La falta de conectividad y acceso oportuno a la tecnología en zonas rurales hace que la educación sea un privilegio y no un derecho. Así es estudiar —o intentarlo— en el campo colombiano.
por
Laura Ramos
Literata y estudiante de maestría de periodismo del Ceper de la Universidad de los Andes. Es asistente graduada de investigación y hace pa [...]
06.07.2021
Ilustración: Ana Sophia López
Sofía, de 7 años, vive en la parte alta de las montañas del municipio de Fúquene, en el páramo el Soche, cerca de los 3 mil metros de altitud. El clima dominante es un frío penetrante y mucha humedad. Antes de la pandemia asistía al Instituto de Educación Departamental, el colegio público del municipio que atendía a niños de la vereda Nemoga. Su mamá, Sandra Machete, la llevaba todas las mañanas en moto, por una carretera destapada. Sofía salía de casa abrigada con una chaqueta gruesa y botas de caucho. En los hombros, su maleta escolar en la que no puede faltar medias de cambio y los zapatos lustrosos del uniforme. El colegio está a unos 30 minutos, pero si llueve — muy frecuente—, con los charcos y el barro, puede ser el doble.
— ¿Te gusta el colegio en casa ? – le pregunto a Sofía por videollamada,
— Hmmm… pues ahora debo ir a la casa de mi tíos o mis abuelos, me arreglo temprano y salgo para allá— me cuenta Sofía
— ¿Dónde viven ellos?
— A una hora de mi casa… cuando llueve no puedo pasar—, termina por decir Sofía.
— ¿En tu casa tienes internet? — le digo.
— No señora, allá arriba solo llega el agua — dice la mamá, que interviene en la conversación con la niña.
Yuliana Cristancho – 8 años, misma vereda– comenzó su educación virtual hace más de un año con un celular viejo que se dañó al poco tiempo. Sus papás consiguieron un computador, pero a este no le funcionaba el micrófono ni la cámara. Asistía a clases sin ser vista, ni oída, solo se comunicaba a través del chat. Casi invisible para sus profesores y compañeros, empezó a perder el interés por las clases e incluso llegó a pensar en dejar la escuela.
— ¿Te gusta el colegio en casa?— le pregunto.
— Ahora entiendo mejor las clases, mi mamita sacó un celular con plan y ahora puedo oír y ver a la profe.
— Lo estamos pagando desde el año pasado— dice Milena, mamá de Yuliana, que se encuentra también en la videollamada.
— ¿Ese celular es para usted? — le pregunto a Milena
— Es para todos, para Yuli y sus otros dos hermanos que están en bachillerato. Cuando se cruzan las clases, le doy prioridad a Yuli, porque los otros dos pueden recoger las guías en el colegio, ellos son más grandes, en cambio Yuli no —me cuenta Milena, una mujer joven y amable.
El colegio de Sofía y Yuliana tiene 41 niños y dos maestros, pero ya no se ven. Cuando todos los niños y niñas iban al colegio, en uno de los salones estaba Sandra Chacón, con 22 niños, entre preescolar, primero, segundo y tercero de primaria. En el otro, Nixon García, con 19 niños de cuarto y quinto. El colegio cuenta además con un salón amplio que se usa para eventos o programas comunitarios, un comedor escolar, un bunker donde se guardan equipos, un polideportivo y un jardín infantil. Todo ello ha caído en una especie de abandono incierto desde que el gobierno ordenó cerrar todos los colegios públicos del país. Nixón me cuenta que el colegio tiene una biblioteca pero no se usa, sirve más para guardar checheres y otras cosas en desuso.
Desde marzo del 2020, ni Yuliana ni Sofía asisten a la sede. Ambas son compañeras de tercer grado, pero llevan más de un año sin verse ni jugar. Vivir la educación a distancia, contrario de ser una solución para la escolarización en tiempos de pandemia o un alivio en sus desplazamientos, ha supuesto un estrés para ellas y sus familias. Ambas familias han tenido que sumar gastos comprando equipos que no contemplaban y que tampoco han resuelto mayor cosa; al contrario ha sido un problema nuevo. Sus familias me cuentan que con mucho esfuerzo procuran que las niñas continúen la educación, las asisten y tratan de motivarlas a seguir aprendiendo, sorteando los obstáculos.
“La gente del campo no quiere nada regalado, La pandemia sólo mostró algo que ya estaba"
Las aulas solitarias
Ahora que los niños aprenden desde casa, o al menos eso se dice, la sede del colegio es un edificio inhóspito, sin las risas y la presencia de los niños. “A veces me dan ganas de pasar y barrer, quitar telarañas, pero las mamitas son juiciosas y arreglan el jardín, podan las maticas, cuidan por encimita,” dice Sandra cuando le menciono que es una pena no usar estos espacios.
