Hoy comenzamos a registrar el día a día de nuestro viaje de la clase Crónicas Colombia al departamento del Guaviare. Cada estudiante y profesor registrará acá parte de sus memorias de viaje y sus anécdotas de reportería.
Cundinamarca – Meta – Guaviare. Atravesar tres departamentos en la “ruta fácil” de flota Macarena. La que hace paradas en cada pueblo, en las carreteras, a demanda de los pasajeros y a repartir encargos. Llegar a San José, la capital del departamento del Guaviare nos tomó casi 12 horas. En avión habrían sido menos de dos horas pero unas siete veces más costoso. Es una ciudad pequeña a la que llegaron los colonos, como le dicen aquí a los campesinos que de otras partes del país empezaron a establecerse en estas tierras a mediados del siglo pasado. Por la carretera vemos ese proceso. A lo lejos está la selva tupida, hacia la carretera las praderas de vacas y las fincas.
Este no es una ciudad con historia colonial, ni casas antiguas, ni calles de piedra como algunas cerca al río Magdalena, o en la zona andina. Guaviare es uno de los últimos departamentos creados con la constitución de 1991 y uno de los menos poblados del país. Una zona colonizada de a poco, rodeada por la selva y a orillas del río Guaviare. San José tiene un aire a Leticia, pero a menor escala. Es una ciudad “nueva”, en una zona de tensiones, primero las guerras por el caucho, luego las guerrillas, luego la coca, luego los paras, luego todos los desplazados de estos procesos. Basta con mirar la ubicación de Guaviare en un mapa para reconocerlo como un punto entre el Amazonas y el Caquetá, en zona guerrillera, de cultivos de coca y de pueblos indígenas que han vivido entre estos bosques desde siempre.
Un paraíso por descubrir
Por: Juan Camilo Chaves
“BIENVENIDO, el Guaviare lo saluda. Un paraíso por descubrir”. Un letrero de lata y fondo azul se sostiene entre la vegetación y la única vía de acceso pavimentada que tiene el departamento del Guaviare. Un paraíso sin descubrir que ha vivido décadas de abandono estatal, conflictos armados entre el ejército, la guerrilla de las FARC y los grupos paramilitares de ultra derecha. Un paraíso que cuenta con 53.460 km² de selva, ríos y llanos (y ahora muchos potreros). Un paraíso famoso por la colonización en el siglo xx y las compañías misioneras que querían, a toda costa, evangelizar a comunidades indígenas de la región como los Jiw, los Tukano y los Nukak. Un paraíso famoso por los cultivos de coca y por la masacre de Mapiripán en 1997 donde murieron más de 50 personas. Un paraíso más famoso por sus problemas y carencias que por lo que, dice, tiene para ofrecer.
La ruta desde Bogotá es larga. Salimos a las 4:20 a. m. del terminal del Salitre en Bogotá con ruta a Villavicencio, Meta. Paramos en Yomasa, al sur oriente de la ciudad a recoger pasajeros y comenzamos a descender la cordillera oriental desde los páramos hasta el llano. Una bajada de más de 2100 metros, en donde se tapan los oídos y se atraviesan túneles larguísimos. La ruta sigue hacia el sur occidente de Villavo: Acacías, San Martín, Granada, Fuente de Oro, Puerto Lleras y Puerto Concordía. Un recorrido de nueve horas que, según cuanto pare el bus, puede extenderse a casi 11.
Este paraíso por descubrir comienza al cruzar el puente Nowen, una estructura de concreto construída a final de los años noventa. El Nowen atraviesa el río Guaviare casi en el punto de su formación, por la unión de los ríos Ariari (que viene del Meta) y Guayabero (que viene del Caquetá), y por los cuales se le da el nombre al río y al departamento.
Ahora son casi las 3:00 p. m. y por fin estamos entrando al paraíso prometido: San José del Guaviare.
