Esta vez ir de Tabio a Bogotá —31 kilómetros que suelen hacerse en una hora— nos tomó 10 horas. Mi madre y yo salimos a las 3 de la tarde del miércoles 6 de noviembre en un bus que avanzó ligero por la carretera rodeada de campo. Por la ventana se veía a las vacas comer, quietas y juntas, bajo las nubes espesas. Apenas caían gotas, pero en Bogotá llovía. Era una lluvia animal, supimos después: hasta 100 litros de agua por metro cuadrado, según reportó el Ideam, frente a un promedio anual que equivale a 840 litros. Nuestro bus se dirigía hacia eso.
Nunca, sin embargo, llegamos a verlo. El trancón empezó a la altura del peaje a tres kilómetros de Bogotá y no le dimos importancia, hasta que pasó el tiempo. Una hora, dos, detenidos. Recuerdo haber buscado en redes y encontrar las primeras fotos y videos, no muchos: la autopista norte desde la calle 220 hasta la 180 cubierta de agua reposada y lóbrega. Los carros enterrados. Autitos que parecían piezas de un lego arrojado con furia, tractomulas de aspecto abatido, motos intentando cruzar como mondadientes que se empeñaran en separar el océano. La gente sobre el techo de los carros o casi nadando.
El bus en el que íbamos estaba bastante más al norte y no llovía, pero se sentía como otro naufragio, inmóviles entre cientos de vehículos. El desconcierto hizo su trabajo. ¿Qué estará pasando?, preguntaban los pasajeros al principio, con una timidez que pronto se transformó en practicidad nerviosa: Pasaremos la noche en el bus, ¿Cuánto más bajará la temperatura? ¿dónde vamos a orinar?, hay que ahorrar la batería del celular. Desde las sillas de atrás un hombre de cara huesuda propuso comprar aguardiente —aunque no precisó dónde— y armar una fiesta en el bus, y se echó a reír solo sin ningún eco. Poco después, cuando el conductor apagó el motor, ese hombre y otros dos decidieron irse. Deséenos suerte, pidió cuando la puerta se abrió. Nadie sabía a qué se lanzaban allá afuera. Una mujer anunció que llegar caminando a Bogotá les tomaría al menos dos horas. El crepúsculo ya se había instalado.
Es curioso el tiempo en estas situaciones. Se acumula rápido y a la vez se extiende ante la apariencia de inacción. En realidad, en el bus había una mezcla de pasividad y alerta. Pasividad porque no se podía hacer nada sino esperar y alerta porque no era posible —o al menos lúcido— aprovechar la situación para, por ejemplo, echarse a dormir o contemplar las montañas. Una mujer delgada y rubia se acordó de que llevaba una bolsa repleta de cintas para elaborar moños navideños y emprendió la labor, aunque desistió enseguida porque, según dijo, no podía concentrarse y los moños le quedaban torcidos. Esa clase de espera demanda una atención desmedida. Mi madre y yo no habíamos almorzado, pero tampoco teníamos hambre. Cada tanto yo sacaba una caja de Tic Tac y le ofrecía uno. Ella me pasaba una botellita de agua.
Otra cosa rara: el espacio alrededor —un trozo de pasto, el techo del peaje al otro lado de la autopista, una franja de puente peatonal— eso que está hecho para pasar desapercibido cuando se cruza a la velocidad máxima permitida, era ahora cotidiano. Era también un agujero al que nuestra cabeza llenó de cosas acechantes —gente peligrosa, animales, agua— bajo la sensación creciente de que nunca saldríamos de ahí.
El bus no se movía.
A nuestro lado un hombre en una camioneta con el logo de una congregación religiosa intentaba comunicarse con un grupo de monjas a las que debía recoger para avisarles que iba tarde. Incluso le pidió al conductor de nuestro bus que le tomara una foto para enviarla como prueba. Más allá, un camión frigorífico con la estampa de dos peces azules y saludables. Un bus escolar entre cuyos vidrios empañados se veía corretear a niños y niñas. Un chico dispuesto a empujar su carro minúsculo y varado con una chica al volante, ambos empeñados en llegar quién sabe a dónde.
