Ensayos sobre la Bienal, 5 cosas que aprendimos (para bien o para mal) de la BOG25

Después de mucho bombo y platillo, por fin llegó la BOG25, la Bienal Internacional de Arte y Ciudad de Bogotá. Tras visitar la mayoría de los recintos, Jerson Murillo pone sobre la mesa una serie de reflexiones sobre estas siete semanas y sobre aquello a lo que deberíamos prestar más atención en medio de la felicidad.

por

Jerson Murillo


17.10.2025

Esta entrada hace parte de la columna «Prueba de artista con Jerson Murillo», un espacio donde se califican exposiciones de arte desde la mirada de un espectador. Si quiere ver los parámetros con que se califican las exposiciones, haga clic acá. Si quiere leer otras entradas de la columna, haga clic acá.

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¿Es posible democratizar el público del arte?

Seamos honestos: para mí es inevitable preguntarme por qué los únicos que vamos a exposiciones somos artistas, estudiantes de arte y agentes culturales. ¿Por qué vamos? ¿Por qué nos gusta? ¿Porque es nuestro trabajo? ¿Porque buscamos conseguir algo? ¿Por qué el público general (no especializado en arte) no asiste a exposiciones?

Como artista, tengo una idea algo optimista (y sí, hablando de felicidad, el tema de la bienal, jajaja). El arte, como los libros, la música, el cine o la televisión, también tiene la capacidad de generar ADN cultural. El arte debería ser un derecho fundamental para nuestra ciudad.

En mi caso personal, creciendo en Ciudad Bolívar, no tuve mucho acceso a la cultura. La primera vez que fui a un museo tenía 18 años. ¿Cómo terminé siendo artista? O mejor: ¿cómo tuve la opción de elegir serlo? Programas públicos como CREA del Idartes, con su formación gratuita en artes, hicieron posible que yo pudiera creer en la posibilidad de poder convertirme en artista.

Un programa que, en su inicio, buscaba matar dos pájaros de un tiro: primero, ofrecer formación cultural a localidades que históricamente no la habían tenido; y segundo, emplear al gran número de egresados que producen los programas universitarios de arte cada semestre y que, al graduarse, descubren que no somos una economía nacional de arte.

El 20 de septiembre fue un sueño hecho realidad (aunque no me hayan invitado a exponer en la Bienal). Ver a tantas personas disfrutando las flores sobre los espejos de agua del Eje Ambiental, la incesante fila en el Palacio de San Francisco y las miles que asistieron al performance en la Plaza Cultural La Santamaría fue conmovedor.

No pienso en los llenos totales en los recintos de la bienal; pienso en que, para muchos (miles, quizás millones), fue la primera vez que disfrutaron del arte en meses, en años, en su vida. Ver a las familias felices haciendo “el plan de la bienal”, el plan del mes, fue esperanzador.

¿Y cuántos niños se habrán inspirado durante estas semanas simplemente a dibujar? Una semilla que crecerá hasta convertirse en el sueño de ser artista. Darle a esta ciudad rígida la posibilidad de imaginarse artista.

Ojalá muchas personas se inscriban a los programas de arte o a carreras de las industrias creativas después de esta bienal. Sería una pequeña solución al problema de que cada vez menos gente quiere o puede estudiar arte, una situación que enfrentan la mayoría de los pregrados de arte de la ciudad.

¿Arte popular?

Una convocatoria mal formulada, el hambre infinita de artistas con formación formal por exponer a como dé lugar, la ausencia de espacios para los artistas empíricos en la bienal y la definición forzada —o inventada— de arte popular por parte del curador: un resumen de esta exposición.

Durante el fin de semana de ARTBO, y aprovechando para ir a las inauguraciones del nuevo ciclo de exposiciones en el Claustro de San Agustín de la Universidad Nacional, visité la exposición de la bienal que más quería ver personalmente: el Salón de Arte Popular. Una muestra que, a muchos, nos decepcionó. No voy a discutir teóricamente qué es el arte popular; no soy académico, y no quiero aburrirlos con un texto sobre las diferencias entre el arte popular y el contemporáneo. Antes de que digan que esta crítica es fruto de la envidia por no estar en alguna exposición de la Bienal, o que es un ataque personal a los participantes de esta muestra (algunos se molestaron porque opiné sobre ella en una historia de Instagram), aclaro que no me presenté a esta convocatoria por dos razones. La primera: mi agenda. Estuve ejecutando dos estímulos durante las fechas de la invitación pública; no había tiempo. Sumado a que a la Secretaría le encantó hacer el 85 % de las convocatorias de esta bienal a la carrera… mucho menos tiempo.

