Liliana Armero soltó su tambor y tomó una bandera con dos franjas horizontales, una blanca y la otra negra. Con un cántico, salió de la casa campesina de bahareque en el filo de la montaña donde llevaba varias horas bailando. Al son de su señal, cientos de indígenas inga comenzaron una frenética y festiva marcha por la polvorienta carretera que serpentea las verdes montañas del norte de Nariño.
Ondeando banderas, bamboleando las tiras rojas de sus tocados emplumados y tomando sorbos de guarapo, los inga abrieron dos días de celebraciones cuyo fin es pedirse perdón entre sí. Solo que desde hace 14 años, cuando resucitaron una ceremonia religiosa que habían perdido casi del todo, también le piden perdón a la tierra que habitan por el daño que le habían hecho hasta ese momento.
Este carnaval -que ellos llaman el atun puncha– es el símbolo de un proceso extraordinario de transformación: de la mano de un laborioso esfuerzo por recuperar sus tradiciones y su espiritualidad, los indígenas del resguardo de Aponte han venido sanando las heridas físicas y emocionales que les dejaron dos décadas de cultivo de amapola y de convivencia forzada con tres grupos armados ilegales.
Ese proceso de rescate cultural, con el que cambiaron 2 mil hectáreas de amapola por café especial, ha sido uno de los experimentos más tempranos de sustitución comunitaria de cultivos de uso ilícito en Colombia y es uno de los mejores modelos para el inmenso reto que hoy tiene el gobierno Duque de erradicar una cifra récord de 172 mil hectáreas de coca. En especial para el centenar de resguardos indígenas cuyos territorios aún están invadidos por la coca y la amapola.
“Todos somos wuasikamas, somos guardianes del territorio”, dicen, un lema que tomó prestado el célebre cantautor argentino Piero –el de ‘Mi viejo’ y la ‘Sinfonía inconclusa debajo del mar’- para el concierto de recaudación de fondos que les hará este sábado 8 de diciembre en la Universidad Jorge Tadeo Lozano.
Un resguardo asediado
Hace quince años, las laderas del Macizo Colombiano donde está Aponte no lucían verdes como hoy. En vez de los tupidos cafetales que ahora enmarcan el paisaje, sus montañas escondían miles de flores de color rubí intenso.
La vida entera del resguardo giraba en torno a la amapola. Cuando no estaban ‘rayando’ sus bulbos con cuchillas Prestobarba, para recoger el pegachento látex que mana en copas de brandy, estaban fumigando las plantas o sembrando otras nuevas. Luego, con ayuda de químicos como el amoniaco y la cal, transformaban esa sustancia en la materia prima que compraban los grupos armados para procesar heroína y venderla fuera del país.
Se declararon en contra de la amapola y de los grupos armados. A partir de ese momento, fueron resucitando –una por una- todas las tradiciones que habían perdido.
Era un negocio tan rentable, en una tierra prácticamente incomunicada del resto del país por falta de vías, que su población se duplicó. Casi 8500 personas vivían en esa época en las tierras inga, la mitad de ellos forasteros y colonos –‘externos’, les dicen ellos- que habían llegado atraídos por el boom de la amapola y la plata que dejaba. Tanto que, por semana, entraban doce camiones de cerveza al pueblo.
La amapola había llegado en 1991 del Cauca y Huila. Inicialmente la sembraban a hurtadillas, a seis horas del casco urbano, pero tres años después las laderas ya se veían llenas de esa flor de tallo esbelto.
Detrás del preciado líquido llegaron el ELN, las FARC y, por último, los paramilitares. Todos les cobraban vacunas a los ingas, todos los reclutaban a la fuerza, todos los mataban. Aprendieron a vivir con retenes permanentes, como el que instaló el Bloque Central Bolívar de las AUC a metros del cementerio. Sobrellevaron en silencio los asesinatos selectivos y los desplazamientos, como el que hizo salir a toda la vereda de Granadillo cuando los elenos mataron a dos indígenas.
Finalmente, en 2003, ocurrió un cambio como un sismo.