La vida no ha cambiado solo para los estudiantes, sino para todos. Los maestros, como los médicos, han sido también parte de la “primera línea” que ha respondido a la emergencia sanitaria. La responsabilidad actualmente de la educación pesa en porciones iguales para el docente y para las familias, cuando antes era una responsabilidad casi que única para las instituciones.
El colegio en casa es una realidad compleja para los maestros, quienes desde los cierres físicos intentan adaptarse a las circunstancias sociales y económicas de cada estudiante. Cada niño o niña vive una realidad única.
Sandra sabe que lo más importante en esta nueva modalidad es involucrar a los papás, así que su primer reto fue trabajar con ellos, convertirlos hasta donde fuera posible en nuevos educadores. Me cuenta que al comienzo de la pandemia se conectaban dos estudiantes, pero ella insistía, los llamaba. Entendió que exigir no era una opción porque las familias no tenían los recursos necesarios para conectarse. Incluso, alguna vez se ofreció a pagar una recarga de datos a uno de sus estudiantes, cuando se enteró que sus papás habían quedado desempleados.
Durante la pandemia, ella se acomoda al tiempo y la posibilidad de cada familia. Un jueves de abril, a las 9 de la mañana, ella me invita, me conecto y participo de su primera clase: preescolar
— Niños, hoy vamos a aprender el uno — comienza anunciando lo que será su clase — Mamitas, hagan tres puntitos en el cuaderno, para que ellos se guíen y hagan el uno, Este ejercicio toca repetirlo muchas veces, en todas las partes de la casa— dice Sandra a las mamás. Es cierto: durante la clase no hay papás presentes.
— Si supieran, mi hija está igual que ustedes. ¡Ay bendita! no ha podido escribir el uno— La profesora tiene dibujos de animales con forma de paletas hechas con cartón y palitos de madera: un burro, una vaca, una jirafa. Los muestra y pregunta — ¿Cuántas vacas ven aquí? — “¡Uno maestra!”, gritan los niños.
En el fondo de sus cámaras no se ven paredes, sino la inmensidad del campo. Alcanzo a ver una pequeña cocina de leña y techo de zinc, una abuela está sentada afuera de la cocina y la mamá se divide entre la cocina y las clases de su hijo, quien se sienta de espaldas a la cocina, en un lugar parecido a un garaje. Me acuerdo del rector, Fernando Pineda, quien me dijo: “la gente del campo no quiere nada regalado, aquí la gente es honrada, trabajadora. La pandemia sólo mostró algo que ya estaba, la falta de infraestructura y elementos para asegurar una educación de calidad”.
La clase continúa y Sandra explica a las mamás cómo ayudar a sus hijos en casa para reforzar los temas. Su trabajo es exigente. Pero ella no pierde la sonrisa, conforme avanza el tiempo ella saca a Lulú, un títere chistoso, quien la asiste cuando advierte que los niños se distraen, desaparecen, no responden… la atención se dispersa.
Sandra es Licenciada en educación física, especialista en ecología y magíster en didáctica de la matemática. No solo se ocupa de sus alumnos. Está casada y tiene tres hijos pequeños. Esto último implica retos adicionales. Por ejemplo, como no todos sus alumnos se pueden conectar al tiempo, ella da clases a veces hasta las 8 de la noche. El año pasado se enfermó, el rector le aconsejó tener horarios y respetarlos, pero ella dice que no puede. Sabe cómo son las condiciones al otro lado y no es capaz de negarle una ayuda a un estudiante que solo se puede conectar a destiempo.
—Profe ¿le gustaría volver al colegio?—le pregunto.
— Sí, extraño la presencialidad, tener horarios fijos de trabajo y luego tener espacio para mi vida personal—me cuenta después de confesar que se siente cansada.
Al final de nuestra charla, Sandra agradece por su grupo y sus mamás, dice que de todos los grupos, el suyo es el más constante y me comenta que para su colega Nixon, que se encarga de los mayores, es más difícil la virtualidad.
Nixon tiene 19 niños y solo 10 logran conectarse. Además, en su grupo hay cuatro niños indígenas Wiwa, de la Sierra Nevada de Santa Marta. Según el profe provienen de una familia numerosa. Dice que ya era difícil trabajar con ellos antes de la pandemia, en presencial, y que ahora, en la virtualidad, ha sido imposible.
— ¿Cómo son ellos? — le pregunto
—Ellos son lo contrario a sedentarios, viajan de un lugar a otro, yo los llamo y les escribo, pero reciben mi mensaje al día siguiente o a los dos días y me dicen: profe no teníamos luz, así que fuimos a cargar el celular a otro lado— me responde Nixon.
— ¿Cómo llegaron a Fúquene?
