Darío Acevedo y la batalla por la memoria

Aunque lo niegue, el director del Centro Nacional de Memoria Histórica, Darío Acevedo, está usando todos los recursos de esta entidad estatal en la construcción de una verdad oficial del conflicto armado.

por

María Emma Wills Obregón

Facultad de Artes y Humanidades, Universidad de Los Andes


06.03.2020

Una versión de esta historia fue publicada en Razón Pública.

En algo tiene razón Darío Acevedo: la entronización de una verdad oficial no es compatible con un campo de memorias plural y democrático, y por eso mismo la ley 1448 prohíbe a “las instituciones del Estado impulsar o promover ejercicios orientados a la construcción de una historia o verdad oficial”.  Pero él, aunque lo niegue, desde su cargo de Director del Centro Nacional de Memoria Histórica, está usando todos los recursos de esta entidad estatal, no en la pluralización de las memorias como él aduce, sino en la construcción de una verdad oficial del conflicto armado colombiano. Veamos por qué.

¿Cómo reconocer una verdad oficial? 

Aunque en las batallas de la memoria que se libran en Colombia muchos presumen que una verdad oficial se distingue simplemente porque quién la produce es el Estado, la cuestión es más compleja.

Una verdad no es oficial sólo por quien la produce sino también por cómo se produce; para qué se produce y cómo se refrenda. ¿Es abierta al debate o se cierra y se instaura como dogma? ¿Se hace para esclarecer e identificar los entramados que hicieron posible conductas oprobiosas o más bien para refrendar un statu quo y proteger a los poderosos? ¿Se hace escuchando todas las voces y contrastando las fuentes de manera desprevenida o se hace censurando y excluyendo a quienes se tilda de enemigos? ¿Se hace para democratizar el poder o por el contrario para hacerlo más cerrado  al escrutinio público? Veamos con ejemplos a qué nos referimos.

En la escala nacional, el Estado efectivamente puede producir una memoria histórica que no sea verdad oficial siempre y cuando oriente su esfuerzo hacia el esclarecimiento de su pasado sin censurar los momentos oprobiosos ni proteger a los poderosos responsables, y comprometiéndose con la dignificación de todas sus víctimas. Así lo hizo el Estado alemán cuando en los sesenta del siglo pasado afrontó el oprobio del nazismo, o el Estado francés cuando una generación de investigadores reunidos en el Instituto de Historia del Tiempo Presente impugnó la versión oficial gaullista de una Francia volcada en la Resistencia durante el régimen de Vichy y ofreció una visión mucho más perturbadora de la colaboración francesa con el nazismo. En Colombia, la ley de víctimas justamente quiso promover un Centro capaz de cultivar una memoria histórica crítica, comprometida con un doble reconocimiento: por un lado, el del sufrimiento de todas las víctimas; y por el otro lado, el de las responsabilidades de todos los actores involucrados en la producción de las ignominias y la degradación de nuestro conflicto armado. 

 Obviamente, el Estado también puede usar y abusar de sus recursos para entronizar una verdad oficial. Esto ocurre cuando enfila sus instituciones culturales hacia la instauración de un discurso único sobre el pasado que magnifica las cualidades y atributos de la nación y sus instituciones; desconoce las violencias y exclusiones que ha promovido; y anuncia un futuro glorioso en manos de sus líderes portentosos. Cuando esto ocurre, esa narrativa épica va arrinconando cualquier versión alternativa hasta ocupar todo el espacio público e implantarse como la única válida apoyándose en mecanismos y cuerpos especiales dedicados a vigilar, perseguir y castigar a quienes se sublevan contra ella. Por esta razón, los Estados que promueven verdades oficiales cultivan a través de sus medios de comunicación y aparatos educativos, no a ciudadanos críticos, sino a personas inclinadas a obedecer sin cuestionar, y se asocian, en sus versiones matizadas a regímenes de corte autoritario, y en sus adaptaciones más completas a órdenes totalitarios. 

Los Estados que promueven verdades oficiales cultivan a través de sus medios de comunicación y aparatos educativos, no a ciudadanos críticos, sino a personas inclinadas a obedecer sin cuestionar.