“Paramos mucho más de lo que usted se imagina”
Por: Sara Cely
Llego a las 3:44 am al módulo azul del terminal de buses del salitre. Entro y me encuentro con la ventanilla de la empresa que nos va a llevar a nuestro destino, Flota La Macarena S.A. Un bus naranja con sillas verdes y una tenue luz en la parte delantera del bus alumbrando la imagen de una virgen; imagino que es la Virgen del Carmen. Me ubico en mi silla, con mucho esfuerzo pues el señor de adelante ya había hecho de su espacio su hogar y cierro los ojos para poder dormir. Primera parada, al menos eso creo. Se suben dos jóvenes con una de guaro. Segunda parada, se comienza a llenar el bus y la madre del conductor es acomodada al lado mío con un balde para darle comida a sus pollos. No sé muy bien qué pasa durante varias horas, pero me despierto en Villavicencio, donde paramos aproximadamente 4 veces antes de llegar a la terminal; después del puente, en la brigada. Vuelvo a dormir y me despierto en Acacías, Meta. Se baja la madre del conductor y quedo con dos sillas para mí. Seguimos nuestro camino y entre sueños escucho que alguien pasa por mi puesto ofreciendo piña “está fresquita, recién cortada, deliciosa”. Me despierto nuevamente en Granada, Meta donde me entero que hay una familia que lleva un perro en el guardaequipaje y este se escapa, la primera vez. Ahora tengo un niño sentado al lado mío, el dueño del perro, que me dice “lo siento, señora” cada que se mueve y me despierta; es bastante inquieto. Puerto Concordia, alias la parada donde abejorro debe confirmar los números de las cédulas de todos los pasajeros del bus. La mamá del niño no lleva su cédula, quizás la dejó en la finca o donde retiró plata la última vez. Más adelante se sube un señor vendiendo helados, de nuevo tengo dos sillas para mí, pero no por mucho tiempo. Se sube una pareja que al ver que no había sillas continuas, se separan y la señora se sienta al lado mío. Se detiene el bus y se escapa de nuevo el perro, ya casi llegamos. Unas paradas más y por fin llegamos a San José del Guaviare, al frente del local de Flota La Macarena y todos descendemos, incluido el perro.
Es curioso pues en una de las paradas me puse a detallar las sillas del bus, aquellas verdes. Estas tienen en el espaldar el logo de la empresa y abajo su catch-frase “mucho más de lo que usted se imagina”. Tienen razón pues, en definitiva, se detienen mucho más de lo que yo me imaginaba. Así es como un viaje de 8 horas fácilmente se convierte en uno de 11 horas.
Llegamos a San José
Por: Luz Amanda Hernández Galindo
No dormí para evitar mi mal humor al despertar y el ruido de las alarmas, que son mínimo cuatro. Cuando ya no me quedaba nada más que empacar, decidí terminar la temporada siete de Modern Family. Modern Family ha sido la única comedia estadounidense que me hace reír sin lugar a dudas y Netflix la va a quitar el 21 de junio así que, entenderán mi afán. Luego de terminar la temporada, entré en un estado de somnolencia que rayaba con la inconsciencia así que, cerré los ojos y esperé hasta que fueran las 2:30 am. A las 2:45 abrí los ojos y agradecí al cielo por mi reloj biológico y su efectividad.
Llegué a la Terminal Salitre a las 3:55 am y reviví la sensación de disgusto que me producen estos recintos, no sé si es el recuerdo del terminal de Tunja que no puede ser más feo porque no es más grande. Salimos hacia el suroriente de la ciudad y traté de que Nico no se durmiera contándole todos los chismes de la facultad del último mes, aun así, fracasé, porque se durmió antes de que llegáramos al Portal 20 de julio. Por ende, éramos la música de mi vieja memoria y yo, cabe aclarar que no me acordaba de lo emo que era en mi adolescencia hasta que volví a escuchar esa lista de reproducción.
El bus paró muchas veces por varias razones que desconozco. Intenté dormir, pero solo lo logré por intervalos; intervalos en los que envidiaba a Nico profundamente. Lo único que lo despertó fue un retén militar que me trajo breves recuerdos de cuando viajábamos por Boyacá con mi familia y en cada municipio había un retén, cada uno con diferentes protagonistas del conflicto, que era más evidente y urgente en ese entonces. Finalmente, llegamos a San José.
