Una bala –o una mina antipersonal– no fractura un hueso: lo destruye. Lo explota en cientos de partes diminutas que en una radiografía parecen piezas de un rompecabezas.
Armar ese rompecabezas es un difícil procedimiento conocido como transporte óseo y fijación externa. Un procedimiento con el que, muchas veces, se evita la pérdida de un miembro del cuerpo o con el que se recupera la movilidad de una extremidad. Consiste en “sacar hueso de hueso”, recuperar el tejido óseo perdido a causa de una fractura. En la cirugía se corta una parte del hueso sano que está arriba o debajo de la fisura, acomodarla en el lugar del trauma y fijarla con tornillos anclados a un aparato circular de hierro que recubre externamente la extremidad del paciente. Ese fijador que queda visible y que por aproximadamente seis meses es un miembro más del cuerpo, es el que sostiene y dirige el crecimiento de la parte transportada que se alarga gracias a un callo que se forma por procesos biológicos y que recupera el hueso perdido. El rompecabezas, luego de los tornillos y las cirugías, queda por fin terminado.
Después de casi 20 años como ortopedista del Hospital Militar Central, una institución creada para ser el más grande Centro Asistencial en Latinoamérica para la atención de miembros de las Fuerzas Militares, Óscar Calderón ya perdió la cuenta de cuántos transportes óseos ha realizado, de cuantas extremidades ha salvado, de cuántas víctimas del conflicto armado colombiano ha atendido. Se le ha olvidado no sólo porque la cifra es grande y el procedimiento común —tanto en heridos de guerra como en pacientes con traumas por accidentes domésticos, laborales o de tránsito—, sino porque no sólo se dedica a esto. Calderón, además, es el único cirujano ortopedista pediatra del Hospital Militar.
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A finales de abril, un jueves —aunque no es el día de la semana que normalmente opera— tenía tres cirugías programadas. El primero, un niño de nueve años. Su brazo izquierdo no era una línea recta, era un hueso sobre otro: un rompecabezas. Óscar Calderón entró a la sala, sujetó la muñeca con su mano izquierda y el antebrazo con la derecha, todo con precisión, como un golfista agarra su palo de golf. Hizo un movimiento sutil pero exacto para formar una V entre el dorso de la mano y el brazo. Luego lo devolvió a la posición original y como por arte de magia la fractura ya no era visible. Reducción. Así llaman este procedimiento que para los médicos es una cirugía, pero que no necesitó el bisturí, los tornillos ni los puntos que inicialmente se habían previsto. En cuestión de minutos había terminado. “¡Listo! Tómenle una radiografía, un yeso y para la casa”.
Esa es la ‘Precisión Calderón’, como cuenta su hermana que alguna vez le dijo un niño enyesado en cita de control.
Cuando Óscar entra cirugía con un menor, recuerda la cara de los padres que minutos antes le han dicho que en sus manos está lo más preciado que tienen. Y eso se lo toma enserio, “cuando se trata de niños, yo mismo me encargo”. Pero ser ortopedista pediatra se ha convertido en una de las grandes paradojas de su vida. Ruth Leal, su esposa, insiste en que su especialidad lo ha hecho ser sustancialmente cuidadoso con Catalina, su hija de 11 años. “Óscar no la deja hacer nada en un parque”, dice Ruth y Catalina, con tono de consternación, añade : “no me da permiso de montarme a un pasamanos un poquito más alto que yo”. Un hombre que a diario tiene en sus manos las piernas, los brazos y la vida de sus pacientes, le teme a cosas pequeñas. Y no lo niega. “No deberían existir”, dice después de explicar cómo caen los niños y se fracturan el codo por hacer uso de estos juegos infantiles.
Este bogotano de 58 años, no más de 1,80 de alto, pelo negro, con gafas y que estudió economía los ocho semestres que tardó en ser aceptado en una facultad de medicina, atiende desde 1997 heridos que ingresan al Hospital Militar. Por sus manos han pasado cientos de civiles y militares heridos en combate, víctimas de un conflicto armado interno de más de 50 años. Es el cirujano ortopedista de quienes han sido heridos en fuego cruzado o han pisado una mina antipersonal. Eso, lo hace parte del selecto grupo de especialistas que revolucionó la ortopedia en Colombia y adaptó una ciencia al contexto y necesidades de un país, que para abril de 2016 tiene casi ocho millones de víctimas registradas en el Registro Único de Víctimas, de las que 10.897 han sido afectadas por un artefacto explosivo.
