
Sam decidió regresar a Nicaragua en 2020. Como otros exiliados, creía que las elecciones generales del año pasado eran una oportunidad para organizarse políticamente e impulsar un cambio en el país. Incluso después de su regreso, siguió publicando en sus redes sociales, que eran la máxima expresión de su activismo. El Gobierno había emprendido una brutal represión con policías y paramilitares, prohibió las marchas y confiscó redacciones en Nicaragua. Facebook y Twitter eran vistos como el último reducto de libertad.
Pero Ciberdelitos, aprobada a finales de octubre de 2020, también los amordazó. En nuestra última conversación, aquella esperanza y el entusiasmo contagioso de Sam se habían convertido en temor.
El pasado 9 de noviembre, sólo dos días después de que Ortega y Murillo se blindaran en el poder en unas elecciones sin oposición, un grupo de oficiales armados vestidos de civil la interceptaron cerca del hotel Holiday Inn, en una de las calles más transitadas de la ciudad. Según los acompañantes de Sam, detuvieron el carro donde estaba y la bajaron a empujones. Ella gritaba y sus ojos vivarachos se aguaron. Trató de entregar su celular a uno de sus amigos porque, instintivamente, sabía que era lo primero que buscarían. No pudo. Días después, el rastro de Sam desapareció en redes sociales. Si uno la busca en Facebook, este responde: “No hay publicaciones disponibles”.
De la oposición a un campesino sin redes sociales
Los juicios a los presos políticos se han convertido en un mensaje a gritos de Ortega y Murillo en una Nicaragua silenciada por ellos. Todos han sido juzgados en la cárcel del Chipote, cuando según el artículo 121 del Código Procesal Penal, las audiencias deben ser en un tribunal. Incluso los abogados defensores son incomunicados mientras una cantidad desproporcionada de policías refuerzan la seguridad de la prisión. Los familiares con los que he hablado, que tienen restringido acceso, coinciden en que los juicios se realizan de forma hermética para evitar filtraciones de fotografías que mostrarían a los acusados molidos por las torturas, con un desgaste físico evidente: durante el encierro muchos han perdido más de 30 kg por la mala alimentación.
El pasado 3 de febrero fueron condenados en estas condiciones la mítica comandante guerrillera Dora María Tellez y el líder universitario Lesther Alemán, conocido por haber desafiado cara a cara a Ortega durante las protestas masivas de 2018 al pedir su salida del poder. Los dos fueron trasladados a la audiencia sin saber que iban a juicio y los sentenciaron solo por compartir tuits y videos de declaraciones en medios de comunicación.
En estas semanas siguen pasando por el banquillo de los acusados las víctimas de la última oleada autoritaria que emprendieron Ortega y Murillo previa a las elecciones, primero contra la oposición política, activistas, líderes de opinión y medios de comunicación, y después contra la población en general. Ciberdelitos ha funcionado como el último eslabón de la cadena de silencio: cualquier dicho se ha convertido en motivo para apresar y en prueba para condenar.
La exfiscal María Oviedo fue acusada en base a unas declaraciones que brindó en el programa Esta Semana del periodista Carlos Fernando Chamorro, declarado prófugo de la justicia por la Fiscalía luego de que se exilió por segunda ocasión en Costa Rica. Oviedo criticó en la entrevista la Ley de Ciberdelitos y exigió la liberación de los presos políticos.
Nidia Barbosa, de 66 años, tuvo tiempo para huir del país después de una primera citación policial por unas publicaciones en Facebook. Pero a su edad, sopesó que exiliarse no era una opción viable. En la víspera de la elección, el seis de noviembre, su casa fue allanada. Los oficiales la detuvieron y estuvo desaparecida veinte días hasta que apareció en un juzgado de Masaya, una de las ciudades núcleo de las protestas de 2018.
Al activista ambiental Amarú Ruiz, el primer acusado por Ciberdelitos, la denuncia por difundir “noticias falsas” le llegó cuando ya estaba exiliado en Costa Rica. “Ellos ordenaron mi detención, pero bien saben que yo estoy fuera de Nicaragua”, me dice Ruíz en San José. “¿Entonces qué es lo que buscan? Pues tratar de deslegitimar la vocería que yo y otros activistas hacemos en foros internacionales, donde exponemos a este gobierno negligente y etnocida. El otro objetivo es meter miedo a las personas que nos colaboran en los territorios recabando información y recogiendo denuncias”.
Así hasta 11 personas fueron detenidas el año pasado por la Ley de Ciberdelitos. Cuatro ya han sido condenadas. En el caso del opositor Douglas Cerros Lanzas su sentencia se basó en unos supuestos mensajes enviados a un grupo de WhatsApp llamado “Alianzas en los Territorios”: “Yo digo ¿Quiénes van a contar los votos?, ellos se las robarán, a esperar sanciones”, dice el mensaje en referencia a las elecciones y sanciones que la comunidad internacional ha impuesto al régimen por el cierre de espacios democráticos y violaciones a derechos humanos.
Otro de los juicios en proceso y con pruebas inconsistentes es el de Santos Camilo Bellorín Lira, un agricultor originario de la comunidad rural de Guasuyuca, en el municipio norteño de Pueblo Nuevo. Bellorín también es acusado por Ciberdelitos aunque según su familia, él nunca ha tenido redes sociales “ni las entiende”.