No hubo un momento puntual, ni un episodio particular. Pero sí una epifanía. “Estábamos secuestrados en nuestra propia casa por gente ajena a nosotros”, recuerda Hernando Chindoy, quien con apenas 26 años asumió el cargo de gobernador del resguardo.
Preocupados por la violencia generalizada, convocaron a una reunión de toda la comunidad. El diagnóstico fue deprimente: llevaban al menos un centenar de muertes violentas en el resguardo, 60 de ellas de indígenas, en una comunidad de 951 familias.
Había una profunda desconfianza con el Estado, después de las fumigaciones aéreas de 2001 que, según ellos, llevaron a la pérdida total de sus cultivos legales y que Libardo Chasoy, el anterior gobernador, había denunciado en el Congreso en Bogotá. Había poca comida: la mayoría había dejado los cultivos de pancoger y tenían que traer los alimentos desde fuera. Había comunidades que se habían quedado sin agua, pese a tener un acueductos comunitarios desde las épocas del Plan Nacional de Rehabilitación.
Quizás lo que más les sorprendió es que muchos ni siquiera se identificaban a sí mismos como indígenas. Apenas cuatro abuelitos vestían la cusma, la tradicional túnica negra de los inga. Solo diez mujeres aún llevaban la falda que llaman pacha.
Habían perdido hasta su relación especial con el territorio que heredaron de Carlos Tamabioy, su histórico líder a que llaman con solemnidad el ‘taita de taitas’. Según cuenta la tradición inga, a finales del siglo XVIII –en plena Colonia- este líder inga compró por 40 patacones reales el territorio de alta montaña desde el Valle del Sibundoy en el Putumayo, del otro lado de la cordillera, hasta Aponte. Al morir, legó esas tierras, completas con cédula real, a tres comunidades inga -las de Santiago, Sibundoy y Aponte- que siguen siendo las más grandes tres siglos después.
“Carlos Tamabioy nos había dicho que nos lo dejaba como una herencia y que era para nuestro usufructo, para protegerlo, pero eso no se estaba haciendo”, dice don Hernando.
En busca de lo inga
Durante varios meses, los inga se reunieron a discutir el estado de su territorio. Animados porque en julio de 2003 finalmente recibieron del Gobierno el título colectivo que les reconoció oficialmente la propiedad del resguardo, tomaron una decisión tan tajante como temeraria: sacaron una resolución conminando a las FARC y a los paras a salir de su territorio en un lapso de ocho días.
“Ahora sí no tiene que haber sino nosotros. Tiene que estar esto desocupado y todas las situaciones que se presenten acá las vamos a resolver nosotros”, acordaron en medio de una serie de asambleas en las que un 95% de los indígenas se declararon en contra de la amapola y de los grupos armados. Quienes quisieran permanecer en el territorio, decidieron, tendrían que pedirles permiso y seguir sus reglas de convivencia.
Su mayor decisión fue recuperar su identidad como ingas, el único pueblo indígena en Colombia que es heredero del vasto imperio incaico que se extendió desde Chile y Argentina hasta la punta de Nariño.
El primer paso fue elaborar su ‘plan de vida’, que es una suerte de hoja de ruta y de Constitución para la comunidad. El segundo fue cortar, en mingas de hasta 300 personas para protegerse, 2 mil hectáreas de plantas a punta de machete.
A partir de ese momento, fueron resucitando –una por una- todas las tradiciones que habían perdido.
“Acudimos a la fuerza interna de lo que realmente somos. Cuando el pueblo inga se levanta y dice ‘me diferencio de la sociedad mayoritaria’, porque tengo una lengua, un vestido y una organización propia, son formas de sanar y de ganar el equilibrio que habíamos perdido como comunidad”, dice Liliana Armero, quien tenía 13 años cuando inició ese proceso poco después de que los paramilitares asesinaran a su padre.
Para tener una autoridad fuerte y que no todo dependiera de una sola persona que ostentaba el cargo de gobernador, contra quien los grupos armados podrían descargar su rabia, decidieron crear todo un sistema de autogobierno.