La otra razón: cuando vi la publicidad de esta convocatoria, se entendía implícitamente que el perfil específico al que estaba dirigida era el del artista empírico. Incluso pensé que la curaduría estaría a cargo de la Fundación BAT. Viendo lo que terminó siendo, quizá también me hubiera presentado.

Revisando la invitación hoy, noto que no se definió el perfil de artista que buscaban. Por eso se postularon los mismos de siempre: el segundo puesto del Salón de Arte Joven de hace unos años, la pareja de pintores que expone regularmente en San Felipe (y que participa en varias curadurías de la bienal), el que exhibió recientemente en ARTBO y el que actualmente expone conmigo en Imagen Regional 10 del Banco de la República. Al curador le tocó jugar con lo que había, y terminó creando su propia definición (que no es la real) de arte popular, para intentar que esto funcionara. Pero esta exposición no es arte popular.

A esta bienal le faltó, además de salir del centro hegemónico del arte en Bogotá, la presencia de artistas empíricos, autodidactas o provenientes de contextos donde el arte no es su oficio principal; le faltó la multiculturalidad de nuestra ciudad, la representación de regiones apartadas (territorios PDET, pueblos patrimonio, zonas rurales e incluso población carcelaria); le faltaron obras realizadas con materiales accesibles o reciclados, que expresen lecturas profundas de su entorno social, ambiental y cultural.

Para ellos debía ser esta exposición: para que ese estímulo de $4.000.000 y la posibilidad de trabajar con el curador fueran una verdadera oportunidad. No una exposición más para el portafolio, ni un logro más para recitar en inauguraciones, ni un estímulo más para los artistas que siempre terminan en esos espacios.

Menos mal, la semana siguiente pude saciar mi hambre de arte popular en el Salón BAT de Arte Popular, que estará en el Museo Colonial hasta enero de 2026.

La mediación: el rol invisible (y esencial) de la bienal

Con honestidad, me han ofrecido el trabajo de mediación más de una vez. En teoría, se presenta como uno de los roles más importantes dentro del medio del arte: aquel que conecta la obra con el público, el pensamiento con la experiencia, la institución con la calle. Pero en la práctica, el mediador termina haciendo de todo menos mediar. Carga, acomoda, organiza, guía, entrega formularios. Y en medio de esa rutina, el sentido profundo del rol, el diálogo, la traducción sensible, la escucha se diluyen. A eso se suma la forma en que muchas personas tratan a los mediadores: condescendencia, indiferencia, incluso desprecio. Por eso no es fácil asumir ese papel, aunque debería ser uno de los más respetados.

Aun así, me gustaría hacerlo algún día. Siempre me ha gustado compartir con mis amigos lo especial de una obra, incluso con quienes “no saben mucho del tema”. Cuando presento mi propia obra en una inauguración, ese único día en que el espacio se llena, me gusta comprometer al público, conversar, provocar. Quiero que la gente se vaya pensando, que incluso después, mientras beben o caminan, sigan hablando del hambre en Colombia, de la competencia en el arte. Me gusta generar esa fricción, ese pequeño temblor de pensamiento.

Claro, eso no siempre cae bien. En el medio hay quienes repiten la vieja idea de que “la obra debe hablar por sí sola”, que “explicar es subestimar al público”. Pero ¿de verdad es así? ¿No es la mediación precisamente el espacio donde la obra y el espectador pueden hablarse sin miedo? ¿No es ese diálogo (a veces torpe, a veces revelador) lo que da vida al arte?

Un texto que ha sido una brújula para mí, tanto como artista como mediador, es El artista, el científico y el mago, de Luis Camnitzer. Allí, el autor propone tres figuras simbólicas: el científico, que busca explicar lo increíble desde la lógica; el mago, que convierte lo imposible en real, pero guarda el truco; y el artista, que se mueve entre ambos. El artista puede especular, usar metáforas, crear sentido sin necesidad de comprobarlo. Su responsabilidad es doble: con la comunicación y con el rigor, pero su campo le permite una libertad que el científico o el mago no tienen.

La mediación habita ese mismo territorio intermedio: no se trata de “explicar” las obras, sino de abrir preguntas; no de enseñar, sino de compartir una experiencia.