Bellorín Lira es uno de esos campesinos que conforman el núcleo duro de la oposición histórica al sandinismo, pero su nombre nunca salió en los medios de comunicación hasta el 6 de noviembre, cuando las autoridades lo perfilaron como un agitador digital. Las pruebas que la fiscalía presentó para acusarlo fueron capturas de pantallas de una cuenta en Twitter sin tuits que, según los fiscales, generó “alarma, temor y zozobra entre la población del municipio de Pueblo Nuevo”. Al agricultor también le achacan un supuesto mensaje difundido en Twitter el 30 de octubre: “Elecciones falsas que patrocina el dictador Ortega, con toda su bola de serviles, pero hasta ellos tienen un fin y el principio se llama Ley Renacer (ley estadounidense que implica sanciones para el gobierno)”.
Para Ortega y Murillo un ciberdelito es cualquier delito que ―bajo su criterio― sucede cuando un nicaragüense, con o sin redes sociales, se expresa contra ellos.
El apagón informativo
Como Sam, ojos vivarachos y entusiasmo contagioso, decidí regresar a Nicaragua. Pero las amenazas de la fiscal Heidy Ramírez, su promesa de ocho años de cárcel por “mentiroso” bajo Ciberdelitos, y una campaña orquestada en una publicación afín al gobierno que me señalaba de lavado de dinero, me empujó por segunda vez a Costa Rica en junio de 2021. Más de una treintena de colegas siguieron el mismo camino.
Otros como el cronista deportivo Miguel Mendoza, acusado por diez tuits, o el periodista y excandidato presidencial Miguel Mora, están en la prisión de El Chipote, perfilada por los familiares de los presos como un lugar de deplorables condiciones donde se ejerce una tortura sistemática. Días antes de ser detenido, Mora definió la situación del país como “el apagón informativo”.
Ciberdelitos había instaurado un temor tal que el silencio se convirtió en una condición indispensable para quedarse en el país.
Si debo poner una fecha concreta, los periodistas nos comenzamos a autocensurar en junio del año pasado. Ese mes las autoridades abrieron una causa de supuesto lavado de dinero contra la Fundación Violeta Barrios de Chamorro, una oenegé que por más de 25 años trabajó en la capacitación técnica y digital de periodistas. Más de 60 colegas fueron citados por la fiscalía.
Las redacciones se fracturaron y para contar algo los periodistas dejaron de firmar sus notas. “Dejé de firmar porque empezaron a citar a colegas periodistas, y temí convertirme en un blanco para el régimen. Ser periodista se ha convertido en una profesión de alto riesgo. Si tengo que ocultar mi identidad para seguir informando, lo haré”, dice un colega que aún continúa en Nicaragua en bajo perfil.
Ciberdelitos, que fue aprobada semanas después de que se filtraron estadísticas del Ministerio de Salud que exponían cómo el Gobierno falseaba la cifra de contagios y muertes por la covid-19, no ha dejado cabos sueltos. Antes de ella contar un país sin acceso a la información pública y donde los periodistas somos enemigos declarados del Estado era complicado, pero quedaba el resquicio de las filtraciones hechas por funcionarios descontentos con el autoritarismo. Ahora cualquier filtración de información pública tiene una pena de entre cinco y nueve años. “No creo que detenga las filtraciones, siempre han existido históricamente. Tapar ese hueco es casi imposible. Tampoco creo que el periodismo adverso al Gobierno vaya a retroceder. El silenciamiento de un pueblo es una tarea fallida. Así lo confirma nuestra historia pasada y reciente”, me dijo el especialista en medios de comunicación Guillermo Rothschuh.
Pero la tarea se ha hecho casi imposible. Un viejo dicho argumenta que un periodista vale lo que valen sus fuentes. En Nicaragua los expertos electorales, abogados, defensores de derechos humanos, políticos opositores, dirigentes de sociedad civil, médicos y todos aquellos que brindaban puntos de vista y críticas dejaron de opinar. El caso del politólogo José Antonio Peraza era un espejo temido. Peraza alertó sobre la falta de garantías en las elecciones de noviembre de 2021 en el único programa matutino que queda en televisión abierta. Luego de esto la policía lo capturó.
“Todo el accionar es para infundir terror y apagar la libertad de expresión y a la sociedad en general. Lo que hacen es intimidar para censurar y que las fuentes de información se autocensuren. Esto impacta en el periodismo independiente que ha visto cómo los analistas también están bajando los decibeles”, dice Gonzalo Carrión, miembro del colectivo Nicaragua Nunca +, quien está exiliado en Costa Rica desde 2019. Si estuviera en Nicaragua, él también callaría.
Lo más difícil para mí es dirigir la redacción de Divergentes desde el exilio. Creo que lo digo en nombre de otros colegas que lidian con lo mismo: estar detrás de una computadora y dar orientaciones a los reporteros que siguen en el país con temor a que te digan: “este me manda a la calle porque él está seguro fuera de Nicaragua”. Es algo que no ha sucedido, pero no puedo parar de pensar en ello. Tengo la suerte de tener un núcleo familiar que me apoya, pero es estresante saber que después de que publico, en la puerta de la casa de mis padres se instala una patrulla policial con la sirena prendida por horas.
El desgaste emocional también es otra forma para inducir al silencio, pero tengo la firme creencia de que el periodismo es no claudicar. El periodismo independiente continúa publicando como puede y desde donde se puede, como lo hemos hecho con esta historia.
* Esta historia fue realizada por Wilfredo Miranda Aburtodel medio nicaragüense Divergentespara AQUÍ MANDO YO, proyecto periodístico y académico liderado por Dromomanos en México, El Salvador, Nicaragua, Venezuela, Brasil, Chile y Colombia, para entender los ataques a la democracia y las políticas autoritarias que afectan a la región.