A intervalos cortos, yo activaba mis datos móviles para revisar las cuentas de diversas entidades: el Instituto Distrital de Gestión de Riesgos y Cambio Climático (IDIGER), Bomberos Oficiales, Empresa de Acueducto y Alcantarillado, Movilidad Bogotá, Alcaldía. La información escaseaba. Había encharcamientos en la autopista —encharcamientos, una palabra que nunca había oído— y en otros 26 puntos de la ciudad. Estaban trabajando en ello. En la línea de emergencias 123 me dijeron lo mismo.
— ¿A qué hora podremos entrar a Bogotá? —pregunté.
—No se sabe.
Las respuestas llegan ahora, varios días después de lo ocurrido.
“Fue un evento climático extremo. Eso significa que unos regímenes de lluvia que superaron la media de Bogotá en muy corto tiempo hicieron que la infraestructura que ya tiene debilidades y no está construida para adaptarse a los cambios, se inundara”, dice la arquitecta Ana Milena Prada, subdirectora para el Conocimiento del Riesgo de la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres (UNGRD), la entidad que lidera el Sistema Nacional de Gestión del Riesgo con una función de coordinación ante lo que Prada llama desastres socionaturales que incluyen incendios forestales, avalanchas, sismos e inundaciones. El Sistema tiene autonomía municipal y departamental y aunque la UNGRD monitorea, solo actúa cuando las instancias anteriores se ven desbordadas y le piden ayuda. En el caso de la autopista norte, Bogotá respondió con su propio sistema.
Sí, añade Jorge Escobar, director de la Fundación Humedales Bogotá: cayó una gran cantidad de lluvia en un solo momento, pero ese no fue el único motivo. Otro es la presión que desde hace tiempo se ejerce sobre los ecosistemas del norte de Bogotá. El área donde la inundación ocurrió —aunque hoy haya mucho cemento— es una confluencia de aguas. Para describirla, Escobar habla de los cerros de Torca, al costado oriental de la autopista, que empatan con los cerros de La Calera y con el Parque Nacional Natural Chingaza. Después de Sumapaz, ese es el segundo lugar donde más llueve en el distrito capital. De los cerros bajan entre 7 y 9 quebradas que se cruzan con el río Torca que viene del sur y con el humedal Torca-Guaymaral para que, finalmente, el agua siga su curso al río Bogotá. Eso si no hubiera obstáculos. Pero los hay.
A las quebradas se interponen, por ejemplo, dos cementerios. El río Torca fue canalizado e impermeabilizado, lo que produjo que perdiera sus curvas y meandros que son la forma que tienen los ríos para frenar la velocidad del agua. Ahora es una línea recta que viaja a gran velocidad y recibe la basura de la que, tras su paso por Bogotá, el canal se surte. Por último está el humedal que se encuentra con el río a la altura de la calle 220 y que se divide entre la localidad de Suba, la de Usaquén, y un relicto ubicado en el separador de la autopista donde aún viven curíes y monjitas bogotanas. Escobar explica que un humedal cumple la función de una enorme esponja que recoge, retiene y filtra el agua, pero que al quedar fragmentado por la autopista, cuya construcción es de los años 50, esa función se ha perdido. Sin humedal el agua no tiene por donde correr y, simplemente, rebosa.
Pero además de la autopista, sobre el humedal Torca-Guaymaral —que como cada humedal tiene tres partes: un espejo, una ronda semiacuática y una zona de manejo y preservación ambiental— hay construcciones, escombreras y hasta vacas. En la voz de Escobar, lo que sucede suena como una marcha fúnebre: el espejo de agua que captaba la lluvia, en el que las aves migratorias se veían reflejadas desde el cielo y al que bajaban, se seca. El oxígeno disuelto en el agua se acaba y los peces mueren. La vegetación lo tapa. El lugar se llena de sedimentos y pasa a ser un potrero, listo para construir.
Sin embargo, el agua conserva la memoria, dice Escobar. Vuelve a donde solía ir. Entonces, se inunda.
