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El segundo archivo de Andrés Caicedo llega a Texas y se reúne con el de Cortázar y García Márquez

La Benson Latin American Collection de la Universidad de Texas en Austin adquirió los archivos del escritor caleño que estaban en posesión de su hermana Rosario Caicedo. Ahora, esos archivos reposan al lado de los manuscritos de Julio Cortázar, César Vallejo, Sor Juana Inés de la Cruz, y muy cerca del archivo de Gabo.

por

Yefferson Ospina

Escritor y estudiante de PhD, Universidad de Texas en Austin


02.12.2024

portada por Nefazta
andres caicedo archivo

La anécdota es más o menos conocida: a principios de la década de los 80, varios años después de que Andrés Caicedo se quitara la vida con 60 pastillas de seconal en un oscuro apartamento de la Calle 6 en Cali, su padre encontró toda su obra: decenas y decenas de documentos mecanografiados con cuentos, novelas, críticas literarias, críticas de cine, cartas no enviadas, cartas recibidas, notas de proyectos literarios, notas de teatro, guiones de cine, diarios…

En fin, el archivo inédito de 25 años consumidos por la obsesión de la escritura, el cine, el teatro, la música y la pulsión irrefrenable de rebelarse contra el mundo. La anécdota, contada por Rosario Caicedo, hermana del escritor, es que todo aquel repositorio fue trasladado a la casa de Carlos Alberto Caicedo en donde, acaso como un melancólico intento de entender a su hijo muerto y las razones de su suicidio, el padre empezó a leer y a catalogar cada uno de los  documentos encontrados. 

Para entonces Andrés Caicedo era todavía una cierta sombra: el día de su muerte, el 4 de marzo de 1977, el titular en el diario El Pueblo fue “Encuentran muerto a crítico de Cine”, y la primera edición de ¡Que viva la música! apenas salía de la imprenta. La mitología estaba por hacerse: su desafiante fotografía con su mano derecha en los testículos, la crónica de la censura de Richie Ray y Bobby Cruz en la Feria de Cali, la épica de María del Carmen Huerta, el pantano de los ángeles, la salsa subvertiéndolo todo… O mejor, la mitología estaba hecha, solo quedaba lanzarla al mundo. 

Pero aquello ocurriría  años después. 

El archivo adquirido por la Universidad de Texas en Austin se dividió en dos: el archivo personal y literario de Andrés, y el archivo de su familia, constituido esencialmente por fotografías y libros de poesía de sus abuelos y abuelas. Todas las fotos suministradas por el autor.

En 1980 Hernando Guerrero, amigo de toda la vida de Andrés, decidió llevar a Luis Ospina y a Sandro Romero Rey –dos de los mejores amigos de Caicedo– a la casa del padre de Andrés para que se asomaran a la vastedad de la memoria que el jovencito escritor había dejado. Imagino aquel cuadro: Ospina y Romero asomados al vértigo del archivo de una de las personalidades artísticas más fascinantes de toda América Latina, el archivo del jovencito tartamudo de cabello largo fundador del Cine Club de Cali, de la primera revista especializada en cine en Colombia, autor de una novela que habría de convertirse en canon, de varios libros de cuentos que habrían de convertirse en canon, marxista renegado, burgués renegado, actor del Teatro Experimental de Cali, amante de la salsa que nunca aprendió a bailar, cuentista obscenamente brillante.

Fueron ellos dos, Ospina y Romero, quienes se dieron a la tarea de imponer un orden a las decenas de folios mecanografiados y armaron, para 1984, el primer volumen de cuentos de Caicedo que fue publicado por Oveja Negra y que se tituló  Destinitos Fatales. Hasta entonces, además de unos cuantos artículos en el diario El Pueblo y Diario de Occidente, y sus críticas en Ojo al Cine,  las únicas publicaciones del escritor caleño eran El Atravesado, una autopublicación financiada por su madre y de la cual él mismo diseñó la portada y luego la llevó en consignación a todas las librerías del centro de Cali; y ¡Que viva la música!, publicada por Colcultura en 1977 gracias al esfuerzo de Gustavo Cobo Borda. Después de Destinitos Fatales aparecieron CaliCalabozo, Angelitos Empantanados, Noche sin fortuna, y luego serían las editoriales Plaza y Janés, Norma y Penguin Random House las que seguirían dando a luz la obra que Caicedo había dejado en los cajones de su apartamento.

