Antes de encontrarnos, me llamó tres veces para asegurarse de mi puntualidad. “Voy a estar vestido de pantalón blanco, que ahora es como amarillo, una chaqueta negra y cachucha verde oscura”, me dijo varias veces para confirmar que yo estuviera atenta a reconocerlo. La cita era a las 3:30 y a las 3:34 me llamó a preguntarme dónde estaba.
Lo reconozco inmediatamente.
Hernando Lara es delgado, su pelo es largo y despeinado, en algún momento fue negro pero ahora esta cubierto de canas. Al quitarse la cachucha, mientras nos sentamos a hablar, se destapa su cara: morena, de facciones fuertes y con ojos grandes y negros. Sus dientes están completos y han adquirido ese color amarillento característico de los que han fumado durante años.
Hernando Lara es una persona nerviosa. No quiere entrar a Juan Valdez porque no se siente cómodo con “esa gente”. Prefiere una tienda de empanadas en donde solo pide agua. Horas antes había estado tomando cerveza y lleva días enfermo del estómago. Habla mucho, habla duro, habla rápido y, aunque nació en Bogotá, su acento niega sus raíces rolas. Tal vez es producto de los viajes que le ha tocado emprender a la fuerza, o de aquellos que ha hecho por voluntad propia. Hernando es un nómada, un hombre del sur y del norte, de la costa caribe y del pacífico, que ahora busca reconstruir su proyecto de vida en la sabana bogotana.
“Ese día marcó todo”, dice Hernando. Y recuerda una orden que cambió su vida para siempre:
– Hernando mañana vienen diez muchachos por favor deles desayuno, almuerzo y comida.
“Si uno tiene un negocio uno le vende al que sea y además, si no le vendía a la guerrilla ellos me podían dar plomo”, recuerda.
“Decían que los paramilitares estaban entrando de civil. Que se hacían pasar por civiles para subirse a los buses como vendedores ambulantes y averiguar quienes hablaban con la guerrilla. Luego llegaban en helicópteros, con los nombres que anotaron, y ‘llamaba lista’ en todas las tiendas. A los que aparecían los mataban y a los otros los obligaban a irse. En La Hormiga, Putumayo (Valle del Guamuez) solo dejaron una niña viva”.
En el año 2001 Hernando por fin había sentado raíces en Mocoa, Putumayo, una de las zonas más afectadas por el conflicto armado en Colombia. Llevaba cinco años viviendo allí y, con la plata que ganaba vendiendo mercancía en los buses, había ahorrado lo suficiente para comprar un lote. Poco a poco construyó su casa y un pequeño restaurante en el que Lila, su mujer, cocinaba.
El nómada
Hernando nació el primer día de abril de 1961, en el hospital San José en la ciudad de Bogotá. La casa donde creció quedaba en el mismo barrio dónde nació Jorge Eliecer Gaitán, que como él lo describe: “es un paisano que al morir partió la historia por completo”. La infancia de Lara estuvo marcada por el maltrato de su madre, a quien se refiere como que tenía “en una mano el pan y en la otra el rejo”. Los problemas económicos lo obligaron a dejar de estudiar y ponerse a trabajar desde los quince años.
El primer trabajo se lo consiguió su tío que trabajaba como obrero. “Aprendí rápido y resulté siendo maestro general de construcción. Llegué a tener 46 obreros a mi mando. La vida da muchas vueltas”, dice sin quitar los ojos de la puerta de la tienda.
En esta etapa de su vida comienza su larga historia con las mujeres. Su primera esposa, a quien prefiere no nombrar, es la madre de tres de sus cinco hijos. “Ella se la pasaba sentada arreglándose las uñas y no me ayudaba con nada. Me engañó su cara de angelito. Me desmoralizó y se acabó ese matrimonio”. Soltero, y por consejo de su madre, intentó otra relación con Consuelo, la mamá de otro de sus hijos. “Esa me salió peor que la anterior. Otra cara de angelito y nada. Ella se me llevó a mi hijo Nicolás y me tocó demandarla por secuestro. Hoy en día, Nicolás vive conmigo”.
Cansado de Bogotá y del trabajo de construcción, y como todavía estaba joven (llegaba a los 30), bajo la iniciativa de un amigo, se montó en una flota. Con solo un “mercaje” de “zapatos, ropa, libros y cultura”, arrancó rumbo a Cali. Su compañera de viaje, esta vez, fue Patricia –La Llanera–, una cantante que “vio algo” en Hernando, sacó sus ahorros y le compró la mercancía para vender.
En Cali, las cosas con Patricia se enfriaron y ella se devolvió a Bogotá. Hernando siguió dos años más en esta ciudad y de ahí pasó a vivir una vida de nómada, porque como él explica, “el trabajo de vendedor lo lleva a uno a estar hoy acá y mañana allá. De vendedor me empecé a dar cuenta de las cosas que estaban pasando en Colombia”. Pausa. Silencio largo. Suspiro. Mirada al cielo. Continúa. “La violencia tenía sus formas, que todavía no me habían pegado de frente. En ese entonces, si me echaban me iba a otro lado. Y sentía que podía ir de aquí para allá. Para eso Colombia es libre, ¿no?”. Pausa. Silencio largo. Suspiro. Continúa. “Ese era el tema: para uno Colombia era libre. Hoy en día ya no”.
