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El cierre de los colegios afecta con más fuerza a los niños venezolanos

Con los colegios cerrados y sin acceso a tecnología e Internet, los más de 400 mil niños venezolanos matriculados en Colombia viven en un limbo que los expone más que a otros. Esta es la historia del pequeño Gabriel y su familia.

por

Ánderson Villalba

Licenciado en español y literatura y estudiante de segundo semestre de la Maestría en Periodismo de la Universidad de los Andes. He public [...]


29.06.2021

Ilustración: Ana Sophia López

––Onetwo, three… ¿sí? 

Gabriel, de seis años, se para junto al sofá y tararea, tímido, su lección de inglés, en una tarde de mayo que empieza a caerse tras el balcón del pequeño apartamento en el que vive con su mamá, su abuela, la pareja de su mamá y su hija en un populoso barrio del occidente de Bucaramanga. Hay un mueble gris, una pequeña mesita de plástico junto al fogón en la que Gabriel deja sus colores y sus cuadernos, una pelota azul que patea de un lado a otro.

–Eso, eso, así vas bien, papi. Así es.

Oriana, su mamá —el cuerpo menudo y moreno, 33 años, pura amabilidad—, lo apoya desde la cocina, mientras pone una olleta sobre el fogón y Gabriel —camiseta y pantaloneta deportivas, tenis de fútbol— aplaude para todos antes de retomar.

–… seveneightnineten… ¡Ves, abuela! Es que tú no sabes cómo es.

Doña Judith, la abuela de Gabriel —el pelo blanco y corto, la piel curtida—, suelta una carcajada y recuerda que ahora, a sus 57 años, le está costando ayudarle en inglés a su nieto: apenas terminó el bachillerato y desempolvar sus lecciones ha sido más difícil de lo que pensó.

Desde hace un año, cuando Gabriel volvió de su colegio con una circular que le pedía quedarse en casa «hasta que la situación mejore», tuvo que dedicarse a ser una especie de maestra sustituta para su nieto, uno de los 439 mil niños venezolanos que se encuentran matriculados en Colombia y que ahora, con el cierre de los colegios por la pandemia del Covid-19, caminan al filo de los riesgos propios de ser migrantes: expuestos a bandas delincuenciales, rezagados en sus formaciones y envueltos en una vida nueva, azarosa e impredecible que no hace sino acentuar su vulnerabilidad. 

***

Oriana suele repetir que tuvo suerte. Que a las dos semanas ya había encontrado trabajo en una venta de comidas. Que pudo engancharse con una familia del barrio con la que trabaja haciendo aseo y en servicios generales. Y que durante la pandemia, con las ofertas laborales mermadas y menos dinero, pudo mantener a su familia vendiendo tintos con su mamá. Los termos rojos, azules y verdes que usaron para el chocolate, el tinto y las aromáticas todavía coronan el mesón de la cocina.

Lo de la suerte puede tener mucho de cierto. Según cifras del Observatorio Venezolano de Migración, un proyecto de la Universidad del Rosario que le hace seguimiento al fenómeno migratorio venezolano en el país, el 42% de los migrantes perdió su empleo durante la pandemia. Nueve de cada diez vieron disminuidos sus ingresos, con las consecuencias del caso para quienes están a cargo de familia o allegados en Venezuela (cerca del 80%). 

“La población migrante y refugiada, como otras poblaciones vulnerables, vio agudizarse su precariedad económica”, dice Mairene Tobón, investigadora del Centro de Estudios en Migración de la Universidad de los Andes que ha trabajado de cerca con decenas de familias que cruzaron la frontera. “Como las fuentes de ingresos provienen principalmente de la economía informal o de actividades económicas no esenciales, que fueron las primeras en recibir medidas para contener la propagación del virus, las familias se quedaron sin sustento”.

Entre el ruido gris de las cifras y las discusiones, tanto académicos como investigadores coinciden en una cosa: son los niños migrantes los que más padecen estas condiciones y los que más expuestos están a los riesgos laterales, desde la mendicidad ajena hasta la violencia sexual. 

El cierre de los colegios no ha hecho sino recrudecer la amenaza.

***

–¿Abuela, ya hicimos restas?

–No, todavía no; estamos haciendo sumas. 

–Mmmmm, ¿todavía? ¿Y ahorita podemos hacer una guía?

–No, ahorita voy a cocinar porque tu mami se siente mal. Mañana hacemos guías.