Tras observar a los indígenas siona en Puerto Asís, crearon una guardia indígena que pudiese vigilar todo lo que sucedía en el territorio. Para protegerlos, tallaron bastones de madera con figuras de mando en la parte superior y compraron radios, en una época en que las comunicaciones en este nudo del Macizo eran aún muy precarias.
Crearon un consejo mayor de justicia para resolver problemas que iban desde la violencia doméstica hasta quemas, enfocados en ‘armonizar’ a la gente – o curarla de los malos espíritus. También formaron un sinnúmero de cabildos menores, que en realidad son equipos de trabajo que se ocupan de temas específicos que importan a la comunidad: desde salud y educación hasta economía productiva, jóvenes y mujeres.
La manera de terminar con el narcotráfico es que las comunidades tomen la decisión por sí mismas de no vivir de eso
“Acá la autoridad eran los armados. Después de que asumiéramos ese reto, eso hizo que –independiente de lo que nos pudiera pasar- el pueblo apoyara esa propuesta y nos pudimos convertir en nuestra propia autoridad”, evoca Maribel Flórez, una lideresa que durante varios años ha estado trabajando en el cabildo de servicios públicos. “En ese proceso, nos hemos preparado para manejar bien los recursos y brindar soluciones a cada problemática en la comunidad”.
Eso no significa que no hubo dificultades. Una noche de 2003, cuando Hernando Chindoy apenas llevaba un mes de gobernador, los paramilitares entraron en la casa del cabildo y dejaron pintados letreros de las AUC en los muros como advertencia. En otra ocasión, los mismos paras le dieron 24 horas a las autoridades para dejar el resguardo si no les entregaban 900 millones de pesos que habían recibido del programa Familias Guardabosques del Gobierno, para apoyar la sustitución de amapola por café.
Las FARC también los buscaron en varias ocasiones, incluso intentando llevarse en una ocasión al entonces senador Jesús Piñacué, conocido líder nasa y representante de los indígenas en el Congreso colombiano.
Pero, a medida que los vieron organizados y respaldados por el resguardo, los grupos armados fueron dejando tranquilos.
De la mano de una primera rectora indígena, en la escuela local se comenzó a enseñar el inga a los más jóvenes y se les escogió la vestimenta tradicional como uniforme escolar. Quince años después, dos de cada tres indígenas hablan la versión colombiana del quechua y casi toda la comunidad viste con la cusma y la pacha.
Muy pocos ingas tomaban yajé, que ellos llaman ‘remedio’ y consideran parte esencial de la sanación emocional. No solo recuperaron la medicina tradicional, sino que se prepararon para prestar el servicio de salud a toda la comunidad y hoy operan su propia IPS con los recursos que les gira directamente el Gobierno Nacional.
Todo eso permitió desencadenar otras transformaciones igual de profundas. Mientras que buena parte de la generación que lideró el proceso apenas terminó la primaria, hoy los jóvenes están regresando a trabajar en la comunidad con títulos universitarios bajo el brazo. Por ejemplo, Liliana Armero -que ya fue secretaria del cabildo mayor del resguardo- estudió ingeniería agronómica en Costa Rica con una beca de la Fundación Mastercard. Cristina Chindoy, hermana menor de Hernando y administradora del café que abrió la comunidad en el centro de Bogotá, estudió etnoeducación en Pereira.
En el fondo, se apalancaron en un rescate de la identidad propia como estrategia para hacerle frente a los demás problemas.
“Los pueblos indígenas, si estamos vivos, es porque nos hemos logrado sostener en la espiritualidad. Y esa espiritualidad se hace necesaria para vivir en el mundo global”, reflexiona Hernando Chindoy, que ahora es el líder de los 38 mil inga que hay repartidos en el suroccidente del país.
Profesión wuasikamas
Además de cambiar de vida, los inga encontraron una vocación: ser ‘wuasikamas’.
Con ese vocablo –que en español significa “ser guardián del territorio”- bautizaron todo lo que hoy representa su transición: es la marca registrada del café gourmet que venden, es el nombre de la tienda que abrieron en Bogotá y es, sobre todo, la manera como se describen a sí mismos.
