A favor del periodismo de entretenimiento

Se equivocaron en los Óscar. “Un error histórico” anunció el premio a Mejor Película con el nombre equivocado. La noticia se apoderó de las agendas y llovieron las críticas: demasiada atención para un tema tan light. Pero el error sí es histórico y el despliegue necesario. Los Óscar reflejan la sociedad y el entreteniendo cuenta el mundo.

por

Laura Galindo M.


02.03.2017

En las elecciones peruanas del 2016, Mariano Cucho, presidente de la ONPE se equivocó anunciado a Pedro Kuczynski como presidente electo de la república. No confundió los nombres, pero si la cantidad de votos y declaró, para todo el país, que Kuczynski había ganado con el 49,87 % y Keiko Fujimori, candidata enfrentada, había perdido con el 50,12 %. ¡Fraude! ¡Corrupción! ¡Elecciones ilegítimas! ¡Que investiguen, que renuncien todos! Cucho rectificó las cifras y le achacó la culpa al cansancio. Se mantuvo firme en que las cifras eran transparentes y cualquiera podía verlas. “Es un tema anecdótico”, dijo.

Más de veinte años antes, Carl Sagan prendió las alarmas de la ciencia asegurando que si se daba una guerra nuclear, el tan temido humo estratosférico llegaría hasta la atmósfera, bloquearía el sol y nos extinguiríamos como los dinosaurios. La NASA replicó sus declaraciones y siete años después, tuvo que rectificarse argumentando fallos en los cálculos. Nadie iba a extinguirse. El cambio climático por uso de armas nucleares enfriaría la tierra máximo 2 grados de medida. ¡Qué irresponsabilidad! ¡La infalible NASA acabando el mundo antes de tiempo con guerras hipotéticas!

El domingo pasado, durante la 89ª edición de los Óscar, Warren Beatty, que hacía las veces de presentador, anunció a La La Land como ganadora del premio a Mejor Película para luego tener que retractarse. Al parecer, le habían entregado el sobre equivocado y el Óscar era para Moonlight, la historia de un afroamericano víctima del racismo y la homofobia miamisense. “Un error histórico”, dijo La Vanguardia. “El error más clamoroso”, dijo El País. Pero el escándalo esta vez fue otro: ¡la gente muriéndose en Siria y el periodismo preocupado por los Óscar! ¡Donald Trump construyendo un muro y el entretenimiento hablando del maquillaje perfecto de Emma Stone!

El periodismo cuenta el mundo y el mundo no puede contarse sin lo mainstream

Ciencia. Conocimiento. Ideología. Política. Todas son palabras y conceptos solemnes. Ideas y razones. Pero hay otra forma de estar en el mundo. Moda. Farándula. Televisión. Cine. Emociones y tendencias. Y es aquí donde quiero detenerme. A una sociedad no la explican sólo sus ideas políticas y sus movimientos económicos. La explican también, y quizá de manera más contundente, sus flujos simbólicos y sus celebridades, sus tendencias y sus fetiches. El programa de televisión con más audiencia, el sencillo musical con más copias vendidas, la revista de farándula con más lectores. Ya lo dijo Walter Benjamin, uno de los grandes pensadores del materialismo histórico, en una serie de cartas que intercambió con Gretel Adorno: “el ADN de una civilización se construye no sólo con las curvas más altas de su pensar, sino también, con sus movimientos en apariencia más insignificantes”.

El periodismo cuenta el mundo y el mundo no puede contarse sin lo mainstream. Sin ese universo cultural que nace en los años sesenta con los movimientos estudiantiles por la libertad de expresión en Estados Unidos, con la contracultura del rock, del pop y la fotografía como arte. Con la libertad sexual y las luchas feministas. No puede contarse sin el entretenimiento, sin ese estallido simbólico y corporal que se convirtió en una paradoja ideológica –se critica la sociedad de masas desde su consumo–, que rompe barreras y desmitifica la alta cultura europea, los grandes pensadores y la academia como únicas formas válidas de conocimiento. El mismo que tanto incomodó a los filósofos como Hannah Arendt y Theodor Adorno. Que los hizo asumir la llegada de una crisis cultural y de una catástrofe artística, producto del capitalismo y sus monopolios, que lo mercantilizaba todo y carecía de autenticidad.