Gabriel suelta una mueca de decepción y vuelve a acostarse en el piso para continuar coloreando sus pulpos enumerados. Su abuela ordena rápidamente unas hojas y unos cuadernos. En las hojas hay tareas de matemáticas, de ciencias naturales y de ciencias sociales. Dibujos de árboles, osos y mariquitas pintados, colores varios. Desde que Gabriel y sus compañeros iniciaron su formación remota, el ritual con esa pila de hojas ha variado más bien poco. Cada dos semanas su abuela recibe un mensaje vía WhatsApp que le avisa que ya puede ir al colegio, el Instituto San Francisco de Asís, para recoger las guías. Las guías no son sino fotocopias en las que se explica brevemente, con una que otra figura para colorear o una fotografía pixelada, en qué consiste el ciclo de vida de los seres vivos, o cómo hacer sumas y restas con los números del 1 al 30, y en las que al final se les pide a los niños resolver unas actividades con la ayuda de sus padres. 

–Lo que hago es que lo pongo a leer y a hacer tareas, las que nos tocan en la guía, las que van en el cuaderno. —acota doña Judith. 

El sistema de guías es el más común en estos colegios con alta población al borde de la extrema pobreza: contar con un computador para recibir clases virtuales diarias es demasiado lujo. La profesora de Gabriel deja un paquete de guías para cada estudiante en la portería del colegio y asigna un horario de entrega para que los acudientes asistan. Quince días después los acudientes devuelven las guías resueltas, coloreadas, garabateadas de los niños, y esperan las calificaciones por un mensaje. Si surge una duda o el niño tiene alguna dificultad, la profesora las resolverá por WhatsApp o por una llamada. Y así, periodo tras periodo, curso tras curso.

Este tipo de metodologías, en las que se prácticamente se anula la retroalimentación necesaria entre profesor y estudiante, es uno de los principales motivos del rezago escolar que ya padecen los niños y niñas. Sandra García Jaramillo, profesora asociada de la Escuela de Gobierno Alberto Lleras Camargo de la Universidad de los Andes, es una de las académicas que más ha insistido en la urgencia de reabrir las escuelas y los colegios, y cree que “el rezago se va a multiplicar porque los estudiantes ingresaron este año a un nivel que no era el apropiado. Los colegios siguen cerrados y no ha habido dispositivos de diagnóstico del aprendizaje para saber qué tan rezagados están los estudiantes y poder tener actividades adecuadas para nivelarlos”.

Los niños están retrocediendo años valiosos en su formación y el efecto en materia de aprendizaje empezará a notarse pronto. Un reporte que publicó el año pasado el Banco Mundial sobre el impacto de la crisis del Covid-19 en la educación colombiana estimaba que, de seguir cerradas las escuelas hasta diciembre del 2020, los estudiantes perderían un 75% de los aprendizajes acumulados en un año. Es junio: las escuelas y los colegios siguen cerradas.

La ministra de Educación estimaba que hay más de 243.000 estudiantes menos en el sistema. Para la profesora García, la cifra real podría doblar ese número.

Al colegio de Gabriel, que recibe varios niños de estratos bajos, además de migrantes y niños de hogares de paso —niños en proceso de pérdida de potestad, niños de casas de acogida para familias en extrema pobreza, niños rescatados de las calles—, han dejado de asistir varios estudiantes. Unos prefirieron trabajar en alguna zapatería del sector, otros buscaron suerte como moto taxistas o ayudando a sus papás en las ventas ambulantes. La deserción también aumentó exponencialmente, como lo recordó la misma ministra de Educación en una entrevista para El Espectador, que estimaba más de 243.000 estudiantes menos en el sistema. Para la profesora García, las cifras reales podrían doblar ese número. “Los estudiantes han dejado de estar conectados con la escuela. Si bien su nombre y su número de identidad están en un sistema, y aparecen matriculados y sus padres reclaman el Plan de Alimentación Escolar (PAE), eso no quiere decir que estén asistiendo de manera efectiva a la escuela”, precisa la académica. 

***

La primera vez que lo volvió a ver luego de más un año de distancia, Oriana pensó que Gabriel la había olvidado y se puso a llorar. Había tenido que abandonar Cantaura, su pueblo natal, en el estado Anzoátegui, y dejar a Gabriel a cargo de su mamá mientras buscaba suerte en Colombia y reunía lo suficiente para enviar por ellos.

–Yo lo llamaba y lo miraba y lo ponía frente a mí, y parecía que no me reconocía. Papi, papi, le decía, yo soy tu mamá, yo soy tu mamá. Y entonces él también se puso a llorar–, recuerda Oriana, y acaricia a Gabriel, que ha vuelto de su juego con la pelota para intervenir en la conversación.

–Abuela, ¿te acuerdas que en Venezuela yo era terrible escapándome?