Pero las verdades oficiales cunden en otras escalas, distintas a la estatal-nacional. Pueden, por ejemplo, emerger en contextos familiares cuando una voz, la más poderosa, construye un discurso ideal e idealizado sobre el pasado familiar que obscurece o censura eventos que han dejado huellas traumáticas  en alguno de sus miembros, y castiga, persigue y silencia a quienes tratan de impugnar su versión. En la escala de las organizaciones sociales y las instituciones culturales también proliferan las verdades oficiales. Pongamos el ejemplo de la Iglesia Católica: por mucho tiempo acalló las voces de los niños y niñas que habían sido abusados por sacerdotes de todo rango para proteger su Verdad Oficial. Quiso, a través de distintos dispositivos —como lo muestra magistralmente la película Spotlight / En primera plana— mantener a salvo su honra y su reputación, y generó mecanismos de impunidad que hoy se ven cuestionados porque las víctimas han levantado su voz y por fin existen públicos dispuestos a escucharlas. Las organizaciones guerrilleras tampoco están exentas de construir una verdad oficial y lo hacen cuando para conservar su imagen de héroes revolucionarios impolutos, minimizan la indignidad del secuestro; las heridas emocionales y físicas producidas por las minas antipersona sembradas por doquier; o la violencia sexual padecida por mujeres en sus propias filas. 

En todos estos casos, la verdad oficial omite el sufrimiento incómodo de las víctimas para mantener una versión idílica del pasado y para proteger la honra y la reputación de las voces poderosas que en cada escala la construyen y la difunden: la del patriarca en la familia, la del sacerdote en la iglesia, la del comandante en la guerrilla, o la del Estado, sus instituciones y sus élites gobernantes a nivel nacional. En cualquiera de estas escalas, la verdad oficial es un mecanismo de poder simbólico que busca refrendar una estructura jerárquica y proteger a quienes ocupan la cúspide pues, en virtud de esa misma verdad oficial, ellos están exentos de rendir cuentas y adquieren inmunidad total. Por eso mismo, la verdad oficial se asocia con impunidad, verticalidad y un silencio fundado en el miedo inculcado. 

Darío Acevedo en camino a la verdad oficial

Antes de ocupar su cargo, Darío Acevedo objetó referirse a nuestro pasado como un conflicto armado. Detrás de esa impugnación, está la estructura de una verdad oficial: según esta versión, aquí, en este suelo, un Estado democrático, legal y por tanto según esta mirada legítimo, fue víctima del ataque de unos guerrilleros sediciosos, únicos villanos responsables de la debacle nacional. 

Lo grave del asunto es que con un relato así, queda el Estado como actor del devenir nacional y del conflicto armado por fuera del escrutinio público y adquiere un único papel, el de atacado y por tanto víctima. Permanecen en la sombra o abiertamente censurados del relato, métodos como la tortura aplicada por la Fuerza Pública bajo el Estatuto de Seguridad promovido por el gobierno de Turbay Ayala; el proceso de desfiguración del Estado de derecho cuando en los setenta y ochenta se amplió el rango de actuaciones a ser juzgadas por la justicia penal militar y se catalogaron como delictivas conductas asociadas a la protesta social; el rol de ciertos sectores de las Fuerzas Militares y la Policía en el surgimiento y expansión del paramilitarismo y su maridaje con el narcotráfico; y la aplicación de la desaparición forzada en personas estigmatizadas de guerrilleras, y más recientemente en los casos de los mal llamados falsos positivos. 

Bajo la presión de organizaciones de víctimas y centros académicos, Acevedo tuvo que admitir que su cargo se rige por la ley 1448 que reconoce la existencia del conflicto armado. No obstante, en sus directivas sigue dando pasos hacia la construcción de una verdad oficial.

Como ya lo han informado otros medios, el director del Centro “limpió” de la exposición Voces para transformar a Colombia expresiones utilizadas por las víctimas para referirse a su experiencia y se ha mostrado muy cercano a las cúpulas de la Fuerza Pública y a grandes empresarios como José Félix Lafaurie presidente del gremio ganadero Fedegan, bajo el argumento que el anterior equipo directivo del CNMH excluyó a las víctimas de estos sectores y que él quiere propiciar una memoria más plural e incluyente que la que se cultivó bajo la dirección de Gonzalo Sánchez. Pero su argumento es una argucia más que esconde realmente lo que se encuentra en juego. Veamos por qué.

El anterior equipo directivo del CNMH acompañó a las víctimas por infracciones al DIH de la Fuerza Pública y empezó un proceso de reconstrucción de memoria histórica sobre la experiencia de los empresarios en el marco del conflicto armado que alcanzó avances sustantivos. 