Pero el entretenimiento, también, es ese mismo estallido que habló por primera vez de lo absurdo que resulta separar la cultura en alta y baja. De lo paradójico que es invalidar lo frívolo por frívolo y negar lo masivo como forma legítima de explicar la sociedad. De significar contextos, proponer reflexiones y pensar el mundo.

Los Óscar son un escenario in vitro de la “sociedad mundial” que planteó Niklas Luhman. Todo muy leve, pero lleno de profundas abstracciones. En 1929, cuando se quebró la bolsa de Wall Street el mundo entró en crisis y ni el arte ni el cine se salvaron. Los actores ganaban poco y trabajaban mucho, los guionistas se convirtieron en propiedad de los estudios, las empresas se prestaban artistas entre sí y usaban sus obras varias veces sin darles el crédito. Para los premios de 1936 existían dos bandos, artistas y productores, y cada uno tenía su favorita a mejor guión: Mutiny on the Bounty, de Frank Loyd, por parte de los productores, y El informante, de Dudley Nichols, por parte de los guionistas. Fue la guerra de siempre, la de los ricos y los pobres, la de los opresores y los oprimidos, la de los de arriba y los de abajo.

En los años setenta, al mismo tiempo que se alzaban consignas de igualdad y banderas de justicia, se hicieron frecuentes los asesinatos y las agresiones a nativos americanos. Seguía vigente el complejo de superioridad blanco y Hollywood llenaba las pantallas con estereotipos de de indios violentos que mataban colonos arrancándoles el pelo. “Los indios han sido trágicamente tergiversados en las películas, en los libros, en nuestras actitudes”, dijo Marlon Brando, “El Padrino”, en una entrevista para The Dick Cavett Show. Ese mismo año, rechazó el premio a Mejor Actor Protagónico que le otorgó la academia y ni siquiera asistió a la ceremonia. En su lugar, se presentó Sacheen Littlefeather, una activista apache por los derechos civiles, e hizo público el rechazo de Brando.

Y este domingo, el presentador de la 89ª edición de los Academy Awards equivocó los resultados en el premio más importante de la noche. El equipo entero de La La Land se subió al escenario para bajarse contrariado minutos más tarde. ¡Fraude! ¡Que investiguen! ¡Oscargate! PriceWaterhouseCoopers –PcW– era la firma encargada de garantizar la transparencia de la ceremonia. La misma que desde junio del año pasado enfrenta un demanda de más de 5 mil millones de euros por negligencia en las auditorías del Colonial Bank, uno de los más importantes de Estados Unidos. Y la misma que desde hace unos meses investigan por posible fraude en Iowa durante las elecciones presidenciales.

La explicación del error en los Óscar es sencilla. PcW delegó a Martha Ruiz y a Brian Cullinan como veedores de la ceremonia. Cada uno custodiaba doce sobres con los ganadores de las doce categorías y debía entregárselos al presentador de turno. Cullinan le entregó a Warren Beatty el sobre equivocado, que entre otras cosas no anunciaba la Mejor Película sino la Mejor Actriz, y Beatty, sin entender del todo, le dio el premio a La La Land. ¡Fraude! ¡Que investiguen! ¡Los Óscar son blancos otra vez y no quieren premiar películas que hablen del racismo! ¡PriceWaterGateCoopers!

Es cierto que “el periodismo está en crisis”, que ya no quiere molestar a los poderes porque depende de ellos y que la libertad de expresión muchas veces es un espejismo. Que las audiencias prefieren saber de la vida de los famosos, que importa el negocio, que impera lo light y que de estar desinformado nadie se ha muerto. Pero no es cierto que esa crisis sea culpa del entretenimiento. El entretenimiento es un producto de la modernidad y, tal vez, su mejor propuesta. Una que molesta los poderes sin que los poderes se den cuenta, una que explica el mundo sin que el mundo sienta la prepotencia intelectual de la “alta cultura”. Es, como dijo el periodista Alessandro Baricco, “la energía necesaria para el desarrollo”. El impulso para un nuevo periodismo. Para ese periodismo en el que yo creo.

 

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