Un perro entre las maletas
Por: Juliana Galeano Garrido
Hoy empezamos el ansiado viaje hacia el Guaviare, donde unos madrugamos y otros solo no durmieron para poder llegar al bus que salía a las cuatro y diez de la mañana desde Bogotá. Aunque la mayoría vamos durmiendo de a raticos, el trayecto está bien largo y pesado, gran parte fue gracias a las mil paradas que hechas por el conductor. Lo bueno fue que durmiendo la mayoría del viaje no se siente. Durante el recorrido, en una de las tantas paradas una familia lleva un perro guardado con las maletas, nos dio mucho pesar al ver que estaba en el baúl y que se trató de escapar al parar el bus.
Llegamos sobre las tres de la tarde a San José del Guaviare, la capital del departamento, tomamos dos taxis hacia el hotel, entramos a las habitaciones y dejamos todo, nos organizamos y salimos a buscar donde almorzar. Como siempre después de un buen almuerzo es necesario un buen postre, por esto estamos yendo a una heladería donde con ansias pido una malteada de vainilla y chips, pensando en chips de chocolate, pero era de chicle. A pesar de la confusión disfruto mucho la malteada.
Horas más tarde, teniendo la necesidad de hacer contactos recurrimos sin pena o con mucha a diferentes personas, la primera persona fue el líder de los niños exploradores llamado Walter, quien nos ayuda con mucha información y nos recomienda ir a un bar por la noche donde podíamos hacer más contactos. Minutos después, todos los niños empiezan a jugar con nosotros y cantar canciones, haciéndonos poner más colorados por la pena de los que estábamos por el calor, ya que nos toca bailar e inventar pasos nuevos.
La segunda persona y última del día, fue un estudiante de cine de la universidad nacional llamado Sebastián, al que abordo con tres palabras “hola, ¿eres antropólogo?” él reacciona a la pregunta un poco confundido como lo haría cualquier persona, y yo me doy cuenta que había mejores maneras de presentarme y hacer contactos. Nos quedamos un rato en el bar donde estaba Sebastián y sus amigos que sí eran antropólogos, donde se escuchan canciones de rock y toman “guaro”. Más que la música, es muy curioso ver en el bar un maniquí con una máscara de jabalí, parecía sacado de una película de terror. Al ya haber cruzado números y tener su contacto decidimos ir a bailar al bar del frente donde nos estamos cuatro canciones y nos regresamos al hotel a dormir y descansar.
La Bienvenida a San José
Por: Nicolás Hernández Muñoz
Me preparé un tinto a la media noche para que me diera energía para el tedio que resulta empacar maleta antes de un viaje. Mi mamá acababa de acostarse y me advertía que esperaba todo estuviera listo a la hora indicada para salir al Terminal de Transportes de Bogotá. Lenta, muy lentamente, fui guardando todo lo que necesitaba para la semana que estaría en San José del Guaviare haciendo una investigación acerca de los cultivos de coca y la implementación de los acuerdos de paz con respecto al desarrollo rural y la sustitución de cultivos ilícitos. La música del computador acompañaba las largas horas que me tomó alistar todo. El tiempo se perdía en publicaciones vacías en internet y en el bloqueador y el repelente que no podían faltar antes de partir hacia las tierras calientes de la Orinoquía colombiana. Finalmente, cuando pensaba estar preparado para salir, la hecatombe: “No tengo música en el celular, ¡maldita sea!”. Había perdido toda mi biblioteca musical hacía un par de semanas cuando tres distinguidos caballeros me habían atracado a punta de puñal en el puente de la Calle 26 con Avenida Boyacá. Los volví a odiar otro instante. No sólo se habían llevado mi celular, un computador portátil y el dinero de mi billetera, ahora me dejaban durante un viaje de ocho horas en flota sin nada que escuchar más que los ronquidos de los otros pasajeros mientras que en el fondo sonaría algún vallenato que odiaría. Los minutos corrían, no podría actualizar el nuevo celular que me había heredado mi padrastro, traté de descargar lo que pude y salí, tarde como siempre, al terminal. Rezando a cuanto dios ha existido y apretando nalgas para que no me fuera a dejar la flota, terminé llegando al Terminal a las 3:59, a un minuto de la hora estipulada para partir hacia el Guaviare. Al parecer mis suplicas sirvieron porque pudimos llegar cómodamente al bus, lo suficiente como para fumarme un cigarrillo antes de partir, y para sentir algo de nostalgia por el frío de la capital que no volvería a sentir por al menos una semana, porque si hay algo para lo que este montañero no sirve es para el calor asfixiante de las tierras criollas de Colombia.
