Es 8 de marzo de 2022 y las mujeres marchan por las calles de Bogotá. Hay mujeres de todas las edades con los rostros cubiertos o pintados con escarcha y figuras de flores. Algunas van con el corpiño a la vista o sin él y en su lugar llevan escritas en la piel frases como “Latinoamérica feminista”. Tienen aros en la nariz y diminutas esferas brillantes sobre las cejas. En las paredes pintan la palabra “furia”. La marcha recorre la calle 26 hacia la Plaza de la Hoja y pasa debajo de un puente. Pronto anochecerá. El camino se vuelve oscuro, se escucha el ruido de los carros que cruzan arriba, el eco pesado de toneladas de cemento alrededor. Cualquier otro día casi nadie se atreve a caminar por acá. Entonces las mujeres saltan y gritan consignas con ímpetu renovado. Somos miles. Por un momento en ese lugar tan sombrío se siente una seguridad desconocida.
Es una sensación que las mujeres en Bogotá no solemos tener.
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Eso que podría parecer tierra de nadie es, en teoría, el lugar de todxs: el espacio público. Es lo que está fuera de casa, lo no privado, donde cotidianamente nos desplazamos, vamos al fútbol, a una biblioteca, a un parque o a un bar. Del espacio público hacen parte hospitales, universidades, colegios y transporte. También la calle y todo lo que hay en ella: una banca, un puente peatonal, un andén.
Esos lugares físicos se llenan con las percepciones, dinámicas y reglas implícitas de quienes los transitan y así el espacio público se complejiza y deja de ser para todxs. En una ciudad como Bogotá, el color de la piel, la apariencia o el oficio de una persona son factores limitantes: ni un habitante de calle, ni un usuario de drogas, ni una vendedora ambulante, ni una trabajadora sexual circulan libremente.
“En realidad el espacio en Bogotá no es público porque cualquier persona no puede apropiarlo, hay discriminación”, dice Natalia Giraldo, socióloga, magíster en Estudios de Género y especialista en geografía y urbanismo feministas. Para Giraldo, lo que debería ser seguro, se convierte en un espacio que no es para todo el mundo.
Tampoco para una mujer.
“Las mujeres estamos poco en el espacio público”, continúa. “ Nunca vemos a un montón de mujeres en un parque, y si vemos a una es la abuelita o la mamá con lxs niñxs, ejerciendo labores de cuidado”.
Los motivos para que esto suceda son intrincados. Uno de ellos tiene que ver con el rol histórico asignado a las mujeres —y reforzado con la división sexual del trabajo que instauró el capitalismo— : los asuntos domésticos y el cuidado de la familia.
Para la socióloga Juana Afanador, experta en infraestructura y territorio, otro motivo consiste en la planificación urbana. “Las ciudades casi siempre son diseñadas por hombres y para ellos. Las mujeres tenemos que estar en casa, encerradas. No ha habido una mirada para nosotras, ni para lxs niñxs y adultxs mayores. Lo vemos en cosas básicas como la falta de luminario público”. Agrega que Bogotá no está pensada para ser nocturna, que de noche ciertos lugares son hostiles y que caminar por ellos es impensable.
Y un tercer motivo que restringe la circulación de las mujeres en el espacio público —un derecho consignado en los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la ONU— son las violencias a las que ellas están expuestas cuando se atreven a salir.
“Muchas mujeres no van a la tienda si no están acompañadas de otra persona o según la hora cambian los recorridos. No estamos disfrutando de la ciudad de manera libre y autónoma”, asegura la abogada Alexandra Quintero, directora de la dependencia de Eliminación de Violencias contra las Mujeres y Acceso a la Justicia de la Secretaría Distrital de la Mujer.
Los lugares vetados para las mujeres abundan. El Campo de los locos, por ejemplo, es uno de los escasos parques de Soacha —que en términos prácticos es Bogotá—, y un escenario donde ha habido casos de acoso sexual contra mujeres y niñxs. También pasa en los terrenos abandonados al borde de la montaña del municipio, donde alumnas que van rumbo al colegio sufren situaciones de acoso sexual. Y en la autopista sur desde la estación de La Despensa hasta San Mateo, una franja con apenas luz eléctrica que después de las 9 pm se vuelve un riesgo cruzar, incluso en bicicleta. Así lo cuentan Iris Medellín y Valentina Gómez, integrantes de la Asamblea Popular de Mujeres Xuacha, creada tras el estallido social de 2019. Para ellas, el espacio público es aquel que habitan con sus familias y amigxs y, sin embargo, es a la vez un territorio hostil.