Así, entonces, fue el descubrimiento de su archivo por parte de su padre y su ordenamiento por parte de Ospina y Romero lo que permitió dimensionar al genio y lo que permitió después conformar uno de los capítulos más fascinantes de la historia de la literatura colombiana.

Esa es la anécdota más o menos conocida. 

Y lo que sigue es el nuevo capítulo dentro de esa anécdota: en enero de este año, la Benson Latin American Collection de la Universidad de Texas en Austin adquirió el archivo de Andrés Caicedo que se encontraba en manos de su hermana, Rosario. Dicho así parece no sonar a nada, por eso habría que poner la perspectiva. 

Entre los documentos que pasan al archivo de la Universidad de Texas están 22 documentos relativos al Cine Club de Cali y a la revista Ojo al Cine entre los que están cartas desde Argentina y México de editores interesados en la revista.

La Benson Latin American Collection es la colección de archivos sobre América Latina más importante de los Estados Unidos, y entre los autores cuyos manuscritos guarda se cuenta a Julio Cortázar –el manuscrito original de Rayuela está allí–, Sor Juana Inés de la Cruz, Gloria Anzaldúa, José Revueltas, César Vallejo… Son solo algunos nombres para intentar comprender el hecho de que el archivo de Andrés, las cajas halladas en algún momento por su padre y ordenadas por Ospina y Romero cuando el cadáver ya era polvo en el Cementerio Central de Cali, se guarda ahora al lado de esos nombres titánicos. 

Un dato más. La Universidad de Texas en Austin, a la que pertenece la Benson Latin American Collection, es la misma universidad que guarda los archivos de Gabriel García Márquez. 

Es un dato. Había que darlo. 

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En diciembre de 2022 Rosario Caicedo me invitó a su casa en Middletown, Connecticut, con un solo y hermoso propósito: reunirme con un espectro. Lo que haríamos sería tratar de ordenar todos los archivos que ella tenía de su hermano Andrés, entender esa memoria abrumadora, asomarnos a sus convulsiones y, luego, llevarla a la Universidad de Texas en Austin. Yo ya había entrado en conversación con Adrian Johnson, especialista en temas andinos y jefe de servicios de usuario de la Benson Latin American Collection, quien me había manifestado su interés por adquirir el archivo de Caicedo en manos de su hermana. 

Mi visita a Rosario ocurrió entre el 30 de diciembre de 2022 y el 10 de enero de 2023: ella y yo en la sala de su casa y el espectro en todas partes, observando, silencioso, a través de los libros que había leído, la colección de discos que había escuchado, las fotos de los abuelos y abuelas, las cartas que nunca envió, las historias que escribió en su infancia, los cuadernos de su escuela, el testimonio de sus horrores recluido en una clínica psiquiátrica en Bogotá, las crónicas de sus amores rotos, de la guerra con su padre, del amor agónico a su madre, de su obsesión con el cine, esa otra obsesión con la escritura, con el gótico del trópico, con la decadencia de la burguesía pueblerina de su ciudad, el fulgor que fue para él la salsa, el primer sexo con una prostituta, el primer sexo con otro hombre, los sueños malsanos de las drogas… 

Me gustaría decir que el espectro nos habló. Pero no. Acaso nos observó, remoto. Lo imagino con su mirada taciturna, tímida tal vez de que nos acercáramos a su convulsa intimidad, remoto y brutal, mientras nosotros descubríamos todo lo que no se ha dicho, todo lo que queda por decir. 

