En la década de los setenta, un científico estadounidense sacó 750 ranas endémicas del Ecuador –rana epipedobates– para extraer de su piel un fármaco que era 200 veces más potente que la morfina.
El Instituto Ecuatoriano Nacional de Áreas Protegidas y Vida Silvestre (Inefan) nunca dio una licencia de manejo para que esta rana fuera explotada con fines comerciales y la empresa farmacéutica Abbot Laboratories se quedó con los beneficios de su comercialización.
Este es uno de los casos más emblemáticos de biopiratería en la región pero no ha sido el único: hay muchos casos alrededor de plantas medicinales como por ejemplo, la ‘stevia’, originaria de los pueblos guaraníes, utilizada sin alguna indemnización a la comunidad como ingrediente central por la empresa Coca Cola.
No obstante, la preocupación por un mercado genético global sin restricción no es nueva. Desde el primer Convenio de Diversidad Biológica en 1993 el tema estuvo sobre la mesa. Fue en 2010 que se aprobó la implementación de la carta que estableció finalmente un marco legal: el Protocolo de Nagoya. Este acuerdo internacional, firmado en Japón, marcó las bases para compartir los beneficios utilizados de los recursos genéticos entre países del Norte y el Sur global a través de una repartición equitativa.
Colombia no ha ratificado el acuerdo de Nagoya pero hace parte del convenio firmado en 1996 entre varios países de la región andina –entre los cuales está Ecuador, Perú, Bolivia y Venezuela–. A partir de la decisión Andina N. 391, se establece un régimen común sobre acceso a los recursos genéticos que de acuerdo con Silvia Restrepo, experta en el área y directora del Boyce Thompson Institute, no es muy distante a Nagoya.
¿Pero por qué sigue el debate? Hay dos razones para entender por qué el protocolo no ha sido suficiente. Por un lado, Germán Vélez, integrante del Grupo Semillas de Colombia, director de la revista Semillas en la economía campesina e integrante del Consejo Asesor de Biodiversidad, considera que este se implementa parcialmente en algunos países. “Los beneficios que le dan a unos países es para que hagan programas genéricos de la biodiversidad pero no para que esos recursos le lleguen a las comunidades que fueron los que le aportaron a ese recurso genético”.
Vélez explica que la legislación hizo una separación entre el componente tangible del recurso genético, que parte de la idea que es propiedad del Estado, y el intangible que es el conocimiento, que puede ser propiedad de una comunidad. El Protocolo de Nagoya reconoció la gobernanza de las comunidades sobre el recurso tangible pero no reconoció el recurso intangible.
Para la investigadora Catalina Toro, investigadora en esta materia, el problema también surge porque no es posible ponerle precio a un conocimiento ancestral. Además, considera que el acuerdo es desigual en esencia. “No es una negociación justa. Es una negociación entre desiguales: empresas trasnacionales farmacéuticas, contra comunidades campesinas e indígenas”.
Por otro lado, ambos investigadores insisten en que quienes toman las decisiones están alineados principalmente con las directrices de los Tratados de Libre Comercio (TLC). Por ejemplo, según esta investigación de Toro, el TLC con Estados Unidos obliga a los países firmantes a adherirse al Tratado de Budapest, esto es, el reconocimiento internacional del Depósito de Microorganismos. “Este tratado se extiende a líneas celulares de plantas embriones, genes de plantas, animales y humanos naturales o modificados genéticamente”, señala.
Asimismo, el tratado permite que las empresas ejerzan acuerdos desiguales con agricultores sobre productos de cosecha, partes de plantas, entre otros, ejerciendo un derecho exclusivo y cobrando regalías sobre su uso. Esto hace que los tratados impongan nuevas condiciones a los países andinos.
¿Qué se espera en la COP?
A partir del 2022, durante el Marco Mundial de Biodiversidad de Kunming-Montreal –COP15–, ya no se habla de recursos genéticos sino de ‘secuencias digitales genéticas’. Allí se adoptó la Decisión 15/9 DSI que refiere a la distribución de la “información digital sobre secuencias” por sus siglas en inglés.
Este nuevo concepto implica que la información genética ya no debe ser extraída de cada país para su uso puesto que a través de dichas secuencias, se han digitalizado en megabases de datos en el mundo. De ahí se puede extraer material genético que se puede usar en una probeta y manipularlo conforme a los intereses de las empresas que tienen el control de esta información sin ninguna regulación.
En la COP no se discute si se puede o no privatizar la biodiversidad. Ahí ya se acaba la discusión
En Montreal, se estableció un mecanismo multilateral para la distribución equitativa de los beneficios de estos bancos en un Fondo mundial. Este debería ser administrado por Naciones Unidas o algún organismo semejante. El Fondo debe recibir aportes de las empresas que explotan mayoritariamente los recursos genéticos (farmacéuticas, por ejemplo), para luego distribuir el dinero a los países más biodiversos donde originalmente nació esa información.
Hoy en el mundo no más de 10 transnacionales situadas en Estados Unidos, Inglaterra y Suiza están controlando gran parte de los recursos genéticos, agricultura e industria farmacéutica. “Se calcula que cinco de las ‘empresas de biodiversidad’ que invierten en la identificación de genes y sus propiedades solicitan de inmediato patentes, de manera tal que pueden llegar a poseer más del 50% de todas las patentes sobre biotecnologías agrícolas”, explica Toro en su investigación. Algunas de estas empresas son Bayer, Pfizer, Monsanto, Syngenta, entre otras.
Vélez señala que en el caso de las semillas, solo cuatro transnacionales están controlando el 60% de todas las semillas patentadas en el mundo. También controlan la producción de agrotóxicos, fertilizantes, agroquímicos, e incluso los mercados alimentarios.
Restrepo explica que ya no se está buscando en soluciones para regular el acceso a esta información pues se defiende el libre acceso a las bases de datos. “Lo que se busca es que haya una gobernanza en las bases de datos, para que haya unos mínimos de información que puedan permitir auditoría y control de quienes están prestando la información, proveedores, usuarios, etc. Ya intentar regular o controlar el acceso es muy tarde”, señala Restrepo.
En el caso colombiano, la ministra de ambiente Susana Muhammad explicó en su discurso que se está trabajando en un proyecto de una nube nacional de datos junto a la ministra de ciencia y el presidente.
“Yo no creo que lleguemos a un acuerdo total en esta COP. Lo que se va a lograr es dejar los grandes lineamientos de ese fondo multilateral, pero las fórmulas concretas de cuanto de las ganancias de una compañía van al Fondo, eso quedará para la siguiente COP”, comenta Restrepo. Pero para otros expertos como Vélez, el debate no deben ser los beneficios. “En la COP no se discute si se puede o no privatizar la biodiversidad. Ahí ya se acaba la discusión”.
Los observadores y expertos se preguntan: ¿tendrán capacidad los países megadiversos para hacerle frente a las empresas multinacionales?