La experiencia médica ha dejado en él una visión particular del proceso de negociación que comenzó en 2012 entre el gobierno de Juan Manuel Santos y la guerrilla de las Farc. “Yo quiero que mi hija viva en un país en paz, pero no estoy dispuesto a ser gobernado por bandidos”, dice con tono contundente. No le gusta la idea de que la guerrilla entre a la política y otros asuntos lo indignan: “¿Cómo va a ser posible que esté en La Habana “El Paisa”?”, pregunta. En abril de 2016 llegó a la mesa de los diálogos Hernán Darío Velásquez, alias “El Paisa”, comandante de este grupo insurgente acusado de ser autor intelectual de atentados como el del 7 de febrero de 2003 en el Club el Nogal de Bogotá; hecho que acabó con la vida de 36 personas y dejó heridas a más de 200. Esa noche, Óscar estaba de turno en el Hospital. Tiene en su mente la imagen de una señora a la que recibió en la ambulancia, “le cogí la cabeza, pero mi mano entró directo al cráneo, era un hueco, estaba muerta”.
Óscar es el menor de cuatro hijos. Para sus hermanas era el muñeco de la casa, aunque la mayor, Magnolia, recuerda que quedaban descrestadas cuando de pequeño hacía maravillas manuales. “Creaba figuras diminutas en plastilina. Formaba salas de cirugía con camilla, lámparas, cirujanos y hasta heridas abiertas, todo en tablitas de 10 por 10 centímetros”. Y esta obsesión por el detalle lo sigue caracterizando. Antes de cada operación, sus residentes tienen la obligación de pegar en la pared el dibujo exacto del paso a paso de la intervención, con anotaciones de riesgos, con los materiales necesarios, con el punto justo del corte. Así aprendió y así enseña, con precisión.
Por las manos de Óscar han pasado cientos de civiles y militares heridos en combate, víctimas de un conflicto armado interno de más de 50 años
Cuando entra a una sala de cirugía saluda, hace algún chiste y revisa los equipos, el personal y al paciente. Después se cerciora de conectar su parlante Bose y poner una lista de reproducción que comienza con Juan Luis Guerra y pasa por Dragón y Caballero. En manos de sus residentes deja lo que considera necesario, pero nunca pierde de vista a quien está en la camilla. “Independientemente de quien haga el procedimiento, el que responde soy yo”, dice con sus ojos calvados en la varilla que la doctora Cabrera —su pupila y residente de último año—atraviesa desde la rodilla hasta el tobillo de un Coronel del Ejército con la tibia izquierda partida en dos.
Cuando Óscar comenzó a trabajar en el Hospital Militar, había pasado cuatro años en la Armada Nacional como médico general. Su decisión de dejar el mar, una de sus grandes pasiones, la tomó porque no soportaba la idea de no ser ortopedista. Si se quería quedar en esa fuerza militar la opción era dedicarse a la patología, pero “estudiar laminillas todo el día” definitivamente no estaba dentro de sus planes. Por eso en 1997 entró a la institución para hacer parte del equipo de especialistas que desde 1991 trabajaron con una técnica novedosa que cambió las formas de intervención ortopédica en el país. Una técnica que en la década de los setenta creó un ruso para alargar las extremidades de personas con enanismo y que, tardíamente, llegó a Colombia para salvar y recuperar las piernas y los brazos de los heridos en combate.
Hasta el 2008 el equipo del Hospital Militar, pionero en esta técnica en Colombia, registró más de 500 transportes óseos, varios de estos hechos a víctimas del conflicto armado. Durante el 2014, según Óscar, ingresaron al Hospital cerca de 440 heridos por armas de guerra, de los que el 80% habían sido víctimas de minas antipersonales. Un panorama devastador que, como él dice, está lejos de terminar. “Pasamos por épocas difíciles, de dos pacientes diarios heridos por mina” y aunque hoy el contexto y las cifras han cambiado, los casos aún son frecuentes, llega un paciente víctima de estos artefactos cada tres o cuatro días.
Víctor Pino, un coronel retirado del ejército, es uno de los que ha vivido en carne propia las secuelas del conflicto y los beneficios de esta técnica ortopédica. Quedó herido en un enfrentamiento con la guerrilla en 2004. Una bala de un AK 47 entró por su rodilla y le destrozó el platillo tibial. Estuvo un mes y medio hospitalizado y soportó veinte cirugías. Con el transporte óseo fue posible reconstruir sus huesos y los fijadores externos que tuvo durante seis meses le ayudaron a recuperar la movilidad. El coronel Pino habla con aprecio del doctor Calderón. Más que su médico es su amigo; después de 12 años el seguimiento al caso continúa. “Hoy puedo caminar, puedo doblar mi pierna 83 grados y logré llegar a coronel, todo gracias a Óscar”. En este caso, los riesgos de infección, de esclerosis temprana y de pérdida de movilidad eran muy altos, pero hoy “tiene una vida normal en lo medida de lo posible”, dice Óscar, quien guarda en su computador las fotos del coronel desde el día que llegó al Hospital y los videos que le hizo hace un par de meses caminando y moviendo su pierna casi a la perfección.