Al término de esos días tan apaciblemente delirantes con Rosario, con el único descanso de salir a caminar los enrarecidos bosques de Nueva Inglaterra a menos cinco grados centígrados, el archivo estuvo consolidado: 12 cartas originales mecanografiadas, 11 cartas de su padre Carlos Alberto Caicedo, 26 manuscritos inéditos entre los que se cuenta una descarnada autobiografía escrita mientras estuvo internado en la clínica psiquiátrica Santo Tomás de Bogotá, en 1976; la carta del intento de censura a ¡Que viva la música! en su primera edición de 1977; 26 cartas de Rosario Caicedo a su hermano Andrés, 22 documentos relativos al Cine Club de Cali y a la revista Ojo al Cine entre los que están cartas desde Argentina y México de editores interesados en la revista; más de 20 narraciones tempranas inéditas, el manuscrito original de El Atravesado; 7 manuscritos de sus obras de teatro; una copia de su libro de críticas, llamado El libro negro; las cartas cuidadosamente guardadas por su padre con los contratos para la publicación de su obra, los guiones cinematográficos que llevó a Hollywood en 1973 e intentó vender al productor de cine Roger Corman; 5 álbumes de fotografías de su familia, uno de ellos construido en 1917; 357 libros de su biblioteca personal, entre los que se cuentan varios libros de teoría marxista, desde El Capital hasta ensayos de Marcuse; la poesía completa de García Lorca, el Ulysses de Joyce, varios volúmenes sobre psicoanálisis, obras de Shakespeare, de Homero, de E.T.A Hoffman, y mucho de la literatura latinoamericana del Boom, así como libros sobre crítica cinematográfica, una autobiografía del líder indígena caucano Manuel Quintín Lame, y cerca de 10 volúmenes sobre historia colombiana; 76 discos de vinilo entre los que enumeramos el Beggar’s Banquet y el Let It Bleed de los Stones, dos trabajos de Jimmy Hendrix, dos de Leonardo Favio, 6 de The Beatles, incluido el White Álbum y el Sgt. Pepper’s; 12 álbumes de Bob Dylan, uno de música ceremonial africana, un álbum de Piero, otro de Los Panchos, dos de Cat Stevens, la banda sonora de Barry Lyndon, la banda sonora de La naranja mecánica, Horses de Patti Smith; The Best of Duke Ellington; The best of Mississipi John Hurt; 65 publicaciones críticas alrededor de su obra, traducciones al inglés, alemán, italiano y portugués; libros de poemas de sus abuelos y abuelas, libros con recortes de periódico que testimonian la vida de los Caicedo Estella y más de 30 fotografías sueltas de su infancia y su familia, entre las que se cuenta un daguerrotipo de don Juan Nicolás Estella Feijó, su abuelo materno. 

Abrumador. 

Un archivo es una memoria, un subconsciente, una reunión de espectros, un terreno liminal en donde lo desaparecido cobra una vida rotunda y urgente, exigiendo, casi gritando, el acto mínimo de justicia que es decirle al mundo “esto existe”, que es la certeza de la existencia de entresijos aún no descubiertos, mapas aún no dibujados. 

Las vueltas que da un archivo

Hay una historia detrás de esta historia cuyos detalles no serán contados aquí pero cuyo argumento es más o menos este: en 2004, el padre de Andrés Caicedo, Carlos Alberto Caicedo, decidió donar el archivo del escritor a la Biblioteca Departamental de Cali. Meses después de esa donación, Rosario Caicedo y el mismo Carlos Alberto decidieron visitar la biblioteca para corroborar que los manuscritos de Andrés estuvieran disponibles para consulta y los encontraron, en palabras de Rosario, “tirados en cajas húmedas en una bodega a la que hasta se le estaba entrando el agua”. 

Decidieron entonces retirar los archivos y empezar a buscar otra institución que quisiera hacerse cargo de ellos. 

En 2007, la Biblioteca de Bogotá Luis Ángel Arango manifestó su interés por recibirlos y, al tiempo que se hizo el lanzamiento del libro de memorias inéditas de Andrés Caicedo, El cuento de mi vida, se anunció la adquisición por parte de la Luis Ángel Arango del repositorio literario de Andrés que estaban en poder del padre. 

El asunto con muchos archivos es que, aparentemente, parecen no tener fin. 

En 2010, Carlos Alberto Caicedo falleció. Como ocurre con toda muerte, ese fallecimiento fue seguido por el desmantelamiento nostálgico de las posesiones del difunto: así, las hermanas de Andrés Caicedo encontraron decenas de manuscritos, fotos, libros y otras pertenencias del escritor que no habían entrado al archivo donado a la Luis Ángel Arango y, con todos aquellos restos –entre los que se cuentan la famosa Carta al Padre de Andrés Caicedo– se conformó un segundo archivo. 

Ese es el que ahora está en Austin.

Espectros en Texas

Andrés conoció esta tierra. A mediados de 1973, siendo aún un semidesconocido reconocido apenas por haber fundado el Cine Club de Cali y por un par de concursos de cuento que había ganado, Andrés Caicedo decidió viajar a Los Ángeles a intentar vender algunos guiones que había escrito, en castellano, a cualquier productor que quisiera comprarlos. 