“La configuración patriarcal pretende que el espacio público pertenezca a los hombres. Y como hombre me siento con derecho a opinar sobre tu cuerpo, decir lo que pienso, accederlo de manera violenta” — Juliana Machado
Que para una mujer salir de su casa dependa de si un hombre la acompaña lastima la autonomía, promueve una sociedad de control y refuerza el sistema patriarcal, dice María Paula Herrera, psicóloga feminista de Sanacción, una corporación que brinda acompañamiento psicosocial. “La configuración patriarcal pretende que el espacio público pertenezca a los hombres”, explica por su parte la politóloga y psicóloga feminista Juliana Machado. “Y como hombre me siento con derecho a opinar sobre tu cuerpo, decir lo que pienso, accederlo de manera violenta”.
Entonces, el espacio público termina siendo un lugar para moldear los roles de género, aleccionar sobre lo que se debe y no se debe hacer y constreñir los comportamientos y posibilidades de las cerca de cuatro millones de mujeres que a diario se movilizan en Bogotá.
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Bogotá hoy tiene la percepción de inseguridad más alta de los últimos seis años. Según la Encuesta de percepción y victimización realizada por la Cámara de Comercio en 2021, la modalidad que más les preocupa a lxs ciudadanxs es el hurto a personas y los lugares que estiman más peligrosos son las calles, los puentes peatonales, las ciclorrutas, los potreros, los parques, los paraderos, los semáforos, las ciclovías y los puentes vehiculares. El 43 % opina que Transmilenio es un lugar inseguro y 28 % que es muy inseguro.
Las cifras del más reciente boletín de la Secretaría de Seguridad, Convivencia y Justicia muestran que, de enero a mayo de 2022, 41 mujeres fueron asesinadas y 4.494 sufrieron lesiones personales en Bogotá (no se especifica cuántas en espacio público y cuántas en ámbitos domésticos). En solo esos cuatro meses, 18.298 mujeres fueron víctimas de hurto, a 234 les robaron el carro, a 206 la moto, a 722 la bicicleta y a 10.298 el celular. En Transmilenio 598 fueron atracadas, trece recibieron lesiones personales y a 1.718 les robaron el celular.
El número de hombres que son víctimas de cada uno de estos delitos es mayor, pero la proporción cambia en otro: delitos sexuales. En ese periodo se cuenta a 799 hombres frente a 2.178 mujeres. A diferencia de los homicidios o las lesiones personales que suelen ocurrir durante la noche, los delitos sexuales son cometidos en mayor medida en la mañana y en la tarde. Las localidades con más registro de casos son Ciudad Bolívar, Suba, Kennedy, Bosa y Engativá.
Entre tanto, en 2019 la Secretaría Distrital de la Mujer lanzó el proyecto “Me muevo segura” para “prevenir las violencias y el acoso sexual contra las mujeres y niñas en espacios públicos” y realizó una encuesta sobre seguridad a 14.311 mujeres. De ellas, 29 % opina que la ciudad es peligrosa a toda hora y 69 % que en algún momento del día (para tres de cada cuatro ese momento es la noche, a partir de las 5 pm con un pico a las 9 pm). El 34 % considera que hay poca iluminación, al 38 % esa falla le produce miedo y al 22 % angustia. El 51% afirma no creer ser vista ni escuchada cuando recorre el espacio público y 47 % siente que los senderos peatonales son difíciles de transitar. La mitad de ellas viaja en Transmilenio y 61 % ha experimentado una sensación desagradable mientras usa ese sistema de transporte.