El problema del arte en Colombia no es solo de clase (aunque lo es), también es de lenguaje. No basta con ponerle el arte en la cara a la gente o llenar la ciudad de obras “instagrameables”. Democratizar el arte no es multiplicar eventos, sino crear estrategias de sensibilización reales. Hoy, lamentablemente, el arte solo se cruza con el público en tres circunstancias: cuando un maestro muere (Botero), cuando un artista provoca escándalo (John Fitzgerald y su boca cosida durante la pandemia), o cuando una feria o exposición aparece brevemente en la sección de entretenimiento de un noticiero.

Por eso esta bienal fue una excepción. Me encontré con la mejor experiencia de mediación que he tenido. Por primera vez, sentí que se les otorgaba a los mediadores la libertad y la confianza de mediar de verdad, de construir lecturas propias desde su relación con la ciudad, desde sus historias. Gracias a ellos entendí por qué Ensayos de la felicidad de Alfredo Jaar es la obra más potente de la bienal: un espejo de la tristeza colectiva bogotana. Descubrí el valor simbólico de reencontrar la escultura de Galán, una estatua chistosa, casi estilo Naruto, escondida durante años en el Palacio de San Francisco. Encontré sentido en el contraste y la catarsis del TRISTE de Sofía Reyes Guevara, que muchos veíamos sobre el Qbano de Lourdes sin entender por qué debíamos “abrazar la desesperanza”.

También me reenamoré de Francis Alÿs en el Archivo de Bogotá, y discutí con otros espectadores si Beatriz González, en La felicidad, mira el mundo desde arriba o desde el desencanto.

Lo hablo como espectador: hace mucho no me divertía tanto asistiendo a exposiciones. En esta bienal, los mediadores fueron el corazón del evento, los verdaderos productores de sentido. Pero no debemos olvidarlo: las instituciones y los eventos culturales les deben mejores condiciones laborales, y nosotros, como público, les debemos respeto. Ellos no solo acompañan la experiencia del arte: la construyen, la vuelven humana, la sostienen.

Y aunque todos (artistas, mediadores, espectadores) tengamos que movernos hacia el hegemónico centro histórico para poder ser parte, vale recordar que el arte no sucede solo en los centros. Sucede cuando alguien logra que otro vea, piense o sienta distinto. Esa, al final, es la verdadera mediación.

¿Y el sur?

Para este evento fui acreditado como prensa. Tuve acceso al kit que compartieron a los medios y, en mi primera visita al archivo, encontré algo inesperado: una cantidad desproporcionada de material enfocado exclusivamente en el secretario de Cultura, Santiago Trujillo. Nada sobre la curaduría, nada sobre las exposiciones, nada sobre los artistas. Solo reels del Secretario.

Después de verlos (y sí, merezco una cerveza, fue una tarea tediosa), me interesaron un par de cosas que dijo, al menos para discutir. Trujillo insiste en que la Bienal no solo es una exposición artística, sino una oportunidad para replantear cómo los ciudadanos habitan la ciudad. Según él, se trata de resignificar espacios públicos y expositivos —convencionales y no convencionales—, de “poner en valor” equipamientos culturales olvidados y de activar la memoria urbana. Otro de sus énfasis es la democratización del arte: descentralizar los escenarios para que lleguen a barrios y localidades; convocar artistas emergentes y barriales; abrir convocatorias populares; promover la participación de distintos públicos. Trujillo repite que la Bienal debe involucrar las voces que suelen quedar al margen.

Pongamos atención a una de sus frases más citadas: “equipamientos culturales olvidados y activar la memoria de la ciudad”. Hay un espacio que cumple perfectamente con ambas condiciones: el Museo de la Ciudad Autoconstruida, en mi localidad, Ciudad Bolívar. Un museo que, paradójicamente, fue retirado de la ruta de la Bienal. (Aunque, por fortuna, dejaron Periferias de Escucha, una instalación sonora colectiva que espero ver con entusiasmo). Más allá de esa excepción, no se programó nada más.

El colectivo político Aguante Popular hizo pública una denuncia sobre la exclusión del museo, una causa que comparto. Sin embargo, no comparto la visión romántica que a veces se tiene del MCA. Como artista y habitante de la localidad, me interesa más cuestionar su relación real con la comunidad que convertirlo en un símbolo vacío de resistencia.