En una década, pasaron de tener diez solitarias hectáreas a que casi todo el resguardo viva–directa o indirectamente- de éste. Con recursos de Usaid, la cooperación gringa, construyeron una planta de tratamiento que les permite tostar ellos mismos el café y cosechar un mejor precio en el mercado. Luego, en diciembre de 2017, abrieron una tienda en el histórico barrio de La Candelaria, en Bogotá, para llegarle a consumidores en la ciudad. Ahora, hace un mes, obtuvieron su licencia de exportación y están pensando en comenzar a vender fuera del país.
Todos los ingresos que deja el café se retornan a la comunidad. Una parte se usa para pagar a los 350 productores, a un precio 500 pesos más alto por kilo que el que les dan los intermediarios. Otra se le entrega al cabildo de economía del resguardo, para reinvertirse en otros proyectos productivos.
Por último, un 40% se destina a un fondo para la reconstrucción de la cabecera del resguardo, después de que una falla geológica hace tres años dejara la iglesia y más de trescientas casas gravemente dañadas. Esa tragedia, que evidencia las dificultades de las comunidades rurales del país, aún en medio de procesos tan positivos como el de Aponte, es la que motivó a Piero a hacer dos conciertos gratuitos por la comunidad en Pasto y en Bogotá esta semana.
En todo caso, el caso de éxito de los inga de Aponte contrasta con la difícil realidad de buena parte de los resguardos indígenas del país, que se convirtieron en foco de cultivos ilícitos a medida que los narcos y grupos armados se dieron cuenta de la imposibilidad jurídica de fumigarlos sin antes consultar a las comunidades.
Esta realidad, que se viene acentuando desde hace cinco años, llegó a su punto más alto a finales del año pasado: el último censo de Naciones Unidas señala que hay 17.909 hectáreas de coca dentro de 188 resguardos distintos, o el 10% de toda la que hay en el país. El de los indígenas awá en Inda Zabaleta, también en Nariño, supera las 2 mil hectáreas.
En muchos casos, la coca llegó por voluntad de las comunidades, pero se ha mantenido bajo presión de los carteles y grupos armados. Y la gran mayoría quiere salir de ella, por lo que el proceso de Aponte podría servir –al menos parcialmente- como modelo.
“Lo básico es que los pueblos indígenas nos tenemos que dar cuenta que estamos en peligro por personas ajenas y que somos los que ponemos la tierra, los muertos y la identidad perdida. Y que si no nos organizamos, no podremos transformarnos”, dice Liliana Armero.
“La manera de terminar con el narcotráfico es que las comunidades tomen la decisión por sí mismas de no vivir de eso”, dice Hernando Chindoy, que está aconsejando a los inga de la Bota caucana sobre cómo salir de la coca.
Quizás también tengan que encontrar otras motivaciones, como le sucedió a los inga que –al poco tiempo de remplazar la amapola por café- se dieron cuenta que esa transición productiva era más que una cuestión económica. Tras constatar que los químicos usados para fertilizar los cultivos de amapola habían degradado por completo el suelo y que el caudal de sus quebradas había menguado mucho, asumieron otra misión adicional: a partir de ese momento cuidarían de los vastos bosques húmedos andinos y los páramos que ocupan buena parte de las 22 mil hectáreas de su resguardo.
Ahora se consideran guardianes de miles de hectáreas de bosque húmedo andino y de páramo en su resguardo, que colindan con el Parque Nacional Doña Juana Cascabel, donde abundan cóndores, tapires y osos de anteojos.
“¿Los cultivos ilícitos qué nos dejaron? Los muerticos, la contaminación de la tierra, la estigmatización, problemas de salud por los químicos que había que echarle. Una cantidad de recuerdos en lo negativo, nada positivo”, dice Chindoy, quien acaba de ser escogido como uno de los personajes del año por El Espectador. “La espiritualidad es la columna vertebral y sigue siéndolo. No hay otra manera de explicar ese retorno”.
Como dice Liliana, “cuando una persona indígena conoce su origen, eso ayuda a sanar y a convivir”.
Esta historia fue realizada en el marco de una beca de reportería del Centro Carter sobre la salud mental y emocional de las víctimas del conflicto.