Borrascas del San Juan

El Agüita es un río que atraviesa Santa Cecilia, Risaralda. Un río que conoce la guerra, la explotación minera y las tradiciones emberás. Un río que muere en otro más grande: el San Juan. Un río chiquito, pero malo.

por

Camilo Alzate

@camilagroso


24.08.2016

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La madrugada del 30 de marzo fue un espectáculo contrahecho de Guarato para abajo. Un remolino licuado de plásticos con latas de zinc bajaba por el río y empujaba de chorro una cantidad de cerdos y gallinas que se ahogaban chillando acompasados con la corriente. Nadie escuchaba por lo atronador del temporal: doce, quince, veinte horas de diluvio. A ver quién se acuerda, hasta que un represamiento en las cabeceras del Ágüita rompió troncos y taludes. Cuando la avalancha vació al torrente del San Juan, en Dokabú, había arrancado tres puentes colgantes, un acueducto y una escuela. En las goteras de Santa Cecilia casi sube a los ranchos. Allá, los patios con sus porquerizas y gallineros quedan sobre los barrancos, de espaldas a la corriente.

–Menos mal creció el chiquito –coinciden unas morenas de Santa Cecilia–. Donde la borrasca venga desde arriba por el San Juan, se nos lleva el pueblo.

El chiquito, el Ágüita de los indios katíos, fue una belleza de fondo esmeralda. En la cordillera occidental nace metido entre el follaje del Alto de Pisones y uno de los filos de la Cuchilla de Caramanta, fronteras de Antioquia y Risaralda. Tuvo nutrias, tuvo osos y a sus cañadas se internaron buscavidas temerarios para matar guaguas, talar arrumes de varas de macana y desenterrar oro debajo de las peñas. Un río chiquito que parece tranquilo, digo yo.

«Donde la borrasca venga desde arriba por el San Juan, se nos lleva el pueblo». – Foto: Rodrigo Grajales

En 1540 Pedro Cieza de León anduvo recorriendo el Cauca con su capitán, el conquistador Jorge Robledo. En Crónica del Perú, Cieza comenta el despoblamiento de la margen occidental. Pueblos completos habían sido abandonados por los indios, algo que confirmó Fray Pedro Simón con su testimonio. Cieza aseguraba que del lado contrario de la cordillera, más allá de “la gran montaña que se llama Cima”, muchos nativos habitaban en villas hasta las playas “del mar Austral”, lejos del dominio castellano. Los eruditos creen que la tal Cima era el pico a 4.200 metros del Tatamá, el “Austral” no podía ser sino el Pacífico.

Hoy los historiadores todavía discuten si los emberás katíos conservan mayor relación con las antiguas tribus de Urabá y Chocó, o con esos indios que durante la conquista escaparon de las márgenes del Cauca atravesando la montaña. Más tarde aparecieron los negros, amarrados unos, volados de las minas otros, acomodándose en tierras remotas y calientes.

Así se formaron dos caras de la cordillera occidental, habitada de manera radicalmente distinta según la vertiente que a uno le toque en suerte. Mirando al interior, de nuestro lado –blanco, civilizado y antioqueño– los colonos edificaron sus iglesias en los morros más altos. Abrieron caminos por la cresta de las serranías, levantando la mansión de sus haciendas en el punto elevado con mejor divisa.

Del lado contrario, frente al Pacífico –primitivo, selvático y feraz– los indígenas y esclavos abrazaron el agua. En las hondonadas tupidas amarraron chozas y, a veces, caminando encima del lecho, dibujaron senderos por el borde de quebradas.

El contraste de ambas caras de la cordillera resultó insalvable: unos aplastando la selva desde arriba, dominando el horizonte. Otros metidos a la enramada por debajo, mezclándose con la corriente. Mientras la mentalidad antioqueña entiende el territorio como una cartografía de altos, filos y cuchillas, morros y picachos, los indígenas emberás no conciben el mundo sin mirar por donde discurre el agua: sus mapas son los riachuelos y manantiales a ras de piso. La muy occidental idea de conquistar cumbres no significa nada para ellos. Narrarán –mejor– el cuento de Karagabí, héroe que derribó el tronco del árbol de Jenené para que afloraran las aguas, el curso de todos los torrentes.

Los katíos usan el prefijo “Do” al referirse a sus ríos y emplean el vocablo “Kabú” hablando de la muerte, del final de las cosas. Los mayores cuentan que cerca del sitio donde el Ágüita se entrega al San Juan, una niña emberá se ahogó mucho tiempo atrás durante una creciente. Quizá cien años. Quizá cinco veces cien. Desde eso, dicen, aquel lugar es Dokabú: el río donde se termina la existencia.