Al anochecer, dos chicas le pidieron al conductor del bus que abriera la puerta para irse. Se perdieron entre una fila de gente que caminaba hacia la entrada a Bogotá. Las miramos en silencio, decididas, aun cuando las entidades del distrito recomendaban no andar a pie. ¡Cuidado con los vidrios!, grita una mujer en un video que vi después, con el agua llegándole a la cintura. Para ese momento el alcalde Galán había publicado sus primeros posteos, anunciado la conformación del Puesto de Mando Unificado desde el que se coordinó la evacuación de algunas rutas escolares —otras y otros estudiantes tuvieron que pasar la noche en sus colegios— y pedido, en lo posible, que los carros se desviaran por la carrera 7. Pero la carrera 7 también estaba inundada al igual que la calle 80. Desde el bus vimos vehículos pequeños y luego buses y camiones devolverse en contravía, buscando escapar. Era un remolino de llantas, luces y bocinas. Entonces pasó en contravía un bus de la misma empresa que el nuestro y el conductor propuso que quienes quisieran probar suerte por la carrera 7 se bajaran. La decisión no daba espera. Un grupo grande se fue. Nosotras nos quedamos: cinco mujeres más el conductor, una cofradía fuerte, pero efímera. Ninguna preguntó el nombre de las demás. ¿Para qué?
Avanzamos por el vacío que dejaron los vehículos fugados. Hasta que por fin llegamos a la zona inundada y ahí, mientras planeábamos lo que haríamos cuando entráramos al Portal Norte de Transmilenio —que a esa hora estaba colapsado de gente— nos topamos, por primera y única vez, con un cordón de la policía. El conductor nos notificó que la autopista estaba cerrada. Que no había paso. Que él se regresaba a Tabio, de donde había salido siete horas antes.
Así hicimos.
Ana Milena Prada, de la UNGRD, y Jorge Escobar, de Humedales Bogotá, concuerdan en que hubo fallos en la respuesta del distrito ante la situación, en particular en no haber aprovechado la época de sequía a comienzos del año para limpiar las cañerías del lugar. Prada agrega que un sistema de monitoreo constante y en tiempo real de las precipitaciones —un asunto entorpecido por la falta de presupuesto a las entidades que se encargan de esa tarea— permitiría generar alertas tempranas efectivas y avisarles a las y los ciudadanos que el nivel del agua está subiendo y cerrar vías de manera preventiva. Sin embargo, ambos apuntan a una solución mayor, más difícil, casi una reparación histórica: ordenar el territorio en torno al agua. Un ordenamiento, además, adaptado a la variabilidad climática y al cambio climático.
“En esta ciudad el modelo de ordenamiento territorial jamás se planificó con el agua en el centro, sino con el sector inmobiliario en el centro. Se prioriza el lucro, el cemento, el carro y el individualismo sin soluciones basadas en la naturaleza; sin adaptarse a los ciclos del agua en lugar de controlarlos. Los relictos de humedales están ahogados. Nuestra estructura ecológica principal está ahogada y no hay conectividad ecosistémica porque meten tubos y conectan el agua, pero eso desborda la infraestructura cuando la lluvia sobrepasa la normalidad. Es lo que ha pasado en Bogotá y es lo que va a seguir pasando”, dice Prada.
Según cifras del IDIGER tomadas del Sistema de Información para la Gestión del Riesgo y Cambio Climático (SIRE), el mayor número de eventos asociados a inundaciones en la ciudad en los últimos 20 años se registró en 2011. Fue a causa del fenómeno de La Niña y entonces, al igual que históricamente, las localidades más afectadas fueron Suba, Usaquén, Kennedy y Engativá. Ese año un 95% de la Universidad de La Sabana, ubicada en el borde norte de Bogotá, se inundó.
Hoy continúa lloviendo.
Llegamos a Tabio, vacío y gélido, pasadas las 11 de la noche. Mi madre y yo esperamos en una estación de gasolina a un conocido que prometió traernos a Bogotá por la vía que sale a la calle 80. Las otras tres pasajeras y el conductor se quedaron en Cajicá y Tenjo, donde trabajan y viven. El carro de nuestro conocido nos llevó, con la calefacción muy alta, en medio del paisaje sombrío, húmedo y ya solitario, a la casa de mi madre y a la mía. Era la una de la madrugada cuando entré.