Ese viaje está espléndidamente contado por el cineasta caleño Jorge Navas en su película Balada para niños muertos. Andrés llegó primero a Houston, Texas, a casa de su hermana Rosario que vivía allí desde 1972. La idea era que Rosario, quien para entonces apenas balbuceaba el inglés, le ayudara a traducir los guiones. Ella lo hizo en un ejercicio tan conmovedor como descorazonador: tomó un diccionario y básicamente reemplazó cada palabra en castellano por su correspondiente palabra en inglés. Lo que se sabe es que en algún momento esos guiones llegaron a manos del productor de Cine B de Hollywood, Roger Corman quien, al parecer, no entendió el inglés rústico al que fueron traducidos. 

Pero eso ocurrió después. 

Entre el archivo hay 20 narraciones tempranas inéditas de Caicedo.

Rosario recuerda que Andrés odió Houston, ciudad para él vasta y hostil y solitaria, de calles abandonadas y edificios luminosos y millares de carros, todo desierto. Pero en cambio amó Galveston, en cercanías del Golfo de México, y amó un viaje a la frontera con México que hizo con Rosario en su Beetle del 68. También viajó a New Orléans y escuchó jazz en el Preservation Hall y ocurrió otro de esos episodios tan brutalmente epifánicos que caracterizaron su vida: mientras caminaba por la orilla del Mississippi pudo observar que un grupo de gente filmaba una película. Resultó que el director era el ya legendario Sergio Leone y resultó que Andrés, entre su mal inglés y castellano entendido a medias por el director italiano, le pidió una entrevista a la que Leone accedió. La anécdota de Rosario Caicedo sostiene que la cita entre ambos fue al día siguiente y sostiene otro dato revelador. Al final de la entrevista Leone gritó sonriendo: “Com’è possibile che questo bambino sappia così tanto di film?” Andrés tenía entonces 21 años y, como puede corroborarse a través de la lectura de la revista que fundó, Ojo al Cine, era probablemente el mayor crítico de cine que Colombia tuvo en la década de los 70. Aquella entrevista, justamente, fue publicada en el segundo número de Ojo al Cine, una de cuyas copias reposa en el archivo que hoy está en Texas. 

Luego fue el viaje a Los Ángeles, su fracaso intentando vender sus guiones en Hollywood, su regreso a Colombia, la decisión de escribir ¡Que viva la música!, y la espiral irrevocable que terminó aquel 4 de marzo de 1977, el mismo día que recibió la primera edición de su novela editada por Colcultura, con su suicidio. 

A mí todo eso me fascina. Me fascina que esta tierra extraña, esta frontera rara que fue México y que antes de México fue Comanche y Wichita y Tonkawa y que ha derramado tanta sangre, esta tierra de días de un azul perturbador y de planicies enloquecedoras, este territorio ambiguo reclamado por tantas lenguas, haya sido pisado por Borges y por Octavio Paz y por Anzaldúa y por Vitale y por Caicedo y por tantos otros y otras… 

Me fascinan las presencias que nos persiguen en estas llanuras…

Lo que se queda en Texas

No todo lo que estaba en manos de Rosario Caicedo fue adquirido por la Benson Latin American Collection. Por ejemplo, los 76 discos de vinilo y los 357 libros de la biblioteca personal de Andrés fueron donados a la Cinemateca Distrital de Bogotá por Rosario.

La mayoría de lo que ahora está en Texas son manuscritos, muchos de ellos inéditos, que van desde la correspondencia personal del escritor, pasa por sus diarios, sus narraciones más tempranas, guiones, obras de teatro, material publicitario del Cine Club de Cali, fotografías de su infancia, fotografías hechas por Eduardo ‘La rata’ Carvajal, correspondencia familiar y álbumes fotográficos. En mayo de este año trabajé como voluntario de la Benson Latin American Collection para ordenar, según las categorías de su catálogo, el archivo. Y ante todo me sorprenden todas las puertas que esos manuscritos abren para entender al genio caleño y su obra. 

La carta del intento de censura a ¡Que viva la música! en su primera edición de 1977.