Se ríe, Gabriel, y su abuela recuerda los días en su país en los que repartía las horas como camarera en el hospital del pueblo, cuidando a su nieto y comunicándose como podía con sus otros hijos y nietos que migraron a Brasil. Cuando Oriana pudo completar los 60 dólares que le costaba mandar por ellos a través de una agencia de turismo, doña Judith empacó en dos maletas su ropa y la de Gabriel y se montó en el bus que la llevaría hasta Bucaramanga. Los esperaba un trayecto de 23 horas en el que Gabriel lloró, se incomodó, se durmió, preguntó para dónde iban, a quién verían, cuánto faltaba y dónde los esperaría su mamá. Gabriel estudiaba en un colegio privado y accesible que Oriana le pagaba desde Colombia, tenía un grupo de amigos de los que no ha vuelto a saber desde entonces. 

–Ya ahora tiene nuevos amigos. A veces baja y comparte con el niño del 8 un rato. Cuando lo llevamos un rato al parque tiene muchos amiguitos y los grandes lo quieren mucho. —dice doña Judith—.

Las precarias condiciones de vida de buena parte de la diáspora terminan siendo definitivas en el desarrollo de los niños. “El hecho de ser niños, migrantes y encontrarse en entornos económicamente deprimidos hace que las presiones para los niños sean mayores”, señala Mairene Tobón. 

Es entonces cuando las amenazas se agudizan. Con las escuelas y los colegios cerrados, miles de niños venezolanos han tenido que quedarse solos en sus casas mientras sus padres consiguen lo del día. A merced de la calle, el riesgo de que caigan en bandas de microtráfico, engruesen los grupos armados ilegales o sean explotados laboralmente es cada vez mayor. Un informe del año pasado sobre el estado de la niñez migrante venezolana en Colombia de Sesame Workshop, una organización global que ofrece programas de impacto social dirigidos a niñas y niños vulnerables, resumía que “los niños se ven gravemente afectados de maneras singulares con la situación de la migración, los traumas asociados y factores de estrés. Esto impacta sus personalidades, sus capacidades, su desarrollo cognitivo y sus habilidades de adaptación”.

***

Tanto Oriana como su mamá coinciden en una cosa: apenas se pueda, serán las primeras en autorizar que Gabriel pueda volver al colegio. Oriana ha notado que a Gabriel le hace falta y cree que su mamá podría descansar más.      

–Yo digo que es mejor que vuelva ya —dice doña Judith—. Ahora lo ayudo mucho, sí, pero él antes venía con la tarea explicada y yo tenía menos responsabilidad. 

A principios de marzo firmó las autorizaciones y los documentos para que Gabriel pudiera entrar en los pilotos de semipresencialidad, pero la tercera ola del coronavirus y las contingencias del Paro Nacional frenaron la iniciativa.

El retorno a las aulas de los niños migrantes venezolanos amerita atenciones especiales y diagnósticos más amplios, cree la investigadora Tobón. “Hay que comprender el contexto de movilidad que se encuentran atravesando, entender las historias de vida que han condicionado su desarrollo escolar, y saber que en la edad en la que se encuentran hay procesos que ellos no están comprendiendo”, agrega. La apertura de las escuelas y colegios, en todo caso, no da espera, como lo recalca la profesora García Jaramillo: “Son los niños los que están perdiendo: los que no están en las calles, los que son invisibles, los que no tienen voz, los que no votan, los que no protestan, pero también son los más afectados en este momento”. 

“Son los niños los que están perdiendo: los que son invisibles, los que no votan, los que no protestan, pero los más afectados en este momento”

Gabriel termina de ordenar sus cosas en su mesa de estudio. Son poco más de las seis de la tarde. Doña Yudith lo observa desde la cocina y le recuerda que mañana hay que seguir con lo de inglés, que tanto les ha dado guerra. 

–Abuela, ¿y dónde pongo las guías?–

–Allá, papi, que esas las tenemos que terminar mañana.

[N. de la E.] Este reportaje fue realizado para el módulo de reportaje de la asignatura Noticia y Reportaje de la Maestría en Periodismo del Centro de Estudios en Periodismo, CEPER, de la Universidad de los Andes

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Ánderson Villalba

Licenciado en español y literatura y estudiante de segundo semestre de la Maestría en Periodismo de la Universidad de los Andes. He publicado crónicas, notas y entrevistas en El Espectador, Vanguardia y La Silla Vacía, donde también fui columnista de La Silla Llena. También soy editor freelance. Bumangués.


Ánderson Villalba

Licenciado en español y literatura y estudiante de segundo semestre de la Maestría en Periodismo de la Universidad de los Andes. He publicado crónicas, notas y entrevistas en El Espectador, Vanguardia y La Silla Vacía, donde también fui columnista de La Silla Llena. También soy editor freelance. Bumangués.


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