 

3

El 29 de marzo, en vísperas de la borrasca, la neblina revolvió las copas de los guásimos. Dos mujeres jóvenes con un hombre al que apodaban Esteban buscaron las tropas en Santa Cecilia, pero ya se había soltado a llover sobre la selva. Resultaron ser guerrilleros del Ejército de Liberación Nacional con ganas de entregarse y, como la gente había visto que merodeaban por Dokabú los días previos, todo el mundo susurró este comentario: “ahí deben andar más”.

Por eso la mañana después de la avalancha amaneció brumosa, sembrada de militares rascándose contra las paredes de la escuela, con fusiles sostenidos por inercia desganada más que por beligerancia. Todos esperaban algún suceso que nunca ocurrió.

En la placita de Santa Cecilia –dos calles, fondas y una hilera de casetas ardiendo manteca en la sartén– los vecinos barren hojas caídas con la tormenta. A la sombra los negros dan palmadas al dominó y las señoras fritan pescado. Nadie quiere darle permiso a la guerra para interrumpir otra vez los aullidos de Diomedes Díaz, a quien por cierto, le tributan homenaje cada año en este pueblito afro, puerta de Risaralda al Pacífico. La destrozada carretera al Chocó transita de largo por un costado del río hacia Guarato, Playa de Oro, Mumbú, Tadó, sin esperar que terminen o comiencen a echarle asfalto, aunque en el 2009, un Ministro de transporte muy recordado le aseguraba a los periodistas que su gobierno ya la había pavimentado.

Desde la toma guerrillera de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia en el 2000, Santa Cecilia respira la certeza que los cerros aledaños permanecen tupidos de monte tanto como de hombres en armas, pero nadie le pone mucho drama al asunto. Luego de la desmovilización del Ejército Revolucionario Guevarista en 2008 que mantuvo una de sus bases enclavada sobre el Ágüita, y del repliegue de las FARC al sur de los cerros Tatamá y Montezuma en inmediaciones de San José del Palmar, la región quedó ocupada por un frente del Ejército de Liberación Nacional que se mueve con facilidad entre los resguardos indígenas encaramados a la cordillera. Aprovechando la corriente turbia, los últimos años ha sido frecuente que bandas de rateros se disfracen de camuflado cortando la vía para asaltar buses, comerciantes, vehículos particulares y secuestrar ingenieros de esa carretera que mantiene en obras perpetuas.

Dejando lejos Santa Cecilia hay un puente encima del San Juan que aún corre angosto, atropellado y pedregoso, como los típicos ríos de montaña. Le falta trecho para convertirse en ese chorro que, según los expertos, entre todos los del mundo alcanza la mayor proporción de caudal por kilómetro de recorrido. Por ahí empieza el departamento del Chocó. Aunque la piel sea igual y el río el mismo, idéntica la selva y eterna esa llovedera, de aquí para abajo quienes mandan son los paramilitares.

 

 

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Ni un mes había pasado de la borrasca. Otro infinito aguacero desmoronó unos taludes el 23 de abril más allá de Guarato, dejando sepultados un bus, una volqueta y un automóvil a un pelo de rodar al San Juan que venía bastante crecido. Los nueve viajeros fallecieron en el sitio y la vía al Chocó otra vez quedó cortada.

Pasada cada creciente, varias mujeres negras aprovecharon para encaminarse batea bajo el sobaco revolviendo las orillas. La corriente presenta ese tono y aroma gris que uno encuentra en las quebradas de Marmato, de Buriticá, de Segovia o de Remedios: el inconfundible olor a mina.

“Le voy a enseñar cómo se corta el oro” dijo la más anciana, con el pelo confuso en trenzas y un rostro que no trazaba arrugas aunque tenía mucho trajín encima. Zarandeó la batea: un caldo de guijarros, agua gris y lodo que acumulaba esa arenilla negra que llaman jagua. En el centro de aquella mancha oscura finísima alumbraba la pinta insignificante del polvo dorado. Si revolvieran y zarandearan hasta el anochecer, probablemente juntrían tanto polvo para hacer uno o dos gramos.

La borrasca también trae.

Sobre todo la del Ágüita, el chiquito que fue de fondo cristalino cuando no tenía 17 retroexcavadoras machacándole su cauce arriba. Del negocio comen muchos mestizos, indígenas, afros y todos los hombres vestidos de camuflado, sin importar las insignias de sus uniformes. No faltó quien apuntara que la avalancha se originaba, justamente, por el daño incalculable que las minas ilegales están provocando, con la complacencia de ciertos dirigentes emberás, en la cuenca alta de esa belleza esmeralda donde nadaban nutrias y osos, sin que nadie explicara por dónde carajos entraron 17 retroexcavadoras a las cabeceras forradas de monte del río tranquilo, pero malo.