Del viaje no tengo mucho que contar. Apenas había pasado una hora desde nuestra salida y me dormí profundamente pese a los intentos de Luza, mi compañera de viaje, de mantenerme despierto con los chismes más frescos que tenía la facultad de economía. Ni siquiera la presencia de dos muchachos con aguardiente y el espectáculo que dio un hombre al sacar un machete para defenderse de unos ladrones en Usme me pudieron mantener despierto, aunque si me hicieron pensar que de haber tenido un machete la noche del lunes que me robaron podría tener mi celular, el computador, la plata, pero, sobre todo, la música para un viaje tan largo como el que ahora emprendía hasta San José. No obstante, la crisis que sentí por la falta de música no fue tan relevante como pensé que iba a ser. Dormí durante horas que parecían minutos. Ni la promesa de una parada a comer, o a fumar, ni los golpes o empujones de todos lo que debían pasar cerca de mí en el bus me dieron el suficiente aliento para levantarme. Durante ocho horas largas no estuve presente más que en mis sueños. Pasadas las 2:00 de la tarde me desperté, a tiempo para ver el Río Guaviare dándonos la bienvenida con sus aguas calmas y una lanchita de pescadores pasando. Ya se sentía el calor húmedo que sólo se encuentra en las selvas amazónicas del sur del país. Finalmente llegamos a San José. Fuimos al hotel y luego a almorzar, lo que quedaba del día pasó rápido. En la noche comimos pizza y fuimos a la zona rosa de la ciudad. Con Sara, Juliana, María, Luza y Laura bailamos y escuchamos desde metal pesado hasta salsa y rancheras, con unas cervezas bien frías que anunciaban el inicio de toda una travesía y que alimentaban mis expectativas de lo que sería la siguiente semana en un municipio que a punta de sangre, sudor y lágrimas se había ido construyendo y que nos daba la bienvenida en la primera noche de las seis que permaneceríamos aquí y cuyas historias nos empeñaríamos en descubrir.
¿Dónde están los antropólogos?
Por: María Borrero Sierra
El viaje comienza a las tres de la mañana, desde que salgo de La Calera a la estación del Salitre, donde el bus se prepara para llevarnos al Guaviare.
A pesar del largo viaje, debido a las paradas en muchos pueblos, llegamos después de diez horas y un gran letrero nos recibe con un “Bienvenido a Guaviare.” Desde ese momento aumenta mi intriga por saber las historias que voy a encontrar, teniendo en cuenta que todavía no teníamos ninguna fuente, lo que nos llevó a fijarnos en personas a las que podíamos acudir para acercarnos más al contexto. Así, una vez dejamos las maletas en el hotel y después de haber almorzado, vimos a un grupo de niños scouts jugando en la plaza principal, quienes nos llevaron a los líderes del grupo. Uno de ellos llamado Walter, habitante de San José del Guaviare hace aproximadamente trece años, nos contó sobre las posibles personas que nos podrían ayudar, como lo son los antropólogos que casi todos en el municipio conocen. Los describió como “el grupo de antropólogos que viven en una casita al lado del rio y van todos los viernes al bar de Rock llamado Lennon.”
Con mucha curiosidad, cada uno le hacía distintas preguntas y nos reíamos de cómo los niños scouts nos hacían bailar y hacer movimientos. Este lugar era completamente desconocido para mí, pero la amabilidad de la gente y el ambiente, me llevaron a querer conocerlo aún más.
Después de haber hablado con Walter, sabíamos cuál era nuestro paso a seguir, ir por la noche al bar Lennon.