A pesar de iniciativas como “Me muevo segura”, que han buscado entender y medir las violencias que sufren las mujeres en el espacio público, aún es un reto tener una dimensión exacta de esas violencias y, por tanto, también un reto llegar a estrategias para eliminarlas. Además de la Línea Púrpura, que deriva a las mujeres que se comunican con un caso de violencia a equipos de orientación psicosocial y jurídica —pero que no tiene competencia para recibir denuncias—, la Secretaría Distrital de la Mujer utiliza como fuente principal el Sistema de Información Estadístico, Contravencional y Operativo de la Policía Nacional (Siedco) que caracteriza los cuatro delitos de alto impacto que más afectan a las mujeres: violencia intrafamiliar, lesiones personales, delito sexual y homicidio.
Sin embargo, como explica Alexandra Quintero, de la Secretaría, una dificultad institucional consiste en que “la violencia en el espacio y transporte públicos todavía no ha sido bien aprehensible”.
Quintero menciona otros obstáculos para analizar y actuar ante las violencias que enfrentan las mujeres en el espacio público. Uno de ellos es que las normas, investigaciones y estadísticas se han enfocado en la violencia que ocurre en los espacios privados y en la ejercida en el marco del conflicto armado. Cuando Quintero llegó a la Secretaría recién empezaba la pandemia del Covid-19. La semana del 20 al 26 de marzo de 2020 la Línea Púrpura, que solía recibir entre 70 y 80 llamadas semanales, atendió 279. Medicina Legal reportó por su parte 2.969 casos de violencia intrafamiliar. “Como Estado tuvimos que responder a lo que estaba pasando, entonces el énfasis de atención, protección y prevención se puso en las violencias contra las mujeres en el contexto privado, de pareja y familia”, comenta Quintero.
Quizás un obstáculo mayor tenga que ver con lo complejas, variables y poco visibles que resultan las violencias en el espacio público. Feminicidios, desapariciones, abuso sexual. Manoseos, tocamientos, comentarios indeseados, exhibicionismo. Acoso sexual callejero y en instituciones educativas. Violencia psicológica. Miradas lascivas en un parque. Sentirse observada al pasar junto a un grupo de hombres. Miedo de atravesar por zonas de oficios masculinizados como los talleres de mecánica o por lugares donde otra mujer fue violentada. Miedo a que un robo común se convierta en algo más.
«Es fundamental partir de que en Colombia entendemos la violencia como los hechos que dejan una marca física. Si la mujer tiene un moretón o una herida la validamos, pero si no: ‘¿de qué está hablando?’” — Natalia Giraldo
“Ellas decían: A un hombre le sacan un cuchillo, le roban el celular y se van, pero a una mujer la amenazan incluso con algún tipo de agresión sexual”, recuerda Diana Rodríguez, experta en género, seguridad y derechos humanos, a propósito de un ejercicio que realizó durante su candidatura a la Cámara de Representantes.
“Cuando te van a robar no piensas en que te van a robar sino en otras violencias”, explica Tatiana Fernández, integrante del colectivo Biciterritorializando y de la Casa Cultural El Trébol, ambos fundados en la localidad de Kennedy. Tatiana dice que una forma de violencia particularmente dirigida a las usuarias de bicicleta es la persecución: “Que alguien te empiece a acosar y luego a seguir hasta que tú por miedo te intentas desviar. Es esa idea de ‘puedo seguirte hasta que me canse’”.
Natalia Giraldo es autora de una tesis de maestría sobre acoso callejero en Bogotá, una práctica que a pesar de estar tipificada como delito en el código penal sigue siendo naturalizada. “Es fundamental partir de que en Colombia entendemos la violencia como los hechos que dejan una marca física. Si la mujer tiene un moretón o una herida la validamos, pero si no: ‘¿de qué está hablando?’”, señala Giraldo y enumera otros rasgos que hacen del acoso una situación tan elusiva: en la mayoría de los casos el agresor es un desconocido, la interacción con él es fugaz y no necesariamente implica un contacto: “Que un tipo te mire en la calle mientras se masturba es violento e intimidante y no te tocó un pelo”.
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Iris Medellín y Valentina Gómez, de la Asamblea Popular de Mujeres Xuacha, hablan sobre otra dimensión de la violencia contra las mujeres de las que su municipio ha sido testigo: los cuerpos de mujeres asesinadas en Bogotá aparecen en el espacio público de Soacha. “Como si fuéramos un objeto desechable”, dice Iris. “Como si este territorio fuera el lugar para dejar algo que se bota”. Suelen aparecer en la ribera del río Bogotá que bordea los barrios emblemáticos de la comuna 1 Compartir, Ciudad Latina y Quintas de Santa Ana.