«Le voy a enseñar cómo se corta el oro», dijo la más anciana, con el pelo confuso en trenzas y un rostro que no trazaba arrugas aunque tenía mucho trajín encima. Zarandeó la batea: un caldo de guijarros, agua gris y lodo que acumulaba esa arenilla negra que llaman jagua – Foto: Rodrigo Grajales

 

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Blandita y babosa. El camino de Dokabú es una lengua blandita de barro colorado, resbaladiza, con ganas de lamer montaña. Chipá parece colocado allí desde siempre, cuatro o cinco ranchos junto a la quebrada, una manada de perros flacos, bebés de panza inflada. Pero no, las casas fueron levantadas hace pocos meses cuando un centenar de emberá katíos retornaran desde Bogotá, donde vivían desplazados. Chipá tal vez sea el más joven de los asentamientos indígenas del Alto San Juan. En los repechos aparecen los katíos yendo a Santa Cecilia con arrumes de cacao seco a la espalda.

–¿Pa’ dónde caminan, doctores?

–Para Santa Teresa.

–Ah…

Sólo las monjas Lauritas le dicen Santa Teresa, porque ahí fundaron una misión. Si bien han logrado que los nativos pinten las casas –lo que no sucede en los demás asentamientos–, nadie la llama por su nombre en castellano. A Santa Teresa los indígenas prefieren llamarla Sikuedó: “río de los cangrejos”.

–¿A dónde van?

–A Kemberdé.

Tras los encuentros, en cada poblado alguien reitera su curiosidad: “¿Dónde caminan?, ¿a dónde van?, ¿dónde suben?”. La respuesta podría evocarnos un día completo recorriendo el norte: a Paparidó, a Mentuará, a Dichubara. Troncos más gruesos visten la selva de neblina grumosa, ocultando diminutas rozas en que los indígenas sembraron una o dos cosechas de plátano primitivo y yuca. Luego todo se lo tragó la maleza.

–¿Dónde caminan?

A Uwadé, caminamos a Uwadé, siempre acompañados del rumor del agua. Los nacederos de la quebrada, si los alcanzáramos, insinuarían que detrás del filo quedan Sebedé y Aguasal, aldeas al pié del Alto Andágueda, que ya no desemboca al San Juan sino al río Atrato. Desde allí los Katíos tardan dos jornadas de marcha para acercarse a Dokabú y Santa Cecilia, donde consiguen velas, sal y aguardiente de alambique por galones.

Seguro fue por aquel camino que los guerrilleros del Ejército de Liberación Nacional metieron los choferes de Flota Occidental, con quienes se habían alzado el 6 de abril, pocos días después de la borrasca, pidiendo rescate luego de quemar ocho vehículos en Playa de Oro. Aunque los choferes fueron liberados al norte, sobre la vía Quibdó–Medellín, las conversaciones de paz con esa guerrilla que el gobierno anunció apenas una semana antes, se atascaron en las trochas resbalosas y coloradas que arriman hasta el Andágueda.

En Sikuedó (o Santa Teresa) una cartulina dibuja la figura de la madre Laura Montoya, antioqueña blanquísima a lomo de mula, misionera de la jungla chocoana, la única santa de Colombia. Reza lo siguiente: “Señor, llevo en mi corazón un gran dolor al verte desconocido, olvidado y ofendido en tantas almas”. Es obvio que se refería a estos indígenas que los colonos llaman “los irracionales”. Cuando la vieron por primera vez, a ella, a los guerrilleros de todas las letras y colores, al capitán Jorge Robledo y su cronista Cieza, a los esclavos cimarrones que aparecieron tres siglos atrás fugados de Tadó, Nóvita y Cartago, los katíos les preguntaron lo mismo:

–¿Para dónde caminan?

 

 

* Camilo Alzate, 1987. Nacido en Pereira, una ciudad donde las únicas letras valiosas son las letras de cambio. Caminante. Ha publicado crónicas y artículos en Fronterad, Universo Centro, Altair Magazine, Literariedad y otros medios.

** Rodrigo Grajales. Fotógrafo y documentalista independiente. Docente universitario. Acompaña movimientos sociales, conflictos políticos, así como procesos de los pueblos originarios de Colombia. Su trabajo ha aparecido en publicaciones colombianas (El Malpensante, El Espectador y Semana.com) y en medios internacionales (Revista Ñ, El Clarín, Internazionale, Antrhopos, Warscapes y Kunststadt).

**Todas las fotografías son de Rodrigo Grajales

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