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37 toneladas de ausencia

Es normal creer que después de la guerra sólo seremos fragmentos. Pero es necesario entender que, a lo mejor, ese vacío ansía ser llenado con cada uno de nosotros. Un recorrido por la obra de Doris Salcedo.

por

Camila Echeverri Duarte

Estudiante de Narrativas Digitales


26.05.2019

Fotos: Cortesía del Museo Nacional

¿Qué queda después de la guerra? ¿Dónde quedan los muertos? ¿A dónde se va la esperanza?¿Dónde sanan las heridas? ¿De quién es la culpa? Hago lista de preguntas mientras que avanzo por el largo pasillo. El espacio es cuadrado con ventanales de piso a techo. Lo llamaron Fragmentos. Es una obra de arte, un resultado del Acuerdo de Paz, un piso construido con 37 toneladas de acero fundido de las armas de la guerrilla más antigua de Latinoamérica, moldeado a martillazos por víctimas de violencia sexual. Camino sobre ellas con incomodidad y precaución, son ásperas al tacto; el lugar donde pasado y presente colisionan. Aunque ya no queda nada de lo que alguna vez fueron, creo poder sentir el calor latente del fusil recién disparado.

Sé que Colombia se irguió sobre sangre pero me impresiona cómo se sienten estas placas puntiagudas bajo mis pies; su superficie irregular hace el dolor más tangible, más presente, más propio. Es como si estuviera parada sobre el pasado y un recordatorio del presente que ignoramos: aún hay muertos apilándose en nuestras crestas y valles. A lo mejor es por eso que caminar por esta obra es difícil, el piso es memoria y gatillo de huida; monumento y contradicción. Es la materialización de lo que todavía se cobra con sangre caliente, contraponiéndose con la impotencia de insistir en que la paz no es una causa perdida.

En los vidrios uno puede ver su reflejo, ahí, expectante; la imagen propia que aguarda a que nos demos cuenta que en esta guerra los victimarios somos todos

Sigo por el pasillo hasta toparme con una sala de proyección. Me siento. El frío del lugar se respira en el pecho. Rueda un documental sobre la construcción del Contra-monumento. La banda sonora construye con paciencia el sentimiento de magnitud que implicó el dejamiento de las armas. En la pantalla, un coronel que fue el encargado de transportar las armas hasta Bogotá, dice: “La Policía no debería juzgar”. Su sonrisa es sutil pero orgullosa.

Yo sí juzgo, me es inevitable. Las armas con las que se construyeron estas 1300 láminas que conforman el piso sólo pertenecieron a un bando. La doble moral colombiana, que defiende cualquier método para lograr un fin, se respira en este espacio. En los vidrios uno puede ver su reflejo, ahí, expectante; la imagen propia que aguarda a que nos demos cuenta que en esta guerra los victimarios somos todos.

El pasillo termina en un gran salón cuadrado, rodeado de paredes blancas que bordean las placas de hierro fundido en el piso. El espacio es tan amplio, tan frío y tan solitario, que ni el eco quiere venir a hacerle compañía a la memoria. Me paro en el centro del salón y miro a mi alrededor. Vacío, vacío, vacío; lo único que queda después de tanta muerte. Me siento en la mitad de la sala y recojo mis rodillas contra el pecho. El techo es alto y las paredes distantes. Puedo sentir el silencio en mis huesos.

Es normal creer que después de la guerra, sólo seremos fragmentos. Pero es necesario entender que, a lo mejor, ese vacío ansía ser llenado con cada uno de nosotros.

Me frustra creer que sólo esto evoca un homenaje a la paz, así que juego a imaginarme qué puede llenar esta ausencia: ¿Cómo sonarían las manos de los campesinos arando la tierra? ¿habrán cantado las mujeres mientras lavaban la ropa en los ríos? ¿cómo suena la vida que la guerra silenció? Quiero agarrar esas respuestas entre mis manos y llenar el espacio con algo, cualquier cosa tangible, algo que me haga creer que no somos esto. Después de la guerra debe haber más que vacío. Quiero creer que sí.

Me levanto en busca de respuestas. Bajo por el pasillo, paso la sala de proyección. A mi costado izquierdo hay un patio con unas ruinas en adobe: estructuras atravesadas por vigas de madera anchas que sostienen lo que queda una vieja construcción. Atravieso una puerta pequeña para verlas de cerca, los bloques superiores me rozan el pelo. Me siento mínima, insignificante. La entrada parece hacerse más angosta, no aguanto la angustia y cruzo corriendo. Al otro lado hay un segundo patio, rodeado por paredes a las que les cuesta mantenerse en pie. Sólo quedan fragmentos de lo que alguna vez fue una antigua casa colonial. Son restos quebrados, a medias… heridos, igual que nosotros. Las palomas usan los huecos como refugio y aunque gorjean bajito, sus voces retumban por el eco. Aquí los sonidos duelen y las estructuras parecen querer gritar los secretos que la guerra sentenció a balazos.

En esa ambivalencia entre venirse abajo y sostenerse, entre secretos y verdades a medias, la luz del sol atraviesa la estructura, pasa a través de sus grietas. Por fin algo llena todo este vacío. Por fin entiendo el poder de la ausencia: la herida es abierta para que quede a la disposición del perdón, de la esperanza, de la reconciliación; un camino difícil, sí, pero no imposible. La luz entra sigilosa, pero una vez lo logra, abarca y reinventa el espacio por completo. Las ruinas de adobe ya no se ven tan rotas, el sol delinea lo que falta, las pinta cálidas para que contrasten con el azul del cielo. Es normal creer que después de todo este tiempo en guerra sólo seremos fragmentos. Pero es necesario entender que, a lo mejor, ese vacío ansía ser llenado con algo, con cada uno de nosotros.

 

*** Este texto fue escrito en el curso Taller Escritural, dictado por el profesor Lorenzo Morales. El curso hace parte de la carrera Narrativas Digitales del Centro de Estudios en Periodismo, Ceper.

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Camila Echeverri Duarte

Estudiante de Narrativas Digitales


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