En teoría, la Bienal busca resignificar los espacios culturales olvidados. En la práctica, parece más un ejercicio de relaciones públicas que un proyecto de redistribución cultural. El discurso de “activar la memoria” funciona bien en los videos institucionales, pero no resiste una caminata por los barrios que supuestamente “se activan”. Lo que se activa, más bien, es el aparato de comunicación de la Secretaría: clips, frases inspiradoras, hashtags, cámaras que registran al Secretario mirando murales.

El caso del Museo de la Ciudad Autoconstruida es ejemplar. Si existe un lugar que encarna la idea de memoria colectiva, de territorio y de autogestión, es ese. Pero justo ese espacio fue dejado fuera de la programación central. Y no por falta de proyectos, artistas o disposición, sino por una decisión que lo relegó a un papel secundario. Esa contradicción revela algo incómodo: cuando la periferia no cabe en la narrativa institucional, se le deja afuera, aunque sea la prueba viva de aquello que el discurso dice promover.

Hablar de “democratización del arte” mientras se excluye un museo »comunitario» no es solo una incoherencia: es una manera elegante de mantener el mismo orden de siempre. La Bienal se descentraliza en el mapa, pero no en la estructura de poder que decide qué vale la pena mostrar. La descentralización, entonces, se convierte en una palabra bonita para justificar lo mismo con una estética distinta.

¿Es posible democratizar el público del arte?

El 20 de septiembre fue un sueño hecho realidad —aunque no me hayan invitado a exponer en la Bienal—. Ver a tantas personas disfrutando las flores sobre los espejos de agua del Eje Ambiental, la incesante fila en el Palacio de San Francisco y las miles que asistieron al performance en la Plaza Cultural La Santamaría, fue conmovedor.

No pienso en los llenos totales en los recintos de la bienal; pienso en que, para muchos (miles, quizás millones), fue la primera vez que disfrutaron del arte en meses, en años, en su vida. Ver a las familias felices haciendo “el plan de la bienal”, el plan del mes, fue esperanzador.

Durante estos días me he preguntado qué fue exactamente lo que hizo venir a tantas personas. ¿Fue el alcance institucional y el respaldo mediático? ¿La maquinaria de redes sociales y sus reels de felicidad urbana? ¿La programación descentralizada, el acceso gratuito, la narrativa aspiracional que envuelve a la Bienal? Tal vez fue una mezcla de todo eso. Pero también me pregunto si, para llegar a nuevos públicos, la única estrategia posible es ponerle el arte “en la cara” a la gente o llenar la ciudad de obras instagrameables.

Si la única forma de convocar es pagar publicidad en los mismos medios tradicionales, ¿dónde queda la sensibilidad, la pedagogía, la conversación real con las comunidades? ¿Es suficiente con la espectacularidad o con los números? La Bienal nos deja esa duda: entre la emoción genuina del público y la puesta en escena institucional, ¿dónde está el punto medio?

Y ahí aparece mi propia contradicción. Yo también he deseado llenar una sala, que la gente hable de mi obra, que la foto circule en redes. Yo también he querido que el arte “importe”, así sea por un rato. Y a veces me descubro pensando con el mismo lenguaje que criticó: “alcance”, “visibilidad”, “impacto”. Como si el arte tuviera que justificar su existencia con métricas de marketing.

Tal vez todos estamos atrapados en esa lógica: artistas, curadores, instituciones, públicos. La Bienal nos emociona porque nos promete que esta vez sí, el arte será de todos. Pero mientras sigamos midiendo el valor de la experiencia por el número de asistentes o por cuántas veces se compartió una foto, seguiremos confundiendo participación con presencia.

Ojalá el verdadero aprendizaje de esta Bienal no sea solo que Bogotá pueda llenarse de arte, sino que el arte pueda volver a vaciarse un poco de propaganda. Que pueda volver a la voz pequeña, a la conversación sin cámaras, al gesto que no busca volverse viral. Quizás el futuro del arte en esta ciudad no está en los llenos totales, sino en el silencio después del evento: en lo que permanece cuando ya nadie está grabando.

Jerson Murillo
Artista / Estudiante de la Universidad Nacional de Colombia. Mi trabajo busca facilitar espacios que movilizan la reflexión, generando experiencias relacionales que cuestionan narrativas sobre el territorio, sus habitantes y sus luchas. Ahora comento sobre exposiciones. @jersonmurillolive

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