— Nadie lo sabe, ellos hablan poco, son reservados y el idioma es un tema complejo— responde.
—¿Puedo hablar con ellos?
—Ya no viven en Fúquene, les pidieron la tierra que tenían en arriendo y se fueron a vivir a la Calera y allá, ni luz tienen — responde Nixon.
Los cuatro niños se llaman Eliseo, Ezequias, Lady Beatriz y Sara. Ellos siguen apareciendo como matriculados en el colegio aunque no vivan en Fúquene. Sin embargo, Nixon se desplaza desde Ubaté hasta la casa en la que vivían y allí les deja la guía de trabajo a una vecina y luego, días después, pasa de nuevo y recoge los trabajos. Hace esto una vez por semana, además de las clases virtuales. Su horario es fluctuante, como el de la profe Sandra, porque la mayoría de sus estudiantes deben trabajar mientras no están en clase, algunos recogen tomates o cebollas y solo en la noche están libres para estudiar. El estudiante más grande de su clase tiene 12 años.
Desconectados, no sólo de la red
“Algo pasa entre quinto y sexto, porque los niños en bachillerato se desmotivan para ir al colegio”, afirma Lennin, profesor de la Sede Central del IED, la que ofrece clases en la cabecera municipal de Fúquene. Lennin es físico de profesión, papá y asmático. Por esta condición asegura que durante la pandemia ha preferido no salir de casa y evitar los encuentros con sus estudiantes. Todas sus clases son virtuales, porque, como dice él, la vida está primero que todo. Le pregunto cómo ha sido su experiencia con las clases virtuales. Él responde con sinceridad que las cosas no siempre son buenas, que sus estudiantes no son ángeles del cielo y a veces fallan. Conocé muy bien las condiciones de cada familia, sabe que muchas tienen dificultades para conectarse pero asegura que hay otras limitaciones menos visibles.
—Explíqueme eso —le digo —¿sus estudiantes no asisten a las clases virtuales, por qué tienen dificultades con Internet o por qué prefieren no asistir?
— Aquí hay un problema de conectividad, sí, pero también hay una ausencia en los proyectos de vida— responde.
La falta de conectividad en zonas rurales es un indicador que demuestra lo más obvio: la falta de inversión social, no solo en infraestructura sino en otros aspectos. Según un informe de las Universidad de los Andes la precariedad de muchas familias para sostener la educación de sus hijos y el trabajo infantil como respuesta a la fragilidad económica en el hogar, son algunos puntos que impiden la escolarización continua y exitosa en grados superiores. Para Oscar Sánchez, director del Programa Nacional de Educación para la Paz (EDUCAPAZ) la pregunta no debería enfocarse en ¿Qué quieren hacer estos niños después del colegio? Sino ¿Qué pueden hacer? Si sus posibilidades no se alinean con sus proyectos de vida, solo queda la frustración.
La educación tiene ausencias de forma y de inversión para garantizar una oferta pese a las brechas existentes en el acceso y la calidad. Sánchez dice que entre los jóvenes entre los 14 y 15 años, el 40% de los estudiantes no le ven sentido a lo que estudian. Una encuesta nacional de deserción escolar comprueba lo que Sanchéz dice, al menos en el 2010. Una gráfica señala que para el 58 % de niños y niñas encuestados entre los 7 y los 14, la causa de su deserción es una educación contraria a sus intereses educativos. Un documento de la Escuela de Gobierno de la Universidad de los Andes confirma las causas de deserción y agrega otro dato: en las mujeres entre 14 y 18 años, la deserción se relaciona también con la necesidad de ayudar en el hogar y en una proporción importante, también con un embarazo.
"El gobierno no conoce a su gente. Aquí el 90% de niños que atendemos viven fuera de la cabecera municipal"
Es por esta razón que Sanchéz cuenta que la educación está más allá de las posibilidades de algunos estudiantes, luego, las necesidades para poder estudiar no son resueltas y la frustración se convierte en deserción. “La educación en básica primaria se ha fortalecido en estos dos últimos años”, me dice Sánchez. “Un niño en básica primaria rural le cuesta al Estado lo mismo que uno de básica primaria urbana. Mientras uno de secundaria cuesta la mitad que un estudiante de primaria, eso indica que la secundaria no solo es precaria sino escasa”.
— Aquí hay buen material, talento — dice Lennin—. Mire, por ejemplo, está el niño Daniel Felipe, primer puesto en el Concurso Nacional de Cuento. Está la alumna Guadalupe, ella tiene condiciones sociales muy básicas pero es la mejor estudiante de bachillerato ¡La mejor!
— Y ¿cómo le va a ella con la virtualidad ?— le pregunto.
—Está en once, pero no se conecta a ninguna clase. Es la mejor sinceramente.