En el municipio, además, la Asamblea ha contado nueve casos de desapariciones desde marzo. Ninguna de las mujeres ha aparecido. “La situación nos desborda”, lamenta Iris que, como el resto de sus compañeras, trabaja o estudia además de hacer voluntariado.
La colectiva “Buscarlas hasta encontrarlas” también acompaña a familiares de mujeres desaparecidas y difunde información a través de carteles y redes sociales. La organización fue fundada luego de que un grupo de mujeres conociera el caso —aún en curso en la justicia— de Lynda Michelle Amaya, una chica de 15 años que desapareció el 30 de noviembre de 2020 y fue torturada y asesinada en el barrio San Bernardo de Bogotá. En lo que va de 2022 la colectiva ha registrado alrededor de 30 casos.
La desaparición como violencia por razones de género —distinta a la que se da en el conflicto armado— tiene móviles enrevesados que incluyen la participación de familiares o parejas de las víctimas o de miembros de redes de explotación sexual. Valentina Naranjo y Gabriela Romero integran “Buscarlas hasta encontrarlas” y dicen que las víctimas suelen ser mujeres muy jóvenes, que cerca de 15 % de las desapariciones termina en feminicidio y que 80 % podría incluir una situación de violencia sexual.
“Muchas veces aparecen las chicas y todavía no hay un investigador que se haga cargo” — Gabriela Romero
“Cuando una persona desaparece nadie sabe qué hacer ni cómo actuar”, explica Valentina. Una desaparición es intempestiva: alguien de repente no está más. A partir de ahí ocurren una serie de trabas para la resolución del caso que empiezan con la falsa creencia de que se debe esperar 72 horas para denunciar. Luego vienen las largas que dan las instituciones para iniciar la investigación. “Muchas veces aparecen las chicas y todavía no hay un investigador que se haga cargo”, dice Gabriela. Por último, está la indolencia social, replicada por funcionarios judiciales: “Seguro está debajo de las sábanas del novio”.
Fallas en la tipificación de los delitos, demoras en los procesos, que la culpa recaiga en las mujeres por ir “solas” por la calle, la percepción de que los agresores actúan con impunidad y de que no sirve acudir a las autoridades, la minimización de algunas violencias (si no hubo penetración no fue grave), la presión sobre las víctimas y la incredulidad ante sus testimonios: la justicia para las mujeres que enfrentan violencias en el espacio público parece no llegar.
Ángela
Soy profesional en estudios literarios y desde hace varios años me dedico a la corrección de estilo. Mis rutinas de transporte dependen del trabajo, pero suelo andar a pie y en bicicleta. La bicicleta es mi medio de transporte más usual, aunque cuando la distancia es muy larga me toca usar transporte público que no me gusta. Siento miedo sobre todo en Transmilenio. Si está lleno llevo la maleta en el pecho y me agarro duro para no caerme, muy alerta de que ningún man se me arrime y empiece a refregarme el paquete. Tengo ese miedo constante porque me ha pasado tantas veces… Con la bicicleta, en cambio, me siento fuerte, capaz, muy independiente. El miedo se reduce o puedo huir con facilidad del peligro. Cuando tomo carros particulares por aplicación o taxis también voy insegura porque no sé qué opera en la psique de esos señores para darles el permiso de decirme: ‘Por qué tan arregladita’. La calle es un peligro y es triste porque no hay quién se salve. Puedes ir vestida como sea, a la hora que sea, por el sector que sea e igual está el que te manda la mano o el que te echa pito. Hace poco iba bajando en bici por la calle 39 que está en obra. Había un grupo de trabajadores en su hora de descanso. Yo iba despacito y uno se quedó mirándome y me dijo: ‘Chao, mi amor’ o algo similar. No suelo responder, pero cuando lo hago trato de hacerlo de manera agresiva, me volteé y le hice pistola. Y el man me gritó: ‘Así es que le gusta, rico’, con gestos sexuales en su cara y en sus manos. Fue horrible porque yo pensé que se iba a quedar sano, pero fue lo contrario, tuvo una reacción con más maldad. Entonces empecé a pedalear más rápido.