“Es increíble la suerte que tiene un soldado, un niño y cualquier persona de caer en las manos de Óscar, porque él no es conformista”, dice Ruth, con quien lleva 28 años casado. Sus alumnos se enorgullecen porque les enseñó a coger un bisturí y para sus colegas es un privilegio trabajar con él; incluso, en ratos libres, cuando se puede, no dudan en pedirle consejos.
—Le voy a mostrar para que me diga si voy bien—, le dice un médico pasándole el celular con la foto de la radiografía de un brazo con intervenciones en la muñeca.
—Se ve elegante doctor—, es la primera reacción de Óscar y después de hacer un zoom y mirar la imagen detenidamente agrega, —tiene que agarrarle por acá porque sino en 15 días eso se le afloja.
La admiración y el reconocimiento hacia él se nota en los pasillos del Hospital. Son pocos los que no lo conocen, los que no lo saludan. Eso se debe en parte a que, como dice una de sus residentes, tiene experiencia en cosas que muchos creen imposibles, como evitar una amputación y recuperar la funcionalidad de miembros que algunos consideraban perdidos.
Aunque en su labor como ortopedista pereciera que no tuviera tiempo para nada más sino para atender pacientes en dos consultorios diferentes, hacer revisión de casos en el Hospital (algunos días desde las seis de la mañana) y operar hasta siete pacientes en un día, Óscar deja un tiempo para sus hobbies y para su familia. Cuando no está en sala de cirugía aplica su precisión en la fotografía, el golf y la carpintería. De hecho su casa de espacios amplios, un poco oscuros y en la que su hija tiene un perro, un conejo y peces, fue remodelada por él. Habla como un niño de sus clases de taracea —una técnica artesanal para el trabajo en madera— con las que aprendió a diseñar, lijar y tallar las puertas y los muebles de ese espacio que se esconde detrás de un portón blanco cualquiera en el Barrio la Esmerada de Bogotá. Y ese pasatiempo lo deslumbra tanto que mientras describe en detalle uno de sus nuevos proyectos de carpintería —unas sillas Adirondack— compara ese oficio con su profesión. “Finalmente lo que yo hago con mis pacientes es carpintería del cuerpo”, y eso es precisamente lo que lo emociona de su trabajo: poder mantener sus manos ocupadas, tenerlas en acción.
Óscar siempre quiso pasar su vida en una sala de cirugía. “Estar todo el día en una oficina o en un consultorio me parece jartísimo. Operar es delicioso, es lo que me ‘soya’”, dice entusiasmado tras recordar sus meses como operador de la Empresa de Teléfonos de Bogotá antes de estudiar medicina. Ser médico es su estilo de vida y lleva su profesión hasta en su carro, un Volkswagen rojo modelo 96 lleno de radiografías, libros y manuales de ortopedia.
Pero además de los huesos y la madera, como dice su colega Carlos Satizábal, “los niños lo trasnochan y especialmente su hija”.
De hecho, un pequeño de 4 años protagoniza uno de los casos más dolorosos para él como médico. En un hospital del municipio de Fusa —donde durante un año trabajó los fines de semana— recibió un domingo un menor con osteomielitis (una infección en un hueso), pero sin mayores complicaciones. Por problemas administrativos debían remitirlo a Bogotá. El lunes a primera hora cuando Óscar regresaba a la ciudad, del Hospital Militar le comunicaron que la infección se había generalizado y que la pierna del niño debían amputarla. “Entré a cirugía, y para ese momento la otra pierna ya estaba también para cortar. Pero le dio un paro y no salió”, recuerda.
Ese mismo día tomó la decisión de no volver a Fusa. “Si lo hubiera operado allá, seguramente se habría muerto, pero los papás estarían más tranquilos porque no se perdió tiempo”, dice con un sentimiento incómodo. Este caso lo hizo pensar en cambiar la forma en que estaba invirtiendo su tiempo. “Para qué me mato todos los días sino es para poder estar con mi familia. El tiempo no se puede echar para atrás y uno tiene que priorizar”, enfatiza después de explicar que se iba los fines de semana a operar sin descanso, para volver los lunes a jornadas de 12 horas de consultas en el Hospital.
Los niños que atiende, lo hacen pensar en su hija. Piensa desde los riesgos a los que está expuesta hasta el tiempo que pasan juntos. Cuando habla de Catalina, no puede evitar sonreír y contar una tras otra las anécdotas que tienen de viajes, de animales, de proyectos futuros. Para ella, él es un héroe. “No me lo ha dicho, pero por él me he dado cuenta de que uno puede hacer lo que se propone”, dice tímidamente ante la pregunta de qué ha aprendido de su padre.