Eran aproximadamente las 7 de la noche y habíamos quedado de encontrarnos todos a las 8 para ir a comer, así que decidimos ir al mercado a comprar las cosas que necesitaríamos para el día siguiente. Mientras caminábamos para allá, se sentía el aire caliente y por la calle que nos llevaba al supermercado había tiendas, una tras otra, algunas de ropa, otras de comida y otras de accesorios. Me hacía pensar en algunos de los pueblos que he visitado no muy lejos de Bogotá.
Entonces, una vez fuimos al mercado y comimos, decidimos ir al bar, en búsqueda de nuestros contactos. Este tenía la música muy dura y ninguno sabía muy bien que género estábamos oyendo, pero la música no era lo que más nos importaba, queríamos encontrar a los antropólogos, así que le preguntamos a la niña que nos estaba ateniendo que quienes eran. Esta los señalo y sin más fuimos a hablar con uno de ellos, quien nos dijo que él no era antropólogo, pero que estaba trabajando con los Nukak y nos podía ayudar, su nombre es Sebastián.
Finalmente, volvimos al hotel con la tranquilidad de haber conseguido nuestro primer contacto, quien nos afirmó que esta semana nos llevaría a un resguardo indígena.
Un viaje interminable
Por: Laura Velandia
En estos momentos de mi vida es muy extraño quedarme en casa de mi mamá, pues nuestra relación pasó de ser Lorelai + Rory a escalar a las oscuras montañas de Emily + Lorelai. Sin embargo, las cosas mantuvieron su calma durante la noche y mi adorable hermano hizo las veces de mediador. A eso de las 11 mi hermano por fin se quedó dormido pues hace mucho no lo veía y solo quería estar conmigo mientras empacaba. Como ya había terminado esa parte decidí sentarme a ver la nueva temporada de Orange is the new black para pasar el tiempo mientras llegaban las 3 de la mañana, pero conociéndome puse una alarma a las 3:10 en caso de quedarme dormida, lo que fue de mucha ayuda pues no alcancé siquiera a terminar el intro de Regina Spektor y ya estaba muerta. A las 3:10 me levanté, revisé que mis playlist favoritas estuvieran descargadas en Spotify y que tuviera todas las cosas que, según yo, me ayudarían a pasar lo tedioso de un viaje de casi 10 horas. Desperté a mi mamá y antes de salir de casa hice una mala broma acerca de que si me secuestraban no íbamos a poder hablar nunca más y ella solo me abrazó, lo que nos retrasó un poco y el taxi que nos esperaba abajo decidió irse porque a las 3 de la mañana seguramente había muchos más clientes que le estábamos echando a perder.
Mi mamá pidió otro taxi y llegamos por fin al terminal a eso de las 3:45, ella tomó un tinto y yo un agua helada. A las 4 nos despedimos y entré con mis compañeros a un enorme bus naranja que nos esperaba fuera de la “sala de espera” me senté e inmediatamente me quedé dormida con les mis de fondo en mis audífonos. Cuando abrí los ojos estaba claro y miré el reloj esperando que fueran por lo menos las 9 de la mañana pero ver esos tres números en mi celular 6:55 casi me muero del sueño y el estrés de saber el visaje que da mi cuerpo, que una vez que me levante no hay vuelta atrás, así que simplemente cambié de playlist porque Brodway es muy chévere mientras uno no quiera morirse un poquito del cansancio, así que puse un 2000 throwback y lo primero que sonó fue la voz aguda de Gerard Way en Welcome to the black parade y sonreí recordando mi yo de 14 años con el flequillo largo y el delineador rojo desbordando mis ojos porque emo. A eso de las 11 de la mañana mis audífonos se descargaron (si ya se, mucha imbécil por llevar audífonos de bluetooth a un viaje tan largo) lo único que pude hacer fue sacar mi adorada edición de La ciudad de las bestias de Isabel Allende y leer, y así cuando menos me lo esperé paramos por un retén que despertó por fin al chico de al frente mío, no se cómo le hizo pero logró seguir derecho todo el viaje, héroe.
Dos horas después llegamos por fin a San José, al bajarme la primera oleada de calor casi me derrite al instante pero logramos sobrevivir y llegar al hotel después de un viaje interminable.