— Entonces, ¿el problema es la conectividad?—le pregunto, pensando si Guadalupe, se le habrá ahora refundido al sistema educativo y si sus méritos como estudiante se echarán a perder.
— Pobreza, machismo, falta de interés de los padres en el estudio de sus hijos, motivación en los estudiantes. Pero sí, nuestra realidad inmediata es la falta de conectividad, nadie estaba preparado para lo que ocurrió — remata Lenin.
Hace algunos meses el ministerio de las TIC´S ofreció un plan para mejorar las condiciones de conectividad a nivel nacional. Plan nacional de conectividad rural se llama este programa, con el cual se espera mejorar la condición de vida en las zonas rurales en dos aspectos: el acceso oportuno a la información con infraestructuras de Internet de altas velocidades y el acceso a Internet en centros comunitarios.
“Estas medidas son irrisorias, sobretodo si las cabinas instaladas cubren apenas 250 mts2. Esto a duras penas cubrirá una casa y cerca a la plaza central”, me dice Lennin, quien además trabajó con el Ministerio de Educación en el Programa Todos a Estudiar (PTA) y según él, era un trabajo bien pago por no hacer nada. “El gobierno no conoce a su gente. Aquí el 90% de niños que atendemos viven fuera de la cabecera municipal, entonces tanta inversión y expectativa para qué, si al final no sirve”.
Su voz es triste cuando me cuenta y entonces entiendo que la educación debe ser motivada y respaldada, porque hasta el momento educar y ser educado en esta situación coyuntural parece ser un viaje en el que se empuja un carro de llantas cuadras sobre una loma.
Durante el 2020 el desempleo rural se disparó a un 20%, según el DANE. El trabajo infantil durante la pandemia se convirtio en una opción para el sustento familiar, especialente en los espacios rurales. Sin embargo, Sanchéz dice que esto no hay que estigmatizarlo, porque en las dinámicas rurales, es difícil que los niños y niñas no participen de las actividades agropecuarias con sus padres. Lo importante sería determinar que dichas actividades no supongan un riesgo para su vida y que tampoco les impidan completar su formación básica. Lo cual no es el caso, porque según me dice, muchos estudiantes se conectan solo tres días a la semana, mientras los otros están trabajando. Una situación que el covid ha sabido puntualizar muy bien.
Mientras el 38% de niños encuestados por el DANE en el 2020 afirman que deben trabajar en la actividad económica de sus familias, el número de matrículas durante el 2020 disminuyó un 50% con respecto al 2019. Sin embargo, lo alarmante de las cifras que revela el SIET – Sistema de Información de la Educación para el Trabajo y el Desarrollo Humano- es que de de 298.000 matriculados durante el 2020 solo un 23% de estos son estudiantes certificados, es decir aprueban y asisten a sus curso con éxito.
Ante ese enorme hoyo negro, la pregunta que surge es ¿dónde están los demás? Nadie parece saber realmente. Pero Lennin tiene una idea. “A muchas familias no les importa que sus hijos vayan a estudiar, si pierden el año o si aprenden. Dejan a sus hijos ahí, inscritos, porque familias en acción les da un subsidio”.
En mi última videollamada con el grupo, hablé con la mamá de Yuliana, una mujer joven, entusiasta y amable; la profesora Sandra y Yuliana, también están en la llamada. Los hermanos de Yuliana, uno a uno aparecen en la cámara del celular de la familia movidos por la curiosidad de saber quién se encuentra al otro lado. La situación no deja de ser extraña. Milena me muestra el páramo, sus vacas y después su cara y un gran cielo azul de fondo. Le digo por bromear que valió la pena el celular nuevo. De Yuliana me sorprenden sus ojos grandes, es dispuesta como su mamá, se ríe conmigo y me contesta sin pena. Saca un juguete de su cuarto y lo muestra detrás de la cabeza de su mamá, nos reímos juntas, porque es traviesa y alegre, porque es una niña. Les digo que quiero ir al páramo, a su casa, para ver y sentir estas vidas que interrogo, conocer sin la mediación de una pantalla y una señal de Internet el lugar del que escribo.
[N. de la E.] Este reportaje fue realizado para el módulo de reportaje de la asignatura Noticia y Reportaje de la Maestría en Periodismo del Centro de Estudios en Periodismo, CEPER, de la Universidad de los Andes
Literata y estudiante de maestría de periodismo del Ceper de la Universidad de los Andes. Es asistente graduada de investigación y hace parte del laboratorio de Narrativas Urbanas del Cider.
Laura Ramos
Literata y estudiante de maestría de periodismo del Ceper de la Universidad de los Andes. Es asistente graduada de investigación y hace parte del laboratorio de Narrativas Urbanas del Cider.