La situación del país plantea retos importantes para la ingeniería actual. Las necesidades de un escenario de postconflicto, bien sea que se firme o no el acuerdo de La Habana, nos invita a preguntarnos cuál es la ingeniería que necesitamos en el país. ¿Es acaso una que hable de soluciones netamente cuantitativas?, ¿una donde los ingenieros preservemos el rol preponderante de élite intelectual o una con grandes resultados, pero destinada a vivir en el papel? La ingeniería que necesita Colombia debe ser altamente cualitativa en su concepción y diseño. Debe ser incluyente y estar dispuesta a unir fuerzas con otras disciplinas para tener múltiples actores. Pero sobre todo, debe estar orientada hacia la construcción y la materialización de mejores condiciones para las comunidades. La ingeniería que necesita nuestro país no es la de respuestas absolutas sino la de pequeños pasos que van construyendo y dando sentido al progreso colectivo desde donde realmente importa, desde la gente. Ahora bien, ¿será que la ingeniería se ha hecho las preguntas adecuadas en el pasado? ¿Se las estará haciendo ahora?
La falta de respuestas sobre nuestra labor ha enfrentado a profesores y alumnos con la búsqueda de nuevas oportunidades para hacer la ingeniería más actual, capaz y disruptiva en los contextos en los que se desarrolla. La profesora Catalina Ramírez del departamento de Ingeniería Industrial, se planteó las mismas preguntas desde su campo y junto con otros colegas quiso dar una respuesta diferente. La ingeniería de Catalina no era la de ayudar a la gente ni la del voluntariado de la foto. Era la de construir sociedad desde esa frontera invisible que falsamente nos inventamos. La frontera del ingeniero y la comunidad.
Como resultado, en el año 2007, nace el grupo de Ingenieros Sin Fronteras Colombia. La labor titánica de consolidar esta propuesta se llevó a cabo gracias a una unión entre las facultades de ingeniería de la Universidad de los Andes y de la Universidad Minuto de Dios. La primera, tuvo como cabeza visible a la profesora Ramírez que, con uñas y dientes, dio la batalla y logró llegar hasta las mentes cuadradas de muchos colegas. En la segunda caló la idea y surgió la siguiente pregunta: ¿existe otra forma de hacer ingeniería que no sea desde la comunidad? Diferentes tipos de estudiantes, diferentes tipos de ingenieros, diferentes formas de ver el mundo. Es precisamente eso lo que ha hecho de esta unión una valiosa hermandad.
A finales del 2009, un golpe de éxito terminó de consolidar el grupo. Ingenieros Sin Fronteras Colombia resultó ganador del Gold Award en el Mondialogo Engineering Award 2009 gracias a un proyecto para mejorar la calidad del aguan en algunas veredas de Guayabal de Síquima, Cundinamarca. “Tan fácil como tomarse un vaso de agua”, decía la página de la Universidad de Los Andes. “Agua para la vida se alzó como ganador”, anunciaban otros portales. Con la labor conjunta de ingenieros químicos, ingenieros ambientales y, por supuesto, ingenieros industriales había quedado demostrado, desde Colombia y China, que era posible hacer otro tipo de ingeniería. Una donde todos se embarren y hagan, donde el discurso científico no sea superfluo y se incluya a todos sus actores. Una donde la ingeniería sea tan importante como las personas.
Cuando llegué a Ingenieros Sin Fronteras en el año 2012, hacía parte de estas mentes cuadradas que no creían en nada que no estuviera en un cuaderno o en un computador. Con una fuerte formación en ingeniería industrial y de sistemas y computación pensar en formas innovadoras de “aplicar” tecnologías adecuadas parecía fácil. Pero fue hasta que me encontré viajando cada semana a visitar colegios y hablando con productores, comerciantes y campesinos que entendí la importancia de esta labor. Llegué con una mentalidad obtusa y creyendo que lo que sabía era verdad absoluta. Como era de esperarse, no tuve ningún resultado y me estrellé con mi propia incapacidad. Fue una enseñanza que jamás olvidaré. Aunque entendía la importancia de las personas, pensaba tontamente que los números eran correctos, que la tecnología era apropiada y que los modelos no mentían. Aprendí que si verdaderamente quería co-construir sociedad tenía que bajarme del pedestal intelectual.
Para Ingenieros Sin Fronteras Colombia, aunque no lo digan todo, las cifras no mienten. Hasta la fecha, han pasado por su gentil sombra cerca de 1000 estudiantes, 25 profesores, 2000 estudiantes de colegios de varios municipios y muchas más personas de comunidades rurales (Icononzo, Guayabal de Síquima, Guasca, Gachetá y Junín) y urbanas (Mochuelo Bajo, Soacha, El Restrepo). También se ha abierto espacios de trabajo en otros países, como Mali y Camerún, que buscan mejorar la calidad del agua en hospitales y colegios. Pero no solo se limita a esto. Ver a las personas felices porque pueden hacer cosas tan sencillas como tomar agua sin temor a enfermarse, que los niños entiendan y sepan su papel preponderante en el futuro del medio ambiente que los rodea y, por supuesto, que existan empresas que ahora quieran pensar en lo “verde” es el verdadero premio de esta historia.
Ahora, querido lector, ingeniero o no ingeniero, quiero que se tome cinco minutos de su agitado tiempo para pensar en cómo su labor le aporta a la creación de una sociedad mejor para sus hijos, sus nietos o para otras personas. Si su respuesta no es contundente, no está muy seguro o siente que no lo está haciendo, no se preocupe, aún está a tiempo de salir a cambiar el mundo. Pero antes está el paso más importante de todos. Piense, ¿cuál es mi frontera? ¿Hasta dónde llego yo? ¿Hasta dónde llega mi profesión? Lo invito sinceramente a que cruce su frontera, a que visite el otro lado del cuento, a que vea el lado inexplorado de su profesión. Cuando lo haga, verá que por pequeño que sea el past de esta frontera que está la verdadera recompensa.