Con respecto a los empresarios, se inició un proceso con universidades aliadas que, en su primera fase, reconstruyó crónicas de victimización y resiliencia de personas empresarias y emprendedoras secuestradas o victimizadas por los distintos actores armados. Allí está Empresarios, memorias y guerra elaborado por profesores de ICESI-Cali sobre la experiencia vivida por los empresarios en el Pacífico Colombiano; y Después vino el silencio, un libro de crónicas del secuestro en Antioquia, elaborado por colegas de la Universidad EAFIT con las víctimas sobrevivientes y sus familiares. 

En cuanto a los militares y policías, se elaboraron libros de crónicas como Esta mina llevaba mi nombre, programas radiales como Los pasos rotos, un micrositio con crónicas, podcast y documental llamado Recuerdos de selva y un informe con su mismo nombre que fueron la culminación de un proceso de reconstrucción de memorias emprendido con policías y militares secuestrados. En términos de las minas y del secuestro, su uso sistemático pone en evidencia las responsabilidades de las guerrillas en la degradación del conflicto armado, y por esta razón se elaboraron dos informes completos, La guerra escondida sobre minas y Una sociedad secuestrada, en los que se reconstruyen los entramados que hicieron posible que las guerrillas “normalizaran” estas conductas prohibidas por el DIH porque degradan la condición humana.     

En todos estos esfuerzos, los procesos y sus productos reconocen la dignidad de las víctimas y su injusto sufrimiento, y las narrativas ponen en primer plano la responsabilidad de los perpetradores. Pero, entonces, ¿qué le critican algunos sectores empresariales y militares y de la policía a la actuación del anterior CNMH y por qué exigen más presencia e injerencia en las orientaciones del Centro? 

La verdad oficial omite el sufrimiento incómodo de las víctimas para mantener una versión idílica del pasado y para proteger la honra y la reputación de las voces poderosas que en cada escala la construyen y la difunden.

La respuesta está en el norte que le atribuyen a los procesos de memoria histórica. Se trata, desde sus perspectivas, de construir narrativas que enfaticen sus victimizaciones y heroísmos, y oculten o minimicen sus responsabilidades. 

Por ejemplo, para la alta comandancia militar y de la Policía, la construcción de la memoria histórica debe anclarse en “una visión de victoria, transparencia y legitimidad”. Estos tres pilares conjugados no dejan duda de la orientación que deben perseguir estos esfuerzos y que son a todas luces problemáticos porque fijan de antemano un rol para la Fuerza Pública que no admite discusión y que no se infiere, ni de los hallazgos que surgen de la reconstrucción histórica de contextos orientados a esclarecer, ni de las memorias sueltas de sus integrantes o de las víctimas. Más bien, las narrativas históricas resultados de estos ejercicios son constataciones de unas conclusiones estratégicamente establecidas de antemano por su comando central y se convierten así en verdades oficiales de la propia institución.

Para difundir una memoria histórica de estas características, ciertos sectores de la comandancia de la FP no solo quieren que sus propias fuerzas emprendan ejercicios en este sentido. Van por más: pretenden que el CNMH se oriente en la misma dirección y ponga el énfasis de sus narrativas exclusivamente en la victimización, la resiliencia y el coraje de los militares y policías. Desde esta perspectiva, los empresarios y los integrantes de la Fuerza Pública merecen de la ciudadanía sólo expresiones de solidaridad y empatía, jamás de escrutinio o crítica. 

Aquellos informes en donde aparecen no solo sus victimizaciones sino también sus responsabilidades en la degradación del conflicto, los indignan y los llevan a la crispación. Por eso, el Basta ya, informe general presentado a la opinión en 2013, representa para ellos una traición cuando habla, no de un ataque terrorista contra el Estado y la sociedad, sino de un conflicto armado, con sus distintos actores, incluida la Fuerza Pública, otras instituciones estatales y élites gobernantes. Como el Basta ya no otorga una ventaja moral a ninguno de los protagonistas de la confrontación armada, es acusado de sesgado y oprobioso por parte de estos sectores.

Debe quedar entonces claro que las líneas de memoria histórica con los empresarios y la Fuerza Pública de la anterior dirección suscitan suspicacias en estos sectores y en el actual director, no porque desconozcan la victimización sufrida por militares, policías y empresarios, sino porque exigen ir más allá reconociendo que en el marco del conflicto armado, unos y otros tienen una doble condición, tanto de víctimas como de responsables, ya sea como “determinadores, oportunistas, convidados de buen agrado o forzados a participar”. La primera, la de víctimas, no puede en ningún caso anular la segunda, la de perpetradores y responsables. E ahí la cuestión. 

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María Emma Wills Obregón

Facultad de Artes y Humanidades, Universidad de Los Andes


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