El intercambio epistolar con su padre, del que aún quedan varias cartas inéditas en el archivo que llegó a Texas, por ejemplo, es tan hermoso como devastador. Su relación fue tormentosa y yo tengo la sospecha de que Caicedo utilizó esas cartas para manifestar, entre otras cosas, la tristeza profunda que le causaba el hecho de sentir que su padre nunca pudo entenderlo. Una de esas misivas, por ejemplo, termina así: “Tú, Carlos Alberto, concebiste en mí una fuerza contraria, pero tal vez, pienso yo que puedan ir en líneas paralelas. Tu hijo (que te pesa), Andrés”. En otra, Andrés disecciona sin ningún tipo de escrúpulos la condición pequeño-burguesa de su familia y habla de la necesidad de separarse de ella para poder desarrollar libremente su obra artística. 

Como en el caso de Kafka, su relación atormentada con el padre y su dependencia emocional por la madre fueron esenciales para su escritura. 

Hay también en este archivo un conjunto de documentos que permitirían comprender el impacto de la obra de Caicedo después de su muerte. Se trata de los recibos y contratos firmados con las editoriales que publicaron su obra y en las que puede atestiguarse el volumen de los tirajes: cada dos o tres meses se hacían publicaciones de hasta 10 mil ejemplares de ¡Que viva la música!, Destinitos Fatales o Angelitos Empantanados. ¿Acaso fue, después de García Márquez, uno de los grandes best-sellers colombianos de la segunda mitad del siglo XX?

También puede leerse su cuaderno inédito de crítica temprana al que llamaba El libro negro, un documento que permite reconstruir su trayectoria como escritor y analizar sus influencias; o se pueden consultar los álbumes de fotografías familiares que arrojan luz sobre la trayectoria social de su familia, la relación de sus padres y abuelos con el Cauca, en Colombia, y el universo social que luego pobló sus novelas. 

El archivo adquirido por la Universidad de Texas en Austin, justamente, se dividió en dos: el archivo personal y literario de Andrés, y el archivo de su familia, constituido esencialmente por fotografías y libros de poesía de sus abuelos y abuelas. 

La famosa carta al padre de Andrés Caicedo.

Sin duda, entre los grandes documentos que ahora se pueden consultar en Texas se encuentran los diarios inéditos escritos por Caicedo entre 1964 y 1976, a través de los cuales se puede rastrear toda su evolución psíquica, su relación con el teatro, el cine y los movimientos caleños de izquierda, así como sus experiencias sexuales y con las drogas. Entre esos documentos está la pieza original mecanografiada de la autobiografía que escribió cuando se encontraba en la clínica psiquiátrica Santo Tomás de Bogotá, en 1976, y en la que deja un testimonio desgarrador de los efectos que sobre su cuerpo y su mente dejaban las medicinas que le fueron suministradas. En ese documento se puede leer: “He aquí lo que siento, ya casi al mes de haber sido inyectado con Prolipsin-D. Antes que todo, imposibilidad de demostrar o sentir emociones, como ira o felicidad. Lo único que puedo hacer es caminar de un lado para otro, o dormir bajo el efecto del Fenergán. Tampoco puedo leer y a duras penas escribir (…) No puedo demostrar afecto, no puedo hacer el amor, soy como un ente, teniendo dentro de sí una droga destinada a ‘pensar bien’”. 

¿No es acaso esto un testimonio invaluable de los efectos del desarrollo de la psiquiatría en Colombia en la segunda mitad del siglo XX? ¿No permitiría un documento como este comprender las maneras en las cuales la psiquiatría operó en nuestro país, y en tantos otros, como un brutal mecanismo de poder para la dominación y domesticación de cuerpos y mentalidades subversivas?

O, ¿no pueden los álbumes de fotografía de la familia Caicedo Estella, así como los recortes de periódicos de las secciones en que se promocionaban cumpleaños, matrimonios, fiestas de quince, y demás, permitirnos entender la estrechez del mundo pequeño-burgués poscolonial colombiano? ¿No son las notas de apreciación cinematográfica dejadas por Caicedo y los rastros de su actividad con el Cine Club de Cali una manera de comprender, aunque sea parcialmente, por qué esa ciudad ha sido uno de los grandes centros de creación audiovisual en Colombia?

Un archivo es un subconsciente, dije antes. Y en el caso de Caicedo, creo que este archivo es un terreno aún no explorado de todas las pulsiones, represiones y fantasías que definieron a gran parte de la juventud urbana de la segunda mitad del siglo XX en Colombia.

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Yefferson Ospina

Escritor y estudiante de PhD, Universidad de Texas en Austin


Yefferson Ospina

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