Colombia dejó de ser libre para Hernando cuando, vendiendo en las flotas, tuvo que enfrentarse a retenes guerrilleros en los que secuestraban a pasajeros al azar. “Me tenía cansado la venta en los buses de Cali y cogí para Pasto, en donde me enamoré de una peladita. Es que la mujer siempre es parte de uno. Me gustó Pasto”, dice mientras sonríe y asiente con la cabeza. “Yo me llamo Hernando, pero allá me decían Quenopodio porque yo vendía purgantes en los buses”.
—¿Purgantes?
—Sí, a mí siempre me ha gustado el naturismo. De hecho, persiguiéndolo fue que termine en el Putumayo, porque allá están los grandes taitas.
Mientras dice esto me pinta un mapa de Colombia para mostrarme lo cerca que está Pasto del Putumayo. “Yo trabajaba en los buses que iban de Pasto al Putumayo y me iba rebien”. Levanta las manos, agacha la cabeza y me mira a los ojos, como si fuera a contarme un secreto y en un tono más bajo me dice: “Esos buses venían de la bonanza coquera. Siempre había plata”.
Con Lila nos toco salir camuflados en un camión de frutas. Dejamos todo tirado
El Putumayo
Llegó al Putumayo, otra vez buscando libertad y mercancía natural. “Ahí entra una historia que nunca se me olvidará porque el Putumayo me brindó un embrujo. A la misma gente de allá le llaman los portacabezas, porque se matan entre paras y guerrillos. Allá las cosas son como son, nadie se mete con nadie, todos se colaboran, allá el lema es todos en la cama o todos en el suelo. Todos, menos los armados. Allá está un poco la ideología de los países socialistas porque está la guerrilla. Un embrujo”.
— ¿Cómo fue vivir con la guerrilla encima?
— Espere le cuento.
–Un día estaba en Mocoa y un señor me dijo: ¿Usted no me puede vender mil purgantes? Le dije que se los vendía pero que le costaría un millón de pesos. No intentó rebajar el precio, solo me pidió que se los llevara al alto Putumayo. Lo hice. Montado en el bus, rumbo a darle el encargo al tipo, caí en cuenta que era un comandante guerrillero. Ya no había vuelta atrás, de todos modos, yo lo conocía y siempre me había tratado bien. Hoy en día, puedo decir que nunca vi a una guerrilla masacrar campesinos”. Según el Centro de Memorio Histórica, entre los años 1982 y 2003 hubo 21 masacres registradas en el departamento del Putumayo en las que murieron cuatro o más personas. Los paramilitares son responsables de 18, la guerrilla de las FARC de tres.
Cuando Hernando llegó al campamento, el mismo hombre que le había comprado los purgantes le pidió que lo ayudara purgando a los guerrilleros de su frente. Desde entonces, siempre se llevó bien con ese grupo y entendió su lucha. Para Hernando el país estaba como estaba por culpa de la corrupción y la desigualdad promovida por los “grandes duros”.
Hernando se convirtió en blanco de paramilitares.
Alrededor de 1996, Hernando volvió a Pasto y se reencontró con su amiga Lila Valencia, quien se convirtió su compañera y permaneció con él quince años más.
“Le dije: ‘Lila, usted es mi mujer, camine conmigo para Mocoa’. Y allá llegamos”.
Con la plata que hacían en los buses, Hernando y Lila lograron comprar un solar, un lote grande, con dos cuadras de ancho. El lugar estaba lleno de árboles de frutas y un río que lo bañaba. Parecía que finalmente había podido sentar cabeza. Pero la guerra le pasaría factura.
El restaurante
“Nos pusimos a hacer la casa. Yo cogí arena del río e hice los bloques. Acuérdese que le conté que había sido constructor. Solo faltaba el cemento. Cuando menos pensaba teníamos una casa de dos pisos. Fue cuando decidimos montar un restaurante”.
En honor a su identidad cundiboyacense, Hernando decidió poner dos canchas de tejo. Sin darse cuenta, en esas canchas guerrilleros y paramilitares estallaban las únicas mechas que no mataban.
Así, durante cinco años de lucha, de trabajo duro y de ahorro, Hernando y Lila tenían su casa y su negocio. Después de varios trabajos, incontables destinos y una identidad construida a retazos, Hernando Lara había sentado sus raíces. Hernando Lara tenia casa propia. Hernando Lara tenia una compañera con quien compartir su vida y educar a sus hijos. Y así, en cinco minutos, llegó el día “marcó todo”.
Un día llegaron los paramilitares vestidos de civil y preguntaron por un tal Quenopodio dueño de un restaurante.
A Quenopodio le toco perderse.
“Con Lila nos toco salir camuflados en un camión de frutas. Dejamos todo tirado, llegué a tener tres motos y un carro, pero lo único que nos llevamos era lo que teníamos puesto. Me fui para Cali que estaba muy duro por la caída de los grandes carteles. Con Lila pensábamos: ‘salimos de una guerra y vamos a meternos en otra’”.
Hernando se termina la botella de agua. La cierra. Pausa. Suspira. Sentencia:
–Colombia esta divida. Yo por lo menos ya no me siento colombiano, me siento despatriado.